El emisario de la Madre Tierra le había advertido sobre la perfidia de Némesis, y la había exhortado a tener mucho cuidado. Pero si las señales reveladoras habían estado visibles, ella no las había visto. Había sido víctima del engaño de su demonio, había enredado a la inocente
Grimya
en la trampa.
Pero ¿qué clase de trampa? De una cosa estaba segura: ya no estaban en el reino físico de la Tierra. Y esto no era un sueño: conocía la diferencia entre la realidad y la pesadilla. Al parecer, estaban en una especie de plano astral; quizás una parte —o al menos un paralelo— del espantoso otro mundo que vislumbrara cuando recorrió la carretera intemporal guiada por el emisario. Su habilidad, de pronto aumentada, para comunicarse con
Grimya
era otra señal de ello, pero de lo que no tenía la menor idea era de la forma que tomaba este mundo, ni de su alcance.
¡Si hubiera más luz! Resultaba imposible saber si estaban al aire libre, o si estaban los muros de una celda justo más allá de los límites de lo visible. Le pareció que percibía espacios abiertos, pero sabía lo fácil que puede engañarse a la mente. Y si no estaban encerrados en una forma física, este mundo, por muy vasto que demostrara ser, era en realidad una prisión.
De repente
Grimya
irguió las orejas. Su cola había dejado de balancearse y permanecía totalmente alerta. Movía la nariz sin cesar al tiempo que olfateaba el aire indeciso.
—¿Qué es? —inquirió Índigo.
«No
lo sé. Hay algo, pero...» y
la respuesta quedó interrumpida por un agudo gañido cuando, sin previo aviso, el mundo se iluminó ante ellas.
Índigo lanzó una incoherente exclamación de protesta cuando la luz hirió sus ojos desprevenidos, y volvió la cabeza a un lado con violencia, cubriéndose el rostro con las manos mientras
Grimya,
con un aullido de terror, se refugiaba de un salto a su espalda. Pasaron algunos instantes antes de que la muchacha se atreviera a mirar de nuevo; cuando lo hizo tuvo que reprimir la sensación de náusea que le produjo el nuevo sobresalto.
Como si una mano invisible hubiera aplicado una llama a una lámpara gigantesca, el paisaje que las rodeaba estaba bañado de un resplandor color azafrán que revelaba una vista sorprendente de rocas peladas: picos, riscos, enormes escarpaduras, todo reseco, sin arena y vacío. Estaban al final de un valle desolado lleno de sombras del color de la sangre reseca. Y sobre sus cabezas, colgando solitario de un melancólico cielo rojizo, había un sol de color negro.
Las manos de Índigo cayeron inertes a sus costados y se quedó mirando, paralizada, el valle, los riscos, el desquiciado cielo, mientras su cerebro luchaba por asimilar y entender lo que sus ojos le transmitían. El negro sol había aparecido en el cielo de la nada; brillaba con fuerza, una monstruosidad celestial rodeada de una corona fantasmal y palpitante, y con cada latido la sobrenatural luz fluctuaba como si todo el mundo fuera una gran habitación iluminada tan sólo por una única y debilitada vela.
Escondida tras la espalda de Índigo,
Grimya
aulló de nuevo. En medio de tanta desolación, el sonido resultó espeluznante, e Índigo, que se había puesto en pie, se acurrucó junto a la loba, la abrazó e intentó calmarla.
—
¡
Grimya,
no tengas miedo! Esto no te va a hacer ningún daño... Cálmate ahora; intenta calmarte.
«¡Esto no es mi hogar!»
La angustiada confusión de
Grimya
le azotó la mente como una onda de choque psíquica.
«¡Me da miedo este lugar!»
Índigo estaba asustada también, pero decidida a no demostrarlo. Creía empezar a comprender lo que les había sucedido, e intentó transmitírselo a la loba.
—¡No es real,
Grimya!
¿Comprendes eso? —Apretó los dientes con fuerza y miró a su alrededor mientras se preguntaba cómo podría explicarlo—. Este es un mundo demoníaco. Está situado junto a nuestro propio mundo, pero no forma parte de él.
«¿Entonces estamos muy lejos del bosque?»
—Sí y no. El bosque está cerca, pero no podemos alcanzarlo, porque está en otra dimensión.
«¿Di-men-si-ón?»
—Intenta imaginarlo como una puerta invisible entre dos mundos. Caímos por esa puerta, ahora hemos penetrado en un mundo que antes no existía para nosotras.
«¿Como soñar?»,
preguntó
Grimya.
Índigo asintió.
—Sí; muy parecido a soñar. Pero no estamos dormidas, y no nos despertaremos en el bosque. Si hemos de escapar debemos encontrar de nuevo la puerta de acceso.
Grimya
consideró todo esto durante unos instantes. Luego dijo:
«El lugar del agua y la oscuridad..., ¿era ésa la "puerta" de la que hablas?»
—Sí —se estremeció al recordar al duende, el engaño, la revelación que había llegado demasiado tarde—. La criatura de la arboleda me engañó. Pensé que era...
Un gruñido gutural la interrumpió.
