A pocos pasos de distancia la yegua dejó escapar un relincho, inquieto y apenas audible. El instinto del caballo confirmaba el suyo, e Índigo extendió una mano hacia el fuego y extrajo un pedazo de madera en llamas. Miles de chispas cayeron sobre su brazo y el extremo que no ardía abrasaba, pero hizo caso omiso del dolor y alzó la tea amenazadora.
—¡Jaaa! —De lo más profundo de su garganta surgió un rugido, a la vez un desafío y una advertencia, pero los ojos no se movieron—. ¡Atrás! —Blandió de nuevo la llameante tea—. ¡Fuera!
Algo oscuro y grande se movió justo en la periferia del círculo de luz proyectado por la hoguera, como si lo que fuera que acechaba allí detrás estuviera indeciso sobre si huir o saltar. El corazón de Índigo pareció estrellarse contra sus costillas y buscó a tientas su arco pero no pudo encontrarlo; se maldijo en silencio por olvidar la regla más esencial del código del cazador, que un arma debe estar a mano en todo momento.
Y entonces oyó algo tan increíble que su palpitante corazón casi se detuvo incrédulo.
Una voz le habló desde la oscuridad, desde las profundas sombras en las que brillaban los feroces ojos. No era una voz humana —era demasiado gutural, demasiado áspera, con una aterradora inflexión artificial, como si la creación de tales sonidos produjera a su autor un dolor terrible. Pero hablaba un lenguaje que ella comprendía.
—Mú... si... ca. —Había agonía en la voz, y desesperación—. Guussta. Me...guuusta. Múuuu...sica...
Índigo lanzó una exclamación sobresaltada, y perdió el control sobre sí misma.
—¡Fuera! —Su voz se elevó en un agudo chillido, y arrojó la tea con todas sus fuerzas en dirección al lugar del que surgía aquella odiosa voz—. ¡Lárgate de aquí, vete, vete!
Los ojos desaparecieron en un santiamén, y su perpleja mente registró a una inmensa forma oscura que se movía como el agua, un lomo enorme y fornido, una cabeza cuyo perfil le era vagamente familiar, orejas puntiagudas y erguidas. Desapareció en un instante y se perdió en la noche en un ágil salto. Oyó un chasquido y un roce entre las hierbas, cada vez más apagado, y luego algo que le dejó la boca seca. Distante, pero estremecedoramente real, un lúgubre quejido que se elevó hasta convertirse en un prolongado aullido antes de perderse en un silencio tan agudo que le pareció que si extendía el brazo podría tocarlo.
Un lobo. Í
ndigo se desplomó junto al fuego, intentando contener el martilleo que corría por cada una de las venas de su cuerpo. En la última fracción de segundo, mientras el intruso desaparecía, había reconocido su figura, y el triste aullido en la distancia se lo confirmó sin la menor sombra de duda.
Nunca había temido a los lobos. En las Islas Meridionales no representaban ninguna amenaza; su destreza y astucia eran respetadas, y cazadores humanos y lobunos no se inmiscuían unos con otros. Pero jamás había visto a un lobo de tamaño tan gigantesco.
Y los lobos no podían hablar como los seres humanos...
Índigo se interrumpió, y se dijo a sí misma con severidad que debía comportarse de manera racional. La oscuridad jugaba trucos a la vista; podría muy bien haberse equivocado en lo concerniente al tamaño de la criatura ya que no la vio con claridad mientras huía y quedaba muy poco excluido a una imaginación sobreexcitada; su aterrorizado cerebro podría muy bien haber convertido la respiración estertorosa del animal en palabras. Las pesadillas de su infancia no habían regresado para atormentarla: el inoportuno visitante había sido un lobo, nada más. E incluso si los lobos del País de los Caballos eran mucho mayores que sus primos de las Islas Meridionales, no habría nada de sobrenatural en ellos. Éste se había acercado a su campamento a causa de la curiosidad y el olor a comida; y el fuego y su demostración de agresividad lo habían hecho huir. No pensaba que fuera a regresar.
La tea que arrojara se había extinguido entre la húmeda maleza; la yegua se había calmado y el bosque estaba en silencio una vez más con excepción del chisporroteo del fuego y el intermitente siseo de la pierna del jabato asándose. La visita del lobo había devuelto a Índigo a la tierra, y pudo reemplazar los terrores de la pesadilla con la sólida realidad, con lo que desaparecieron sus supersticiones. Sonrió, de forma un poco forzada, y rescató la comida antes de que se convirtiera en cenizas; se chamuscó los dedos cuando, recuperado el apetito, intentó arrancar pedazos del muslo asado antes de que se hubiera enfriado lo suficiente.
