Navegante solar (7 page)

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Authors: David Brin

BOOK: Navegante solar
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Jacob sabía que debería sentir más. Las estrellas vistas desde el espacio deberían ser más misteriosas, más... «filosóficas».

Una de las cosas que mejor podía recordar sobre su adolescencia era el rugido asolopsístico de las noches estrelladas. No se parecía en nada a la sensación oceánica que ahora conseguía a través de la hipnosis. Era como sueños medio recordados de otra vida.

Encontró a Bubbacub, Fagin y al doctor Kepler en la cubierta principal. Kepler le invitó a unirse a ellos.

El grupo estaba reunido alrededor de un puñado de cojines junto a las portillas. Bubbacub llevaba con él una copa de algo que parecía desagradable y olía mal. Fagin caminaba despacio, retorciéndose sobre sus raíces, sin llevar nada encima.

El grupo de portillas que corrían por la curvada periferia de la nave quedaba interrumpido por un gran disco circular, como un ventanal redondo y gigantesco, que tocaba suelo y techo. La parte lisa se alzaba un palmo en la sala. Lo que había dentro quedaba oculto tras un panel.

—Nos alegramos de que lo consiguiera —ladró Bubbacub a través de su vodor. Estaba tendido en uno de los cojines y, tras decir esto, metió el hocico en la copa que llevaba e ignoró a Jacob y a los demás.

Jacob se preguntó si el pil intentaba ser sociable, o si ése era su encanto natural.

Consideraba a Bubbacub masculino, aunque no tenía ni idea de su auténtico género. Aunque Bubbacub no llevaba ropas, aparte del vodor y una bolsita, lo que Jacob podía ver de la anatomía del alienígena sólo servía para confundirle. Había aprendido, por ejemplo, que los pila era ovíparos y no amamantaban a sus crías. Pero una fila de algo que parecían tetillas le corría como una hilera de botones de la garganta a la entrepierna. Ni siquiera podía imaginar cuál era su función. La Red de Datos no las mencionaba. Jacob había pedido a la Biblioteca un sumario más completo.

Fagin y Kepler hablaban sobre la historia de las naves solares. La voz de Fagin sonaba ahogada porque su follaje superior y su aparato fonador rozaban contra los paneles a prueba de sonido del techo.

(Jacob esperó que el kantén no tuviera tendencia a la claustrofobia.

Pero, de todas formas, ¿a qué temían los vegetales? A que se los comieran, supuso. Se preguntó por las conductas sexuales de una raza que para hacer el amor precisaba unos intermediarios parecidos a abejas domesticadas.)

—¡Entonces, esas magníficas improvisaciones, sin la menor ayuda exterior, les permitieron llevar paquetes de instrumentos hasta la misma fotosfera! —decía Fagin—. ¡Es de lo más impresionante y me maravillo, tras los años que llevo aquí, de no haberme enterado de esta aventura de su período anterior al Contacto!

Kepler sonrió.

—Debe comprender que el proyecto batisfera fue sólo... el principio, muy anterior a mi época. Cuando se desarrolló la propulsión láser para las naves anteriores al Contacto interestelar, pudieron lanzar naves robots capaces de gravitar y, por la termodinámica de usar un láser de alta temperatura, expulsar el exceso de calor y enfriar el interior de la sonda.

—¡Entonces les faltaba poco para enviar hombres!

Kepler sonrió tristemente.

—Bueno, tal vez. Se hicieron planes. Pero enviar seres vivos al sol y hacerlos regresar implicaba algo más que calor y gravedad. ¡El peor obstáculo eran las turbulencias!

»Sin embargo, habría sido magnífico ver si habríamos podido resolver el problema. —Los ojos de Kepler brillaron durante un momento—. Se hicieron planes, sí.

—Pero entonces, la Vesarius encontró naves timbrimi en Cygnus —dijo Jacob.

—Sí. Por eso nunca lo averiguamos. Los planes fueron descartados cuando yo no era más que un chiquillo. Ahora están obsoletos. Y es probable que se hubieran producido pérdidas inevitables, incluso muertes, si se hubieran llevado a cabo sin estasis... El control del flujo temporal es ahora la clave del Navegante Solar, y desde luego no me quejo de los resultados.

La expresión del científico se ensombreció de repente.

—Es decir, hasta ahora.

Kepler guardó silencio y miró la alfombra. Jacob lo observó un instante, luego se cubrió la boca y tosió.

—Ya que estamos en el tema, he advertido que no hay ninguna mención de los Espectros Solares en la Red de Datos, ni en la Biblioteca siquiera... y yo tengo un permiso 1-AB. Me preguntaba si podría prestarme algunos de sus informes sobre el tema para que los estudie durante el viaje.

Kepler apartó la mirada, nervioso.

—No estábamos preparados para dejar que los datos salieran todavía de Mercurio, señor Demwa. Hay consideraciones políticas en el descubrimiento que, uh, retrasarán su puesta al día hasta que lleguemos a la base. Estoy seguro de que todas sus preguntas serán respondidas allí. —Parecía realmente tan avergonzado que Jacob decidió olvidar el asunto por el momento. Pero no era una buena señal.