«¡Sé lo que era! Cuando me llamaste y corrí en tu busca, lo reconocí como el demonio que vi en tu mente, y comprendí que quería hacerte daño.» Grimya
levantó la mirada, sus ojos brillaron con un salvaje tono carmesí bajo la roja luz.
«Intenté detenerlo, pero llegué demasiado tarde. Y entonces, cuando quise sacarte del agua, vi luces y escuché un ruido, y... me encontré aquí. Ahora que has explicado más cosas, creo que comprendo lo que ha hecho el demonio.»
Vaciló.
«¿Crees que quiere matarnos?»
¿Era así?, se preguntó Índigo. Si Némesis era, como había dicho el emisario de la Madre Tierra, parte de su propia persona, entonces con toda seguridad su muerte acarrearía su destrucción. Pero si de verdad había adoptado una existencia independiente, entonces las cosas podrían ser muy diferentes...
Sacudió la cabeza, incapaz de aclarar sus dudas.
—No lo sé,
Grimya.
Ojalá pudiera responderte, pero no lo sé.
«A lo mejor no importa»,
replicó
Grimya
llena de infelicidad.
«No hay nada que comer en este lugar, y nada que beber. Si nos quedamos, no tardaremos en morir, de todas formas.»
Tenía razón, pero aquella idea dio lugar a otra pregunta. ¿Habían sido transportadas físicamente a este mundo, lo que fuera y donde fuera que estuviera, o existían tan sólo en sus mentes los riscos y las desoladas rocas y aquel negro sol, mientras que sus cuerpos inconscientes yacían aún en la arboleda? A modo de experimentación, se pasó las manos por el pecho, y no pudo reprimir una mueca de dolor cuando sus dedos tocaron las magulladuras de su caja torácica. El dolor resultaba muy real, al igual que la creciente sed que sentía. Volvió la cabeza para contemplar todo el paisaje que las rodeaba y se estremeció.
—No conseguiremos nada si nos quedamos aquí —dijo a
Grimya
—. Cualquiera que sea la forma que tome la puerta, no hay ni rastro de ella aquí. —Su mirada se sintió atraída hacia el valle, una estrecha cicatriz que se extendía ante ellas entre impresionantes peñascos. A su espalda se levantaba la sólida pared de una cumbre inescalable; a cada lado, escarpadas y traicioneras laderas de esquisto. El valle, al parecer, era la única ruta abierta a ellas.
Grimya
captó sus pensamientos y dijo:
«A lo mejor es allí donde el demonio quiere que vayamos.»
A lo mejor era así. Y Némesis tendría un motivo, de eso Índigo estaba segura. Una trampa, una confrontación... Afianzó su control sobre su titubeante confianza en sí misma, consciente de que tenía una sencilla elección que hacer. Podía enfrentarse al valle y a cualquier peligro que pudiera reservarle, o ceder a la cobardía
y
admitir la derrota aquí y ahora.
Miró a la loba.
—Demonio o no, no veo alternativa. Penetraré en el valle. ¿Vendrás conmigo,
Grimya?
Grimya
mostró sus colmillos.
«Desde luego. Soy tu amiga.»
Su cola se agitó una vez, sin demasiada confianza.
«No sabremos lo que nos espera a menos que miremos, ¿no es así?»
Su irrefutable lógica hizo aparecer una sonrisa en los labios de Índigo.
—Desde luego —repuso—. Muy bien, pues; no hay motivo para retrasarlo. —Entrecerró los ojos pensativa mientras los posaba en el valle sin vida—. Y si es una estupidez, sospecho que muy pronto descubriremos qué clase de estupidez hemos cometido.
Si el valle que discurría entre los riscos ocultaba el peligro que Índigo temía, parecía como si la trampa aún no estuviera dispuesta para funcionar. No podía calcular cuánto tiempo llevaban caminando por el estrecho y sombrío desfiladero; al parecer, carecía de relevancia bajo el invariable sol negro, y podrían haber transcurrido minutos, horas, incluso días mientras avanzaban penosamente por el valle.
Aún no había aparecido el menor signo de vida. No crecía hierba alguna entre aquellas rocas peladas, y ni una sola gota de agua aliviaba aquella árida desolación. En una ocasión Índigo creyó oír el distante borboteo de un arroyo, y aceleraron el paso ansiosas por encontrar el lugar del que procedía. Pero el sonido se apagó de forma brusca, y la muchacha comprendió que había sido una ilusión.
Tras ésta, se produjeron más ilusiones Ecos extraños murmuraban entre los riscos y ponían a Índigo los pelos de punta y hacían que
Grimya
se agazapara con todo su cuerpo alerta. Pasos suaves sonaban a sus espaldas, que cesaban de inmediato en cuanto se volvían y se encontraban con el valle vacío y sin vida extendiéndose tras ellas. Rostros petrificados aparecían y desaparecían en las paredes de roca estratificada que se alzaban a cada uno de sus lados. Y en una ocasión vieron una enorme roca negra que bloqueaba el paso. Parecía infranqueable, pero cuando se acercaron, empezó a relucir y adoptó, por un brevísimo instante, la apariencia de una enorme fiera agazapada antes de desvanecerse por completo.
