Ningún hombre, ni ninguna mujer, ni ningún niño de los presentes en la sala hablaba. Cuatro cuerpos yacían ante la mesa envueltos en lienzos de ropa de color Índigo, sus cuerpos casi ocultos por completo bajo las coronas hechas de las bruñidas hojas otoñales de fresnos, saúcos y endrinos. El silencio se interrumpía tan sólo por el perdido y solitario sonido de una mujer que lloraba: habían colocado a Imyssa en un rincón junto al hogar, y las otras mujeres acariciaban sus cabellos y sus manos, sabedoras de que no podían curar su dolor pero intentando darle todo el consuelo que pudieran.
Índigo contempló paralizada la escena del espejo, luego giró en redondo para enfrentarse con el emisario.
—¡Hay cuatro cuerpos! —exclamó con voz angustiada—. ¡Cuatro!
¿Quiénes son?
—El rey Kalig, la reina Imogen, el príncipe Kirra hijo-de-Kalig, y la princesa Anghara hija-de-Kalig.
—Pero mi madre..., ella se... —Índigo tragó saliva con fuerza, incapaz de pronunciar las palabras—. ¡No pueden haberla encontrado! ¡Y yo todavía vivo!
El ser resplandeciente le contestó sin la menor emoción:
—Í
ndigo
vive. Anghara hija-de-Kalig está muerta, y se la llorará como debe ser.
—Pero mi
madre...
—La reina Imogen falleció a causa de las mismas fiebres que acabaron con su señor y sus hijos.
—¿Fiebres...? —El rostro de Índigo tenía un tono ceniciento.
—Una fiebres virulentas que barrieron las Islas Meridionales. Duraron poco, pero infligieron grandes pérdidas, y entre sus víctimas se contó la familia real de Carn Caille. Kalig y Kirra murieron rápidamente, al igual que Anghara y el joven del norte, Fenran. Imogen ardió de fiebre durante cinco días y por último sucumbió. Hubo muchos otros que los siguieron para reunirse con la Madre Tierra. —Y, al ver su sorprendida perplejidad, el emisario sonrió con un dejo de compasión—. Sí, fue una horda de demonios, y tuvo lugar una batalla. Pero los demonios que salieron de la Torre de los Pesares no tienen una auténtica existencia física en tu mundo. Son la quintaesencia del mal, pero sus formas son alegorías; penetraron a través de una brecha entre dimensiones, y ahora que la brecha se ha cerrado de nuevo los que sobrevivieron a su ataque no guardan ningún recuerdo de la batalla. Para ellos, la tragedia acaecida en Carn Caille tomó la forma de una enfermedad: una plaga breve pero virulenta. Es un paralelismo irónico, pero muy apropiado, porque a su manera los monstruos que has liberado son como una plaga; ningún ojo puede verlos en su forma auténtica, pero su maligna influencia tiene un amplio alcance, y es imprevisible y mortífera.
Índigo se quedó mirando el polvoriento sendero. Comprendía —o creía comprender— lo que el emisario había dicho; pero aquello la dejaba con una sensación de parálisis, de debilidad de espíritu que nada podría hacer que desapareciera. Horrores invisibles, una influencia que ya empezaba a extenderse por todo el mundo como una enfermedad..., y ella debía encontrar a aquellos demonios, capturarlos y destruirlos, si no quería que el mundo desapareciera.
—¿Cuántos viven todavía? —preguntó con voz hueca.
El ser le tocó el hombro, provocándole un estremecimiento, y cuando le respondió su voz sonó repentinamente amable.
—Suficientes para asegurar la supervivencia de Carn Caille
;
Mira en el espejo otra vez.
Índigo parpadeó para apartar las lágrimas, y el espejo volvió a mostrar imágenes. En la mesa de presidencia de la sala de Carn Caille los sillones acolchados permanecían vacantes, y ante cada uno de ellos, sobre la mesa, se había colocado un plato de oro, una copa de oro, un cuchillo y una cuchara. Entre la mesa y los cuerpos cubiertos estaba el arpa de Cushmagar. No había hablado desde el horripilante momento en que su voz había conmocionado a los participantes en el banquete de la cacería silenciándolos; ahora, una vez el paje lo hubo acompañado hasta su lugar y acomodado bien, el bardo hizo correr los dedos sobre las cuerdas, y arrancó un murmullo tembloroso y melancólico al instrumento que hizo que incluso Imyssa dejara de sollozar, y que todos los rostros de la sala se volvieran hacia él. Estaba pálido y parecía enfermo; la fiebre también lo había atacado, y no hacía más que un día que se había levantado de la cama; pero ningún poder humano lo hubiera persuadido de eludir la tarea que ahora tenía ante sí.
