Navegante solar (18 page)

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Authors: David Brin

BOOK: Navegante solar
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—Pero... ¡ya ha sido acusado injustamente! —estalló ella—. ¡No es un condicional, y tampoco un asesino! ¡Puedo demostrarlo!

—¡Muy bien! ¿Tiene aquí la prueba?

Jacob frunció el ceño.

—¡Pero la transmisión de la Tierra dijo que era un condicional!

Ella se mordió los labios, sin querer mirarlo a los ojos.

—La transmisión era falsa.

Jacob sintió pena por ella. Ahora la psicóloga, siempre confiada, tartamudeaba y se agarraba a ideas descabelladas en medio de su shock. Era degradante. Deseó estar en cualquier otro lugar.

—¿Tiene pruebas de que el mensaje máser era mentira? ¿Puedo verlas?

Martine le miró. De repente pareció muy insegura, como si se preguntara si debía decir algo más.

—El... el equipo de esta base. ¿Llegó a ver usted el mensaje? Esa mujer... sólo nos lo leyó en voz alta. Ella y los demás odian a Pierre...

Su voz se apagó, como si supiera que su argumento era débil.

Después de todo, pensó Jacob, ¿podía la comandante haber falsificado la lectura de una transmisión sabiendo que nadie pediría verla? O, del mismo modo, ¿colocaría a LaRoque en disposición para demandarla hasta el último céntimo del dinero que había ganado en setenta años, sólo por antipatía?

¿O había estado Martine a punto de decir algo más?

—¿Por qué no se va a su habitación y descansa un poco? —dijo amablemente—. Y no se preocupe por el señor LaRoque. Necesitarán más pruebas de las que tienen ahora para acusarle de asesinato en un tribunal terrestre.

Martine dejó que la condujera hasta el ascensor. Una vez allí, Jacob se volvió. DeSilva estaba ocupada con sus hombres. Se habían llevado a Kepler. Culla permanecía cerca de Fagin, los dos destacando sobre todas las otras personas de la sala, bajo el gran disco dorado del sol.

Se preguntó, mientras se cerraban las puertas, si ésa era una buena forma de empezar un viaje.

QUINTA PARTE

La vida es una extensión del mundo físico. Los sistemas biológicos tienen propiedades únicas, pero sin embargo deben obedecer a las restricciones impuestas por las propiedades físicas y químicas del entorno y de los propios organismos. Las soluciones evolutivas para los problemas biológicos son influidas por el entorno físico-químico.

Robert E. Rlcklefs,
Ecology Chiron Press

14
EL OCÉANO MÁS PROFUNDO

Se llamó Proyecto Ícaro, el cuarto programa espacial con ese nombre y el primero para el que era adecuado. Mucho antes de que los padres de Jacob nacieran (antes del Vuelco y la Alianza, antes de la Liga de Poderes Satélites, antes incluso de la plenitud de la antigua Burocracia), la vieja abuelita NASA decidió que sería interesante lanzar sondas al Sol para ver qué sucedía.

Descubrieron que las sondas hacían algo raro cuando se acercaban: se fundían.

En el «Verano Indio» de América nada se consideraba imposible.

Los americanos estaban construyendo edificios en el espacio. ¡Una sonda más duradera no podía ser ningún problema!

Se construyeron escudos, con materiales que podían soportar presiones inauditas y cuyas superficies lo reflejaban casi todo. Campos magnéticos guiaron los difusos pero tremendamente calientes plasmas de la corona y la cromosfera para apartarlos de aquellos cascos.

Poderosos láseres de comunicación taladraron la atmósfera solar con corrientes bidireccionales de órdenes y datos.

Sin embargo, las naves robot continuaron ardiendo. Por buenos que fueran los espejos y el aislamiento, por muy regularmente que los superconductores distribuyeran el calor, las leyes de la termodinámica seguían cumpliéndose. Tarde o temprano el calor pasa de una temperatura alta a una zona donde la temperatura es menor.

Los físicos solares podrían haber seguido resignados a quemar sondas a cambio de difusos estallidos de información si Tina Merchant no hubiera ofrecido otro sistema.

—¿Por qué no refrigeran? —preguntó—. Tienen toda la energía que quieran. Pueden emplear refrigeradores para pasar el calor de una parte de la sonda a otra.

Sus colegas le respondieron que, con los superconductores, igualar el calor de modo uniforme no era ningún problema.

—¿Quién habla de hacerlo de modo uniforme? —respondió la Bella de Cambridge—. Deberían coger todo el calor sobrante de la parte de la nave donde están los instrumentos y lanzarlos a otra parte donde no estén.

—¡Y esa parte arderá! —dijo un colega.

—Sí, pero podemos hacer una cadena de esos «vertidos de calor» —dijo otro ingeniero, algo más optimista—. Y luego podemos tirarlos, uno a uno...

—No, no comprenden. —La triple ganadora del Nobel se acercó a la pizarra y dibujó un círculo, y luego otro dentro.