—Me tomo la libertad de añadir un fragmento de información —dijo Fagin—. Ha habido otra inmersión desde nuestra reunión, Jacob, y nos han dicho que en esa inmersión sólo se han observado las primeras y más prosaicas especies de solarianos. No la segunda variedad que tantas preocupaciones ha causado al doctor Kepler.

Jacob estaba todavía confundido por las apresuradas explicaciones que había dado Kepler de los dos tipos de criaturas solares observadas hasta el momento.

—¿Ese tipo era el herbívoro?

—¡Herbívoro no! —intervino Kepler—. Magnetóvoro. Se alimenta de la energía de los campos magnéticos. Es fácil de comprender ese tipo, pero...

—¡Interrumpo! Con el más solemne deseo de ser perdonado por la intrusión, insto a la discreción. Se acerca un desconocido.

Las ramas superiores de Fagin rozaron el techo.

Jacob se volvió hacia la puerta, un poco molesto porque había algo capaz de hacer que Fagin interrumpiera la frase de otro. Advirtió con tristeza que esto era otro signo de que se había metido en una tensa situación política, y seguía sin conocer las reglas.

No oigo nada, pensó. Entonces Pierre LaRoque apareció en la puerta, con una copa en la mano y su rostro siempre florido todavía más ruborizado. La sonrisa inicial del hombre se hizo mayor al ver a Fagin y a Bubbacub. Entró en la sala y dio a Jacob un jovial golpecito en la espalda, insistiendo en que debía ser presentado ahora mismo.

Jacob reprimió un gesto de indiferencia.

Realizó las presentaciones muy despacio. LaRoque estaba impresionado, y se inclinó profundamente ante Bubbacub.

— ¡Ab-Kisa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber! Y dos pupilos, ¿qué eran, Demwa? ¿Jello y algo? ¡Me siento muy honrado de conocer a un sofonte de la línea soro en persona! ¡He estudiado el lenguaje de sus antepasados, quienes tal vez algún día demuestren que también son los nuestros! ¡La lengua soro es similar a la protosemítica, y también al protobantú!

Los cilios de Bubbacub se agitaron sobre sus ojos. El pil, a través de su vodor, empezó a dar voz a un discurso complicado, aliterativo e incomprensible. Entonces las mandíbulas del alienígena chascaron y pudo oírse un gruñido agudo, medio ampliado por el vodor.

Desde detrás de Jacob, Fagin respondió con su lengua chascante.

Bubbacub se volvió hacia él con los ojos negros encendidos mientras respondía con un gruñido, agitando un brazo rechoncho en dirección a LaRoque. La chirriante respuesta del kantén provocó un escalofrío en Jacob.

Bubbacub se dio la vuelta y salió de la sala sin decir nada más a los humanos.

Durante un instante de aturdimiento, LaRoque no dijo nada.

Entonces miró a Jacob, sorprendido.

—¿Qué es lo que he hecho, por favor?

Jacob suspiró.

—Tal vez no le guste que le llame primo suyo, LaRoque. —Se volvió hacia Kepler para cambiar de tema. El científico contemplaba la puerta por la que se había marchado Bubbacub.

—Doctor Kepler, si no tiene ningún dato específico a bordo, tal vez podría prestarme algunos textos básicos de física solar y alguna información histórica sobre el proyecto Navegante Solar.

—Con mucho gusto, señor Demwa. Se los enviaré antes de la cena —dijo Kepler, aunque su mente parecía estar en otra parte.

—¡Yo también! —chilló LaRoque—. Soy periodista acreditado y solicito el informe de su infausta empresa, señor director.

Tras un momento de vacilación, Jacob se encogió de hombros. Que se lo entregara a LaRoque.

El desprecio puede ser confundido fácilmente con la resistencia.

Kepler sonrió, como si no hubiera oído.

—¿Perdone?

—¡La gran fantasía! ¡Ese «Proyecto Navegante Solar» suyo, que usa dinero que podría ir destinado a la recuperación de los desiertos de la Tierra, o a una Biblioteca mayor para nuestro mundo!

»¡La vanidad de este proyecto, estudiar lo que nuestros superiores entendían perfectamente antes de que fuéramos simios!

—Verá usted, señor. La Confederación ha subvencionado esta investigación... —Kepler se puso rojo.

—¡Investigación! ¡Pérdida de tiempo es lo que es! ¡Investigan ustedes lo que ya está en las Bibliotecas de la Galaxia, y nos avergüenzan a todos haciendo que los humanos parezcamos bobos!

—LaRoque... —empezó a decir Jacob, pero el hombre no se callaba.

—¡Y vaya con su Confederación! ¡Encierran a los Superiores en reservas, como los antiguos indios americanos! ¡Impiden que la gente tenga acceso a la Sucursal de la Biblioteca! ¡Permiten que continúe este absurdo del que todos se ríen, esa proclamación de inteligencia espontánea!

Kepler retrocedió ante la vehemencia de LaRoque. El color se borró de su cara y tartamudeó.

—Yo... n-no creo...

—¡LaRoque! ¡Basta!

