—Ven —le dijo en voz baja.
Fanny se puso en guardia. No sabía muy bien qué quería. Se sentó prudentemente a cierta distancia.
—Eres tan guapa, ¿lo sabes? —dijo suavemente.
Se acercó más a ella. Le tomó la mano y comenzó a jugar con sus dedos. No se atrevía casi a mirarlo. Él le puso una mano en la pierna. Sentía su calor y su peso a través de la tela de los vaqueros.
La dejó allí encima totalmente quieta.
—Eres tan guapa —repitió zalamero.
Le agarró con suavidad un mechón de pelo.
—Y tienes un pelo tan bonito, negro, brillante y fuerte.
Se echó hacia atrás y la miró fijamente.
—Tu cuerpo… es tan perfecto. ¿Sabes que eres muy
sexy
?
Se sintió angustiada e incómoda y no consiguió articular palabra. Nadie le había dicho jamás nada parecido.
De pronto la atrajo hacia sí y la besó. Ella no sabía qué hacer, permaneció inmóvil. La cabeza le daba vueltas por el vino. Sus labios presionaron los de ella con más fuerza e intentaba abrirle la boca con la lengua. Le dejó hacer. Sus manos empezaron a abrirse camino por debajo del jersey, buscando sus pechos. Fanny sintió su peso cuando se inclinó sobre ella. Entonces su mano le alcanzó un pecho. Se asustó de la reacción del hombre. Gemía y suspiraba. Se volvió más violento, tiró hasta quitarle el sujetador. Su lengua no paraba de darle vueltas en la boca. De pronto, lo vio más claro que el agua. Todo lo que sabía era que tenía que salir de allí.
—Espera —probó—. Espera.
Parecía como si no oyera, siguió tirando tratando de quitarle la ropa.
—Espera un momento. Tengo que ir al baño —dijo para que parara.
—Pero si sólo voy a tocarte un poco —le rogó.
—Sí, pero suéltame, por favor.
Se quedó quieto con las manos en la espalda de ella. Estaban sudorosas, todo él estaba sudoroso. Se quedaron quietos un rato y ella oyó que respiraba agitadamente.
Entonces aflojó los brazos. Parecía que iba a desistir.
La alejó un poco de sí y sus ojos se detuvieron en sus pechos.
—¿Te das cuenta de lo guapa que eres? —le dijo en voz baja—. ¿Qué haces conmigo?
Empezó a tocarla de nuevo. Con más dureza, esta vez.
—No —protestó Fanny—. No quiero.
—Sólo un poco, no pido tanto.
La echó en el sofá, le bajó la cremallera, agarró los vaqueros con mano decidida y se los quitó de un tirón. Le quedaban tan estrechos que las bragas salieron al mismo tiempo. Estaba desnuda del todo y se dio cuenta de que no tenía ninguna posibilidad. Dejó de luchar en contra, se quedó quieta. Él presionaba para abrirle las piernas.
Entonces empezó a llorar.
—No quiero —gritaba—. ¡Déjame! ¡Déjame!
Súbitamente fue como si él hubiera vuelto en sí. La soltó.
Cuando la llevó a casa no dijo nada en todo el camino. Ella tampoco.
En la actualidad
A
unque no se lo esperaba, Emma accedió a quedar con él para almorzar. La entrevista con el gobernador ya estaba lista, lo cual significaba tiempo libre el resto del día. No volaba a Estocolmo hasta el día siguiente.
Habían quedado en verse en la habitación de su hotel. Ella no se atrevía a quedar en otro sitio.
Llamó Grenfors para hablarle del trabajo que había que hacer en Estocolmo, lo cual le pareció que estaba completamente fuera de lugar.