—Madre de los Sueños, Madre Poderosa. —La voz de Cushmagar se elevó con fuerza hacia las vigas del techo mientras entonaba las palabras de ritual—. Madre de nuestras noches y nuestros días, Señora de nuestras alegrías y nuestras tristezas, a Ti te recito la letanía de los hijos de la Tierra. Porque nuestro señor y nuestra señora, que hablaron por don Tuyo y gobernaron por Tu mano, han cruzado el portal del que nadie regresa, y nos hemos quedado sin ellos. Ahora pasean como los ciervos en Tu valle, y nadan como los peces en Tu mar, y planean como los pájaros en Tu cielo, y nos hemos quedado sin ellos. Hemos perdido su sabiduría y su equidad, y nos vemos privados de su presencia, y nos sentimos entristecidos. Madre de todo el mundo, te canto la canción de nuestro señor y nuestra señora, y te canto la canción de los hijos de su unión, para que puedas escuchar nuestra pena y te des cuenta de que eran muy amados. Canto su canción para que todos la puedan escuchar e inclinen sus cabezas en señal de dolor por nuestra pérdida, y sus nombres y sus acciones serán recordadas mientras Carn Caille permanezca. Que todos los hijos e hijas de la Tierra, nuestra Madre, escuchen la canción de nuestro señor y nuestra señora, cantad todos vosotros, y mientras el sol permanezca en el cielo lamentaos junto con Cushmagar.
Una nota delicada, triste e intensa surgió de las cuerdas del arpa mientras la última palabra pronunciada por el anciano flotaba en la quietud; entonces, el sonido se transformó en un melodioso lamento con la cadencia del inquieto mar invernal. Algunos de los hombres más próximos a la mesa principal volvieron sus cabezas para que los demás no vieran las lágrimas que afluían a sus ojos, e Índigo sintió que se le contraía el corazón al reconocer algunos rostros crispados por el dolor y desfigurados por las secuelas de la enfermedad. Dreyfer, el encargado de los podencos. Angmer, el consejero y antiguo amigo de su padre. Lillyn, la doncella de su madre. La diminuta Middigane, la costurera. Los tres hijos del jefe de los mozos de cuadra con su madre, aunque a su padre no se lo veía por ninguna parte. También otros, tantos otros... Y sin embargo, aún había más que estaban ausentes, que siempre permanecerían ausentes. Entonces, como en una encrespada oleada, las voces de todos los presentes en la sala se elevaron entonando la antigua y hermosa Isla Pibroch, el lamento por los muertos. Cushmagar, la cabeza inclinada, los ciegos ojos cerrados, tocaba como si estuviera poseído, y por un momento fue como si Índigo penetrara en su mente, sintiendo las armonías que lo inundaban mientras su arpa conducía el coro. También él lloraba, bajo sus cerrados párpados; y la muchacha vio las imágenes que el anciano contemplaba: un fuerte Kalig, una serena y encantadora Imogen, unos jóvenes Kirra y Anghara segados en la flor de la vida. En otro momento pronunciaría la auténtica oración en su memoria, cuando la Madre Tierra le brindara su inspiración; hoy, Carn Caille los lloraba en la única forma que sabía, en la forma antigua, en la forma apropiada.
Los sonidos y las imágenes que se reflejaban dentro del espejo se apagaron y desaparecieron. Índigo, sobre el polvoriento camino que se extendía eternamente por el vacío y monótono paisaje, se cubrió el rostro con las manos mientras una nueva oleada de dolor y remordimiento la inundaba. No supo cuánto tiempo permaneció inmóvil e inclinada hasta que la resplandeciente criatura volvió a tocarla; pero finalmente sintió el frío contacto de su mano sobre su hombro y levantó la cabeza.
—Es hora de que nos vayamos —dijo el emisario en voz baja.
—No... —Su voz era como el lloriqueo de un niño y extendió la mano hacia el espejo cuya superficie permanecía vacía, sin reflejar nada.
—No puedes regresar, Índigo. Esta carretera te conduce a tu futuro, y debes seguirla tal y como ordena la Madre Tierra. Ven conmigo.
Se irguió despacio, vacilante. Entonces el dolor y el aturdimiento la vencieron de nuevo y se volvió hacia su compañero con las manos extendidas, suplicante.
—¡Debo tener alguna esperanza!
Por favor,
he perdido a mi familia, mi hogar, mi tierra; todo lo que conocía y amaba. Debe de haber algo para mí aún..., ¡debe de haber
algo!
El emisario la miró directamente a los ojos, y por un instante ella vio de nuevo aquella piedad que había hecho añicos las barreras de su interior. Entonces el ser extendió su mano y, aunque no lo quiso de forma consciente, Índigo descubrió que su mano se alzaba para tomar aquellos dedos extendidos.
—Aún hemos de recorrer un buen trecho, criatura —dijo el ser resplandeciente—. Te aguardan tres encuentros, y dos tendrán lugar en esta carretera. El primero no está muy lejos, y temerás ese encuentro y por un buen motivo. El segundo..., el segundo puede ser tu salvación o tu perdición, Índigo: una inspiración para tu búsqueda, y a la vez una amenaza a tu resolución.
—Y... ¿el tercero?
—El tercero está más lejano en tu futuro. Te traerá a un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio. —La mano que sujetaba la suya aflojó la presión, y el ser indicó al otro extremo de la larga y vacía carretera en dirección al nebuloso e inalterable horizonte—. Es hora de ponerse en marcha.