— ¡Aquí! —Señaló el círculo interior—. Metan aquí su calor hasta que, en poco tiempo, esté más caliente que el plasma ambiental fuera de la nave. Luego, antes de que pueda causar daño aquí dentro, lo lanzan a la cromosfera.

—¿Y cómo espera hacer eso? —preguntó un reputado físico.

Tina Merchant sonrió como si casi pudiera ver el Premio de Astronáutica junto a ella.

—¡Cómo me sorprenden todos ustedes! —dijo—. ¡Tienen a bordo comunicaciones láser con una temperatura de millones de grados!

¡Úsenlo!

Comenzó la era de la Batisfera Solar. Flotando en parte por fuerza ascensional y en parte por equilibrio sobre el impulso de sus refrigeradores láser, las sondas aguantaban durante días, semanas, escrutando las sutiles variaciones del sol, que producía los climas en la Tierra.

Esa era llegó a su fin con el Contacto. Pero pronto nació un nuevo tipo de Nave Solar.

Jacob pensó en Tina Merchant. Se preguntó si la gran dama se sentiría orgullosa, o simplemente divertida, si se encontrara en la cubierta de una Nave Solar y surcara tranquilamente las peores tempestades de esta estrella irascible. Podría haber dicho «¡Desde luego!». ¿Pero cómo podría haber sabido que una ciencia alienígena tendría que sumarse a la suya propia para que los hombres surcaran esas tormentas?

A Jacob, la mezcla no le inspiraba ninguna confianza.

Sabía, por supuesto, que con esta nave se habían hecho un par de docenas de descensos con éxito. No había ningún motivo para pensar que este viaje fuera a ser peligroso.

Excepto que otra nave, la réplica a escala de ésta, había fallado misteriosamente sólo tres días antes.

La nave de Jeff era ahora probablemente una nube vagabunda de fragmentos disueltos y gases ionizados esparcidos a través de millones de kilómetros cúbicos en el maelstrom solar. Jacob intentó imaginar las tormentas de la cromosfera tal como el científico chimpancé las había visto en el último instante de su vida, sin la protección de los campos de espacio-tiempo.

Cerró los ojos y se los frotó suavemente. Había estado contemplando el sol, sin apenas parpadear.

Desde su punto de observación, en uno de los sofás situados en la cubierta, podía ver casi un hemisferio completo del sol. La mitad del cielo estaba ocupada por una pelota filamentosa que giraba lentamente, llena de suaves rojos, negros y blancos. Bajo la luz de hidrógeno, todo brillaba con tonos escarlata; el débil y delicado arco de una prominencia, recortado contra el espacio en el borde de la estrella; las oscuras y retorcidas bandas de filamentos; y las manchas solares, hundidas y negruzcas, con sus profundidades umbrías y sus flujos en penumbra.

La topografía del sol tenía una variedad y una textura casi infinitas.

Desde destellos demasiado rápidos para que el ojo los captara, hasta giros leves y majestuosos, todo cuanto podía ver estaba en movimiento.

Aunque los rasgos principales cambiaban poco de una hora a la siguiente, Jacob podía distinguir incontables movimientos menores. Los más rápidos eran las pulsaciones de bosques de altas y estiradas «espículas» en torno a los bordes de las grandes células moteadas. Las pulsaciones tenían lugar en cuestión de segundos. Sabía que cada espícula cubría miles de kilómetros cuadrados.

Jacob había pasado un buen rato en el telescopio de la parte invertida de la Nave Solar, contemplando cómo las espículas fluctuantes de plasma supercalentado salían de la fotosfera como rápidas oleadas, liberándose de las grandes olas de sonido y materia gravitatoria del sol que componían la corona y el viento solar.

Dentro de los límites de las espículas, las grandes células granuladas latían en complicados ritmos mientras el calor de abajo terminaba su viaje de un millón de años para escapar súbitamente en forma de luz.

Éstas se agrupaban a su vez en gigantescas células, cuyas oscilaciones eran los modelos básicos del sol casi perfectamente esférico, el sonido de una campana estelar.

Por encima de todo, como un ancho mar rugiendo sobre el suelo oceánico, se encontraba la cromosfera.

La analogía podía ser exagerada, pero se podía pensar que las turbulentas zonas situadas sobre las espículas eran arrecifes de coral, y las hileras de filamentos deshilachados que seguían a todas partes los caminos de los campos magnéticos, como lechos de algas que se mecían suavemente con la marea. ¡No importaba que cada arco rosado tuviera muchas veces el tamaño de la Tierra!

Una vez más, Jacob apartó los ojos de la esfera ardiente. Voy a ser un completo inútil si sigo mirando de esta forma, pensó. Me pregunto cómo lo resisten los demás.

Todo el suelo de observación era visible desde su posición, a excepción de una pequeña sección al otro lado de la cúpula en el Centro.

Una abertura en un lado de la cúpula central permitió que la luz entrara en la cubierta. En ella apareció la silueta de un hombre, seguido de una mujer alta. Jacob no tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran para conocer los contornos de la comandante deSilva.