Comió con avidez, y una vez saciada, apagó su sed con el odre de agua. No tenía forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, pero un instinto natural le dijo que no faltaba mucho para que amaneciera, y la idea resultaba reconfortante. El bosque ya no la atemorizaba. Pensó en interpretar una última canción con el arpa, una nana que tranquilizara su mente subconsciente hasta la mañana, pero cuando tomó el instrumento sus dedos se movieron despacio a causa del cansancio, y la volvió a dejar en el suelo sin tocarla. El tobillo le dolía con un dolor sordo y punzante que no obstante le era posible, con un poco de esfuerzo, ignorar; el tronco del roble resultaba cómodo ahora que los músculos de su espalda se habían acostumbrado a él. El fuego chisporroteó, la yegua dejó caer la cabeza de nuevo tranquila. El dolor, la sensación de saciedad, junto con la parpadeante luz de las llamas y los ecos de la Canción de la Cosecha se fundieron en un suave y acogedor manto. Índigo se durmió.
Cuando despertó había amanecido ya; una luz grisácea penetraba en el bosque y los pájaros cantaban. La hoguera no era más que una mancha circular de cenizas grises. Algo se había acercado mientras dormía, y llevado los restos del jabato que matara la tarde anterior, dejando tan sólo unas borrosas manchas de sangre sobre la hierba húmeda.
Intentó no pensar en ello mientras bebía de su odre de agua y recogía las escasas posesiones que tenía desperdigadas a su alrededor; sin embargo, seguía presente en su mente. El lobo había regresado, había penetrado en el círculo de luz de la hoguera y cogido los restos del jabato sin molestarla ni a ella ni a la yegua. Podría haberla matado. Una cosa así no había sucedido nunca en las Islas Meridionales, pero aquí —y especialmente cuando pensó en el tamaño del animal— podría ser diferente. Pero en lugar de ello se había acercado y marchado como un fantasma, y lo único que había perdido era la comida de algunos días.
Por alguna razón, aquel pensamiento la entristeció, y la tristeza desencadenó el recuerdo de los sueños que la habían atormentado mientras dormía lo que quedaba de la noche. Esta vez no fueron pesadillas, sino imágenes deprimentes de cosas queridas y perdidas. Había oído la voz de su madre, visto el rostro sonriente de Kirra, sentido el contacto de Fenran. Y había habido algo más, algo que recorrió su sueño como una corriente zigzagueante: una sensación de lástima que la llevaba a olvidar sus propias penas y acercarse a un extraño a quien había gustado su música y le había rogado que tocara más...
Sacudió la cabeza y las imágenes se hicieron añicos y desaparecieron. Se dejaba llevar por la imaginación; era de día, el bosque ya no era una incógnita, y ella debía marchar ya para regresar a Linsk. Su tobillo parecía estar mejor, aunque la hinchada articulación todavía estaba muy oprimida por la bota y le dolía, pero con un poco de paciencia y muchísimo cuidado consiguió montarse en la yegua.
El caballo estaba ansioso por marchar. Índigo levantó los ojos y los entrecerró para mirar por entre el dosel de ramas y hojas, en un intento de orientarse, ahora que el sol empezaba a ascender; pero el espeso follaje y el regreso de las nubes de tormenta lo hizo imposible, y por lo tanto tuvo que adivinar la dirección correcta e hizo girar a su montura en la que esperaba fuese dirección sudeste.
Se dio cuenta de que se había equivocado cuando el bosque empezó a aclararse, luego desapareció, y se encontraron en la cima de una larga y suave colina con los extensos páramos extendidos más abajo ante ellas. El río que rodeaba el bosque dividía la llanura en dos, desparramado en una lenta red de serpenteantes afluentes como una gigantesca telaraña tendida sobre el terreno; aunque el sol resultaba invisible, la luz de la mañana era lo bastante brillante para dar a la escena una trémula cualidad nebulosa. Era muy bello, pero no era Linsk. Se volvió sobre la silla y descubrió que había salido por el lado nordeste del bosque; a su espalda el límite de los árboles reseguía una curva natural del paisaje, y pudo ver más allá de los páramos el lejano resplandor del mar.
La yegua golpeó el suelo con la pata. Olía los pastos del llano, y quería saborearlos. Índigo chasqueó la lengua para retener al reacio animal mientras intentaba decidir cuál sería la ruta más rápida de regreso a Linsk. Cabía la posibilidad, aunque muy remota, de que Danog y Laegoy hubieran retrasado su partida, y el
Greymalkin
esperase, en aquellos mismos momentos, el regreso de la marea antes de zarpar para recorrer la siguiente etapa de su viaje hacia el norte. Si cabalgaba deprisa podría llegar al puerto antes del mediodía, y puede que a tiempo de reincorporarse al barco. Junto al delta el terreno era llano, lo cual facilitaría un viaje más seguro, pero quizá ganara tiempo si tomaba por el terreno más accidentado y elevado que bordeaba el bosque. El tiempo era de suprema importancia.
La yegua no quería apartarse de la perspectiva del delta y sus verdes pastos, pero Índigo ganó la breve pugna de voluntades, y se pusieron en marcha a un medio galope rápido a lo largo de la inclinada ladera del límite del bosque.