Índigo miró por encima de su hombro una vez más mientras el ente empezaba a alejarse. Y mientras lo miraba, el espejo que había colgado sin nada que lo sujetase sobre el polvoriento camino empezó a desvanecerse. Su contorno se estremeció, perdió nitidez; por un momento le pareció vislumbrar el rostro ciego de Cushmagar de nuevo y escuchar los ecos de un arpa y de unos cánticos, pero las imágenes desaparecieron como en un sueño, y el espejo lanzó un trémulo resplandor y se desvaneció en la nada.
Durante algunos instantes, Índigo siguió absorta en la contemplación del lugar donde había estado. Luego inclinó la cabeza y se dio la vuelta una vez más para seguir al resplandeciente emisario por la interminable y monótona carretera.
En Carn Caille las voces cantaban, y el sonido de su lamento fluía desde la sala para llenar la antigua fortaleza con su melancólica belleza. Cushmagar deseó que pudiera llegar a los lugares más remotos de las Islas Meridionales, ya que la canción era para todos aquellos que habían muerto; para cada uno de los guardabosques y pescadores, cada una de las esposas y criadas, cada uno de los niños. Aún no sabía cuántos habían sucumbido al virus más allá de los muros de Carn Caille, pero adivinaba que había muchas, muchísimas familias desconsoladas en el reino. Dentro de algunos días, cuando hubiera recuperado las fuerzas, se pondría en camino junto con otros bardos para viajar por las islas y visitar los hogares afectados y cantar las elegías por aquellos que hubieran fallecido, como era su deber. Y cuando las lamentaciones tocaran a su fin habría mucho más trabajo. Deberían reconstruirse las vidas destrozadas y también escoger un nuevo rey que se sentase en el trono de las Islas Meridionales. Cushmagar, como arpista real, tendría que presidir esta triste tarea; se sentaría a la cabecera de lo que quedaba del consejo, y se haría venir a las mujeres sabias del bosque para que añadieran sus opiniones e hicieran sus adivinaciones, y por último tendría lugar la elección. Pero por ahora el bardo conducía a su gente tan sólo con la música, y la música siguió fluyendo hasta alcanzar cada rincón de Carn Caille. Llenó la habitación que había sido de Kalig e Imogen: una habitación vacía a excepción de un aislado rayo de sol, y un caballete de pintor sobre el que reposaba la obra maestra de Breym, el pintor, cuyo cadáver yacía ahora, velado por su hermana, en otro lugar de la fortaleza. Las figuras de Kalig e Imogen, Kirra y Anghara, capturadas para siempre por los colores del artista, aparecían enmarcadas por tapices de color Índigo.
Índigo no sabía cuánto tiempo habían andado. La criatura era incansable, y también, por lo que parecía, lo era ella; no sentía la menor fatiga, sólo apatía, un vacío interior que reflejaba lo desértico del sendero y del campo que los rodeaban. Sus pies se movían, sus pulmones aspiraban aire, pero aparte de esto toda otra sensación estaba como muerta. Y la carretera no cambiaba.
Hasta que, tan a lo lejos que le costó convencerse de que no era nada más que una ilusión, vio a una figura que los aguardaba.
Su pulso se aceleró. El distante y solitario vigía resultaba incongruente, como si mancillara la interminable uniformidad de la llanura y adquiriese un aspecto en cierta forma antinatural en aquel mundo sin forma. Índigo recordó las últimas palabras del emisario, y apresuró el paso —la criatura iba un poco más adelante— para alcanzarlo.
—Alguien nos espera —dijo cuando lo alcanzó.
—Sí.
—¿Es éste el primero de los viajeros con los que nos hemos de encontrar?
—Sí. —Su compañero no le dio ninguna otra explicación y continuó por el camino, y ella no pudo hacer otra cosa que seguirlo.
Poco a poco se fueron acercando a la lejana figura, hasta que Índigo pudo ver que el viajero era humano; o al menos tenía forma humana. Una persona menuda, pensó; quizás un niño incluso..., el corazón le dio un brinco con un repentino recuerdo espontáneo, pero apartó aquel pensamiento de su mente. No aquí, con toda seguridad no en este mundo vacío. Pero sus pasos se hicieron más lentos a medida que un terrible presentimiento se apoderaba de ella, y con él una renuencia a seguir adelante.
No era
posible; sin embargo, la intuición le decía que sí lo era, que sus peores temores estaban a punto de verse espantosamente confirmados...
—La criatura.
El ser resplandeciente la miró, y ella se dio cuenta de que se había detenido.
—No..., no puedo —La voz de Índigo sonó áspera; contemplaba fijamente a la figura que los aguardaba más adelante junto al camino.
—Debes hacerlo.
—¡No! —Sintió un doloroso bloqueo en la garganta, y el suelo pareció bambolearse bajo sus pies mientras el pánico bullía en su cerebro.
—Debes hacerlo.
Sus ojos se encontraron con los del emisario, y se encontró dirigiéndose hacia adelante, obligada a moverse a pesar de su terror. Intentó protestar pero no tenía voz. Seguía su avance y entonces pudo ver lo que la esperaba, lo que había temido.