Helene sonrió mientras se acercaba y se sentó con las piernas cruzadas junto a él.

—Buenos días, señor Demwa. Espero que haya dormido bien esta noche. Será un día agotador.

Jacob se echó a reír.

— Es la tercera vez que habla como si aquí existiera la noche. No me voy a creer que tenemos un bello amanecer. —Señaló al sol, que cubría la mitad del cielo.

—La rotación de la nave para crear ocho horas de noche permite una oportunidad de dormir —dijo ella.

—No tenía por qué molestarse. Puedo dormir en cualquier momento. Es mi cualidad más valiosa.

La sonrisa de Helene se amplió.

—No fue ninguna molestia. Pero, ya que lo menciona, siempre ha sido una tradición de los helionautas rotar la nave una vez antes del descenso final y decir que es de noche.

—¿Ya tienen tradiciones? ¿Después de sólo dos años?

—¡Oh, esta tradición es mucho más antigua! Se remonta a la época en que nadie podía imaginar otra forma de visitar el sol más que... —Hizo una pausa.

Jacob se echó a reír en voz alta.

—¡Más que hacerlo de noche, cuando no hace tanto calor!

— ¡Lo acertó!

—Elemental, mi querido Watson.

Ahora fue ella la que se echó a reír.

—De hecho, estamos creando una sensación de tradición entre los que hemos bajado a Helios. Tenemos el Club de los Tragafuegos. Ya le iniciarán en Mercurio. Desgraciadamente, no puedo decirle en qué consiste la iniciación... ¡pero espero que sepa nadar!

—No veo ningún lugar dónde esconderme, comandante. Me sentiré orgulloso de convertirme en un tragafuegos.

—¡Bien! Y no olvide que todavía me debe esa historia sobre cómo salvó a la Aguja Finnilia. Nunca le he dicho cuánto me alegré al ver esa monstruosidad cuando regresó la Calypso, y quise conocer al hombre que la conservó.

Jacob miró más allá de la comandante de la Nave Solar. Por un momento le pareció oír el ulular del viento, y a alguien llamando... una voz gritando palabras indescifrables mientras caía... Se estremeció.

—Oh, se la reservaré. Es demasiado personal para contarla en una de esas reuniones de anécdotas. Hubo otra persona implicada en la salvación de las agujas, alguien de quien tal vez le guste oír hablar.

Había algo en la expresión de Helene deSilva, algo compasivo, que implicaba que ya sabía lo que le había sucedido en Ecuador, y que le dejaría hablar de ello a su tiempo.

—Lo espero ansiosamente. Y ya sé qué voy a contarle. Trata de los pájaros cantores de Omnivarium. Parece que el planeta es tan silencioso que los colonos humanos tienen que tener mucho cuidado de que los pájaros no empiecen a imitar cualquier ruido que hagan. ¡Esto tiene un interesante efecto en las costumbres de apareamiento de los colonos, sobre todo entre las mujeres, dependiendo de que quieran anunciar las «habilidades» de su compañero a la antigua usanza o ser discretas!

»Pero ahora debo volver a mi trabajo. Y desde luego no quiero revelar toda la historia. Ya le avisaré cuando lleguemos a la primera turbulencia.

Jacob se puso en pie con ella y se quedó mirándola mientras se dirigía a la estación de mando. Medio sumergido en la cromosfera solar era probablemente un lugar extraño para maravillarse por la forma en que andaba una mujer, pero hasta que ella no desapareció de la vista no sintió ningún deseo de apartar los ojos. Admiraba la flexibilidad que los miembros del cuerpo interestelar inculcaban a sus extremidades.

Era probable que ella lo hiciera a propósito. Cuando no interfería con su trabajo, estaba claro que Helene deSilva cultivaba la libido como hobby.

No obstante, había algo extraño en su conducta hacia él. Parecía confiar en Jacob más de lo que se merecía por las pequeñas contribuciones que había hecho en Mercurio y en sus pocas conversaciones amistosas. Tal vez perseguía algo, aunque no podía imaginar qué.

Por otro lado, tal vez la gente intimaba de forma más natural cuando ella abandonó la Tierra para hacer el gran Salto en la Calypso. Una persona educada en una Colonia O'Niel, en un período de introspección causado por el empobrecimiento político, podría estar más dispuesta a confiar en sus instintos que un hijo de la individualista Confederación.

Se preguntó qué le habría dicho Fagin sobre él.

Jacob se dirigió a la cúpula central, cuya pared exterior contenía un pequeño cubículo.

Al salir se sintió mucho más despierto. Al otro lado de la cúpula, junto a las máquinas de comida y bebida, encontró a la doctora Martine y a los dos alienígenas bípedos. Ella le sonrió, y los ojos de Culla resplandecieron de amistad. Incluso Bubbacub gruñó un saludo a través de su vodor.

Pulsó los botones para pedir un zumo de naranja y una tortilla.

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