Jacob lo agarró por el hombro y lo acercó para susurrarle urgentemente al oído.

—Vamos, hombre, no querrá avergonzarnos a todos delante del venerable kantén Fagin, ¿verdad?

LaRoque puso una expresión de asombro. Por encima del hombro de Jacob, el follaje superior de Fagin se agitaba ruidosamente. Por fin, LaRoque bajó la mirada.

El segundo momento de embarazo debió ser suficiente para él.

Murmuró una disculpa al alienígena, y tras mirar fríamente a Kepler se marchó.

—Gracias por los efectos especiales, Fagin —dijo Jacob después de que LaRoque se hubo ido.

Fagin contestó con un silbido, corto y grave.

5
REFRACCIÓN

A cuarenta millones de kilómetros, el sol era un infierno en cadena. Ardía en el negro espacio, sin ser ya el brillante punto que veían los niños de la Tierra y evitaban inconscientes con los ojos. Su atracción se extendía a millones de kilómetros. Compulsivamente, uno sentía la necesidad de mirar, pero ceder a ella era peligroso.

Desde la Bradbury, tenía el tamaño aparente de una moneda colocada a un palmo del ojo. El espectro era demasiado brillante para poder soportarlo. Captar «un atisbo» de aquel orbe, como se hacía a veces en la Tierra, provocaría ceguera. El capitán ordenó que polarizaran las pantallas protectoras de la nave y sellaran las portillas de observación.

La ventanilla Lyot de la cubierta no estaba cerrada, para que los pasajeros pudieran examinar al dador de vida sin sufrir daños.

Jacob se paró delante de la ventana redonda cuando hizo una última excursión nocturna a la máquina de café, medio despierto tras haber dado una cabezada en su diminuto camarote. Se quedó mirando durante varios minutos, con el rostro inexpresivo, sólo consciente a medias, hasta que una voz susurrante le sacó de su ensimismamiento.

—Eshta esh la forma en que she ve shu shol deshde el afelio de la órbita de Mercurio, Jacob.

Culla estaba sentado ante una de las mesitas del vestíbulo tenuemente iluminado. Tras el alienígena, sobre una fila de máquinas expendedoras, un reloj de pared anunciaba las 04.30 con números brillantes.

La voz soñolienta de Jacob sonó pastosa en su garganta.

—¿Tan... ejem, tan cerca estamos ya?

Culla asintió.

—Shí.

Asomaron las cuchillas de los labios del alienígena. Sus grandes labios plegados se arrugaban y dejaban escapar un silbido cada vez que intentaba pronunciar la «s». Con aquella tenue luz, sus ojos reflejaban el brillo rojo del ventanal.

—Shólo nosh quedan otrosh dosh díash para llegar —dijo el alienígena. Tenía los brazos cruzados sobre la mesa. Los pliegues sueltos de su túnica plateada cubrían la mitad de la superficie.

Jacob, tambaleándose un poco, se volvió para mirar la portilla. El orbe solar se agitó ante sus ojos.

—¿She encuentra bien? —preguntó el pring ansiosamente.

Empezó a levantarse.

—Sólo me siento un poco aturdido. —Jacob alzó una mano—. No he dormido lo suficiente. Necesito un café.

Se dirigió a las máquinas expendedoras, pero a la mitad del camino se detuvo, se volvió y contempló de nuevo la imagen del horno solar.

— ¡Es rojo! —gruñó, sorprendido.

—¿Le explico por qué mientrash trae shu café? —preguntó Culla.

—Sí. Por favor. —Jacob se volvió hacia la oscura fila de expendedores de comida y bebida, buscando una máquina de café.

—La ventanilla Lyot shólo permite la luz en forma monocromática —dijo Culla—. Eshtá hesha de mushash placash redondash; algunosh polarizadoresh y algunosh retardantesh de luz. Giran unosh con reshpecto a otrosh para shintonizar con la longitud de onda que she permite pashar.

»Esh un aparato muy delicado e ingeniosho, aunque bashtante obsholeto para los nivelesh galácticosh... como uno de los relojesh «zuizosh» que algunosh humanosh aún llevan en eshta era electrónica. Cuando shu gente se acoshtumbre a la Biblioteca eshoh... ¿Rube Goldbersh? sherán arcaicosh.

Jacob se inclinó para contemplar la máquina más cercana. Parecía una máquina de café. Había un panel transparente, y tras él una pequeña plataforma con una rejilla de metal en el fondo. Si pulsaba el botón adecuado, aparecería una tacita de plástico en la plataforma y luego, de alguna arteria mecánica, surgiría un chorro del amargo brebaje negro que quedara.

Mientras la voz de Culla zumbaba en sus oídos, Jacob profería algunas palabras amables.

—Aja, aja... sí, ya veo.

Observó la máquina con ansiedad. ¡Ahora! ¡Un zumbido y un chasquido! ¡Ahí está la taza! Ya... ¿pero qué es esto?

Una gran píldora amarilla y verde cayó en la taza.

Jacob alzó el panel y la recogió. Un segundo más tarde un chorro de líquido caliente cayó en el espacio vacío donde estaba la taza, desapareciendo por el desagüe de abajo.

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