Supo que algo no iba bien cuando la suave marcha a la que había estado viajando se interrumpió de forma inesperada para convertirse en un trote desigual que hizo que doliesen los dientes. Pocos minutos antes la yegua había tropezado, introduciendo un casco en uno de los innumerables agujeros de madrigueras que eran un peligro constante. Al parecer, un momento después se había recuperado e Índigo no había vuelto a pensar en el incidente. Ahora, sin embargo, se dio cuenta de que la alazana había empezado a cojear. Aflojó la marcha, se detuvieron e Índigo se deslizó fuera de la silla. Aún seguía sin poder apoyarse en el pie izquierdo, pero consiguió cojear hasta colocarse al otro lado de la yegua para examinarla. El animal permanecía con la pata delantera derecha encogida, y cuando Índigo deslizó su mano hasta el corvejón, la yegua agitó la cabeza y se revolvió inquieta, mientras la muchacha se maldecía a sí misma. Cualquiera con una pizca de sentido común hubiera tomado el camino de las tierras bajas junto al río en lugar de cabalgar a toda velocidad por aquel terreno lleno de pozos. Pero ella había ignorado los riesgos en aras de la prisa, y ahora —irónicamente, tras su propia lesión— el tropezón había dado como resultado un tendón dislocado. Podía dar gracias de que la pata de la yegua no estuviese rota.
Retrocedió y contempló el paisaje que la rodeaba. Lo que vio no fue alentador; la costa estaba aún muy lejos, y más cerca, todo lo que pudo ver fue la deshabitada llanura que se extendía interminable a lo lejos; el único signo de vida era una de las manadas de caballos salvajes que pastaba junto al río a sus pies.
Índigo se dejó caer sobre la hierba. La yegua no podía transportar peso ahora, eso era seguro; y aunque podía seguir andando a paso lento, Índigo, personalmente, no podía avanzar sin una muleta y no tenía nada con lo que fabricarse una. No existía la menor posibilidad de continuar hasta Linsk; estaban totalmente abandonadas a su suerte hasta que alguien viniera a rescatarlas —lo cual parecía muy improbable— o hasta que sus lesiones curaran lo suficiente para permitirles seguir adelante.
O hasta que cayera la noche, y los lobos salieran de nuevo...
Asustada, dio una mirada rápida a su alrededor, como si esperara ver un hocico gris, una forma larga y lustrosa, que se acercara furtiva por entre las hierbas. A plena luz del día tal temor resultaba irracional, pero la noche sería otra cosa, y, con grandes dificultades, Índigo se puso en pie de nuevo para escudriñar más atenta el paisaje con la remota esperanza de descubrir alguna forma de refugio no demasiado lejana.
Los caballos atrajeron su atención, y por primera vez se dio cuenta de la presencia de varios, entre la apiñada manada, que parecían llevar jinetes. Vaqueros, desde luego; los caballos no eran del todo salvajes, sino que debían de estar al cuidado de los hombres de la tribu local. Lo cual quería decir que debía de existir algún poblado no muy lejos.
Estudió a los apelotonados animales con los ojos entrecerrados, deslumbrada por la luz mate del delta del río. A aquella distancia no era probable que los vaqueros la vieran, y mucho menos que la oyesen, si les gritaba; pero un fuego seguro atraería su atención. Índigo arrancó con premura puñados de hierba, formó un montón de tamaño razonable que esperó estuviera lo bastante seco para arder..., pero mientras se preparaba para golpear la yesca, se preguntó de pronto si sería sensato atraer la atención. Aquellos hombres podrían reaccionar de forma hostil ante un intruso en su territorio; aunque no llevaba posesiones que valiera la pena robar, podía ser asaltada, violada, o incluso asesinada...
O podía quedarse allí en el llano, y su segunda noche al aire libre podría traerle males peores que los lobos...
Protegió el montón de hierba con las manos y le prendió fuego. Sea lo que sea lo que los vaqueros fueran capaces de hacer, no tenía otra alternativa. Al menos de esta forma, pensó torvamente, tendría una posibilidad de sobrevivir.
Una diminuta lengua de fuego lamió las briznas de hierba, se agitó vacilante y creció. Índigo la abanicó con su chaquetón, en un intento de crear más humo, y al cabo de unos minutos tuvo la satisfacción de ver cómo dos de los lejanos jinetes apartaban sus caballos de la manada principal, gritaban y gesticulaban uno al otro, sostenían luego una corta conferencia y lanzaban después sus caballos al galope para cruzar el río en dirección a ella.
Índigo volvió a ponerse de pie al acercarse los jinetes. El poni de uno de los vaqueros relinchó; la yegua alazana devolvió el saludo, e Índigo se llevó la mano subrepticiamente al cuchillo que pendía de su cinturón.
Los vaqueros tiraron de las riendas de sus ponis para detenerlos. Eran hombres menudos y fornidos de rostros anchos del color y la textura del cuero viejo y de ojos rasgados. Sus ropas recordaban las del capitán de puerto de Linsk, pero eran más llenas de color; botas cortas de cuero, pantalones anchos de fieltro, jubones y chaquetones adornados con una extravagante colección de remiendos de fieltro, pedazos de piel y discos de plata y de cobre. Ambos llevaban gorros de fieltro bordados con orejeras sobre sus grasientos cabellos negros..., y también llevaban lanzas, cuyas afiladas puntas se cernieron a pocos centímetros de Índigo.