A medida que las alucinaciones continuaban persiguiéndolas,
Grimya
se volvía más inquieta y adoptaba actitudes más defensivas, gruñía a cada nueva manifestación. También los nervios de Índigo estaban muy alterados; de modo que ambas estaban poco preparadas para lo que les esperaba a la vuelta de una cerrada curva del valle.
Índigo, que iba algunos pasos por delante, se detuvo y lanzó un sorprendido juramento, y extendió una mano a modo de advertencia para detener a la loba cuando ésta llegó a su lado. A unos pocos pasos de ellas, visible sólo ahora que el sendero torcía entre dos elevados riscos, una enorme grieta cortaba el valle. Imponentes contrafuertes de piedra se asomaban a ambos lados, y la pared opuesta caía a pico en una sima negra.
Grimya
descubrió los colmillos y los pelos del cuello se le erizaron.
«¡Otra ilusión!»
—Podría ser; pero no apostaría por ello.
A modo de prueba, Índigo dio un paso hacia adelante, sintiendo cómo su pie resbalaba de repente en el suelto esquisto. La grieta no parpadeó y se esfumó tal como había sucedido con la enorme piedra, y, teniendo muy presente el riesgo de perder el equilibrio tan cerca del borde, atisbo alrededor del contrafuerte que tenía a la derecha. El negro abismo se extendía entre las profundas sombras del risco hasta donde llegaba su vista, y cuando acercó una mano al extremo del precipicio, sintió roca sólida bajo sus dedos.
—Es real.
Se irguió, retrocediendo para dejar una distancia prudente entre ella y el borde de la grieta.
«Demasiado ancho para saltar»,
refunfuñó
Grimya. «¿Qué vamos a hacer ahora?»
—No lo sé...
Al otro extremo de la falla podía ver que el sendero del valle continuaba por entre los picos. Pero parecía haber un segundo sendero, que se bifurcaba en el extremo y continuaba por una repisa estrecha que sobresalía de la pared vertical. Perpleja, se inclinó hacia fuera, mirando a su derecha...
«¡Ten cuidado!»,
le avisó
Grimya.
—Lo tendré... pero... ¡ah! —Los ojos de Índigo brillaron cuando sus sospechas de que el sendero debía conducir a algún sitio se vieron justificadas—. ¡Mira,
Grimya!
¡Hay un puente!
«¿Un puente?»
Grimya
se acercó con cautela al borde hasta que también ella pudo mirar. Y allí, cubriendo la distancia que mediaba entre pared y pared, a no demasiada distancia, había un arco de piedra. Además, en su lado de la grieta, un sendero bien marcado llevaba hasta el puente siguiendo la curva del precipicio, el cual —ahora podían verlo bien— no caía en absoluto tan a pico como el lado opuesto. El sendero podía franquearse con facilidad, el puente parecía sólido y nada erosionado; incluso el sendero en la parte más alejada, juzgó Índigo, no precisaría más que unos nervios bien templados para atravesarlo.
Se volvió hacia la loba.
—Es la única forma de cruzar,
Grimya. Debemos
utilizarlo.
Grimya
se lamió la nariz, algo indecisa.
«Será fácil para mí. Pero tú...»
—Acostumbraba a escalar los acantilados de mi país. —Sonrió con tristeza al recordar la osada temeridad de su infancia—. Todo irá bien. —Y antes de que
Grimya
pudiera decir nada se volvió y avanzó en dirección al borde del precipicio.
El sendero resultaba más fácil aun de lo que parecía. La inclinación de la ladera de la grieta era bastante suave, al menos a esta altura; Índigo imaginó que, algunos centímetros más abajo, debía de caer en picado tanto como la pared opuesta. Pero la mortecina luz y las intensas sombras de la hendidura imposibilitaban que pudiera saber la profundidad del cañón que tenía a los pies; de este modo podía mantener una ilusión de seguridad para evitar el peligro de sentir vértigo.
Se adentró en el sendero con cautela, escuchando las suaves pisadas de
Grimya
a su espalda. Recorrerlo resultó sencillo, siempre y cuando tuviera una palma de la mano bien apoyada contra la piedra para mantener el equilibrio; en menos de un minuto alcanzó la repisa más ancha desde la que se elevaba el puente para cruzar el cañón, y esperó a que
Grimya
la alcanzara.
—Vaya, el sendero era bastante real —dijo, acariciando la cabeza de la loba en un esfuerzo por tranquilizarla—. Ahora sólo nos queda probar el puente.
«No me gusta»,
insistió Grimya apesadumbrada.
«No me sentiré segura hasta que estemos al otro lado.»
—No; la verdad es que yo tampoco. Y sugiero que crucemos tan deprisa como nos sea posible. —Sonrió, pero era una sonrisa preocupada—. No confío en nada de lo que hay en este lugar. —Contempló, especulativa, el arco que se extendía delante de ellas; aunque carecía de parapeto, su superficie era amplia y bastante lisa, y la distancia hasta el otro lado parecía...