Después de la conversación se sentó en un sillón y miró el reloj. Quedaban veinte minutos para que llegara Emma. ¿No debería pedir ya la comida, y así ya estaba resuelto? Eso sería lo mejor, si iba rápido tendrían más tiempo para ellos. Echó mano del menú, se le hacía la boca agua a medida que iba leyendo: tostada, ensalada César y lenguado sobre fondo de espinacas por doscientas coronas, una locura. Hamburguesa con
pommes frites
de la casa, ¿no podían escribir directamente patatas fritas?
¿Qué le gustaba a Emma, qué comía? Gambas, marisco; no, sopa de pescado no. Pasta
bolognese
, un eufemismo de los simples espaguetis de siempre con salsa de carne. Tenía que ser algo ligero, pero no demasiado. A lo mejor tenía mucha hambre. ¿Y una tortilla?
Estaba empezando a sudar, tenía que darle tiempo a ducharse. Sin haberse decidido, marcó el número del servicio de habitaciones. ¿Qué me recomiendan? ¿Que vaya rápido, esté bueno, no resulte pesado y no sea demasiado caro? Albóndigas con salsa de nata y arándanos rojos, está bien, no muy exquisito, quizá, pero qué demonios.
Pidió dos raciones y se quitó la ropa. Quedaba un cuarto de hora. ¿Llegaría a tiempo la comida o se verían interrumpidos en medio de su anhelado encuentro? Anhelado por su parte, claro, por lo que se refería a ella, no sabía nada. ¿Y si hubiera accedido a verlo sólo para romper definitivamente?
Cuando salió de la ducha, llamaron a la puerta. No, no fastidies. Quería que le diera tiempo a vestirse, arreglarse el pelo y echarse un poco de loción. Se detuvo. ¿Y si era la comida? Se acercó con sigilo hasta la puerta, mientras el agua del cuerpo y del pelo le goteaba.
—¿Sí?
—El servicio de habitaciones —respondió una voz al otro lado. El alivio fue impresionante. ¿Por qué vivía aquello como si fuera cosa de vida o muerte?
La camarera empezó a poner la mesa. No, no, no hace falta, gracias. No tenía propina a mano, sólo llevaba puestos los calzoncillos con una minúscula toalla delante, a modo de escudo protector. Quedaban dos minutos. Se puso rápidamente los pantalones y un jersey limpio. Eran las doce y diez y ella no había llegado. Estaba a punto de sufrir otro ataque de pánico; ¿y si no venía? ¿Se habría perdido algún mensaje? El móvil estaba encima de la mesa. No, no había ningún mensaje. Tenía que venir, maldita sea. Vio su imagen reflejada en el espejo, pálido, desvalido, abandonado a sus tempestuosos sentimientos y a la desesperación que indefectiblemente iba a anegarlo en el caso de que ella se hubiera arrepentido.
Llamaron a la puerta. Respiró tan profundamente que vio las estrellas. Meneó la cabeza: ¡era como si no pudiera tener control sobre su propia vida!
Le parecía irreal verla allí en el pasillo. Con los ojos negros y las mejillas sonrosadas parecía descaradamente saludable y maravillosa. Le sonrió y eso fue suficiente para que el suelo se hundiera bajo sus pies.
—Mmm, qué bien huele. A albóndigas —dijo sin mayor entusiasmo.
¿Cómo podía ser tan rematadamente tonto? Invitar a una maestra a albóndigas, eso lo comería casi a diario en la escuela. Qué idiota. Se sentaron a la mesa.
—¿Quieres una cerveza?
—Sí, gracias.
Qué situación tan absurda. Allí estaban los dos, cada uno con su plato de comida, en la habitación de un hotel, con el cielo gris fuera, la primera vez que se veían a solas en casi un mes. Emma había ganado un poco de peso, constató. Le sentaba bien.
—¿Qué tal estás?
La pregunta parecía tan artificiosa como las flores de tela que había sobre la mesa.
—Bien, gracias —replicó Emma sin levantar la vista de la comida—. ¿Y tú?
—Regular.
Las albóndigas le crecían dentro de la boca.
Silencio.
Levantaron la vista del plato al mismo tiempo y acabaron de masticar descansando la mirada en los ojos del otro.
—La verdad es que me siento fatal —confesó Johan.
—Yo también.
—Pésimamente mal, de hecho. Me siento mareado todo el tiempo.
—A mí me pasa lo mismo, es como si tuviera ganas de vomitar constantemente.
—Todo está podrido.
—Completamente podrido —afirmó ella sonriendo con los ojos.
Los dos soltaron una carcajada que murió igual de rápido. Emma tomó otro bocado.
Johan se inclinó hacia delante, impaciente ahora.
—Es como si sólo estuviera viva la mitad de mí. Ya sabes, uno hace todas las cosas habituales que tiene que hacer. Levantarse de la cama por la mañana, desayunar, ir al trabajo, pero es como si nada fuera real. Como si todo ocurriera en otra parte. Yo creo todo el tiempo que todo se va a arreglar, pero eso no pasa nunca.
Ella se pasó con delicadeza la servilleta por la boca y se levantó de la mesa. Tenía la cara seria. Johan sólo podía permanecer quieto. Emma tiró despacio de él hasta hacer que se levantara de la silla. Eran casi igual de altos. Lo rodeó con sus brazos, lo besó en la nuca. Él sintió su cálido aliento en la oreja.
El cuerpo fuerte y firme de ella contra el suyo. Se desplomaron en la cama y ella se apretó contra su cuerpo, con las piernas entrelazadas, y se abrazaron desesperadamente el uno al otro. Su boca era blanda y cálida, su pelo olía a manzana. Sintió que le escocían las lágrimas en el interior de los párpados. Estrecharla en sus brazos era como llegar a casa.
En realidad no sabía lo que hacía, ni lo que hacía ella, simplemente no quería que aquello terminara.
E
fectivamente, de la Policía Nacional mandaron a Martin Kihlgård. Lo acompañaba Hans Hansson, delgado y discreto comparado con su vocinglero colega. Los compañeros de la Brigada de Homicidios dieron la bienvenida a Kihlgård con los brazos abiertos. Era un hombretón que nunca podía ir vestido decentemente, pero era un policía de reconocida competencia. Le dieron un sinfín de palmaditas en la espalda y apretones de manos. Karin le dio un abrazo tan largo que Knutas sintió un aguijonazo de la vieja irritación que había experimentado el verano anterior. Ellos dos se habían caído tan bien que se sentía celoso, aunque nunca lo reconocería en voz alta. Kihlgård era como un oso grande, pero era evidente que a Karin le agradaba su extrovertida personalidad.
Cuando vio a Knutas su sonrisa bonachona se intensificó.
—Pero, hombre, Knutte —gritó cordialmente, dándole unas palmadas en los hombros—. ¿Qué tal, viejo amigo?
«Habla como el capitán Haddock de los tebeos de Tintín», pensó Knutas mientras respondía a su sonrisa. Le fastidiaba mucho que Kihlgård, sin venir a cuento, lo llamara Knutte.
Se sentaron en el despacho de Knutas y empezaron a repasar el caso. No pasaron ni diez minutos antes de que Kihlgård empezara a hablar de la comida.
—¿No vamos a almorzar?
—Sí, claro, ya va siendo la hora —respondió Karin de inmediato—. ¿No podríamos ir a comer a Klostret? El dueño es amigo de Anders, dan muy bien de comer —explicó volviéndose hacia los dos policías de Estocolmo.
—Eso suena divinamente —rugió Kihlgård—. Tú te encargas de que nos den una buena mesa, ¿de acuerdo, Knutte?
Después de todo, el almuerzo resultó agradable. Leif les reservó una mesa junto a la ventana, con vistas sobre las ruinas de Sankt Per. Hans Hansson no había estado nunca en Gotland y quedó impresionado.
—Esto es aún más bonito que en las fotografías que he visto. Vivís en una auténtica ciudad de ensueño, espero que sepáis valorarlo.
—Normalmente, uno no piensa mucho en ello, la verdad —sonrió Karin—. Pero cuando viajas a la Península te vuelves más consciente. De regreso a Gotland te das cuenta de lo bonita que es.
—A mí me ocurre lo mismo —afirmó Knutas—. Me costaría mucho vivir en otro lugar.
Disfrutaron del cordero asado con gratinado de tubérculos. Kihlgård no tenía tiempo de hablar mientras comía, salvo en una ocasión, para pedir más pan. Knutas recordó el apetito aparentemente insaciable de su colega. Aquel hombre se pasaba el día comiendo, a todas horas.
El restaurante estaba decorado en estilo rústico, con velas y manteles de hilo en las mesas. Ahora que el tiempo era triste y frío, aquel ambiente resultaba magnífico. Leif les ofreció un café con la tarta de chocolate especialidad de la casa y se sentó con ellos un momento.
—¡Qué agradable ver nuevas caras! ¿Se van a quedar mucho tiempo aquí?
—Ya veremos —dijo Kihlgård—. Muy buena, realmente, la tarta.
—Volved cuando queráis. Siempre nos alegra la llegada de nuevos clientes.
—Me imagino que será duro en invierno.
—Sí, es difícil estar al frente de un restaurante que abre todo el año. Pero va bien, de momento. Venga, ya no os molesto más.
Leif se levantó y abandonó la mesa.
—Ya hemos dado un repaso a la vida y milagros de Dahlström, pero ¿cuál es la situación de los alcohólicos aquí en la isla, en general? —quiso saber Kihlgård—. ¿Cuántos hay, por ejemplo?
—Me atrevería a decir que rondará la treintena el grupo de alcohólicos empedernidos, es decir, los que sólo se dedican a beber y no tienen ningún trabajo —explicó Karin.
—¿Y los que están sin techo?
—Realmente aquí no tenemos gente que viva en la calle como en las grandes ciudades. La mayoría tiene su propio apartamento o se aloja en las viviendas que el ayuntamiento habilita para los drogadictos, repartidas por aquí y por allá.
—¿Se registra mucha violencia entre esos grupos?
—A veces se producen asesinatos en medio de la borrachera y la confusión. Tendremos un par de muertes al año relacionadas directamente con el consumo de drogas. Pero normalmente eso pasa entre los que mezclan el alcohol con otras drogas. Los alcohólicos, generalmente, son poco conflictivos.
Iba siendo hora de levantarse. Knutas le hizo una seña a Leif para pedirle la cuenta. A la tarta, que tanto les había gustado, invitaba la casa.
T
ras el encuentro con Emma sintió la necesidad de salir a tomar el aire. Dio un paseo para despejarse las ideas.
Almedalen estaba solitario y silencioso. El camino húmedo asfaltado que discurría entre el césped brillaba a la luz de las farolas, y se oían los discretos graznidos de los patos en el estanque, aunque apenas se los veía en la oscuridad de la tarde. Se metió por el paseo marítimo que iba desde Visby hasta Snäckgärdsbaden, tres kilómetros al norte. El viento arreció y Johan se subió el cuello de la cazadora para protegerse. No se veía un alma. Las olas golpeaban contra la playa y las aves marinas graznaban. Un transbordador grande, cuyas luces de navegación brillaban en la oscuridad, se acercaba al puerto de Visby.
Pensaba en Emma y no acertaba a comprender cómo había podido vivir tanto tiempo sin ella. Todos los sentimientos habían vuelto a brotar de nuevo e intuía que iba a ser duro tener que seguir esperando otra vez. Aunque la relación había entrado en una nueva fase. Su período de reflexión había terminado y sabía lo que Emma sentía por él. Saberlo le daba fuerza y serenidad.
Ahora se trataba de que se le ocurrieran ideas buenas para futuros reportajes, y así poder volver a la isla cuanto antes. Para Emma era más difícil encontrar una buena excusa para viajar a Estocolmo.