Temblaba de frío en el coche helado. Line se quejaba de su empecinamiento en que siguieran con aquel viejo Mercedes, a pesar de que podían permitirse comprar un coche nuevo. De momento, había conseguido darle largas a su idea de comprarlo. Dos automóviles costaban mucho dinero y muchas molestias; además, no había espacio fuera de la casa. Y le costaba deshacerse de su viejo Mercedes-Benz, aquellos gastados asientos conservaban demasiados recuerdos, demasiadas experiencias. Era como si el coche y él se profesaran un amor recíproco.
Cuando aparcó el coche, había luz en todas las ventanas. Una buena señal, indicaba que ya habían llegado todos. Le apetecía pasar una tarde tranquila en familia, pero al abrir la puerta no se encontró precisamente con un paraíso familiar.
—¡No pienso hacerlo! ¡Me importa una mierda lo que ella dice!
Nils subió la escalera dando golpes y pegó un portazo. Petra estaba sentada junto a la mesa de la cocina. Line estaba vuelta de espaldas trajinando en la cocina. Él advirtió enseguida, por su forma de moverse, que estaba enfadada.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Knutas formuló la pregunta antes de quitarse siquiera el abrigo.
Su mujer se volvió. Tenía el cuello rojo y el pelo revuelto.
—No me hables. He tenido un día horrible.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Knutas acariciándole la cabeza a su hija, tras lo cual ésta se levantó disparada de la silla.
—«¿Qué
estáis
haciendo?» —lo imitó la niña enfadada—. Pregúntaselo a
él
, qué es lo que está haciendo. ¡Mi
hermanito
!
Y subió la escalera dando porrazos también.
—He tenido un día espantoso en el trabajo y esto es más de lo que puedo aguantar —dijo Line—. Ya puedes arreglarlo tú.
—¿Ha pasado algo especial?
—Luego hablamos de ello.
Knutas colgó el abrigo, se quitó los zapatos y subió las escaleras dando zancadas. Juntó a los niños en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama con los dos.
—Cuéntame ahora qué es lo que ha pasado.
—Bueno, íbamos a ayudar a poner la mesa, pero primero teníamos que vaciar el lavavajillas mientras mamá hacía la cena —dijo Nils—. Yo he cogido la cesta de los cubiertos y he empezado a colocarlos. Entonces ha llegado Petra diciendo que eso lo va a hacer ella.
—¡No ha sido así!
—¡Cállate! Ahora estoy hablando yo. Claro que ha sido así. Tú me la has quitado de las manos aunque yo ya había empezado.
Petra comenzó a llorar.
—¿Es eso cierto? —preguntó Knutas con paciencia dirigiéndose a su hija.
—Sí, pero es que él siempre se pide los cubiertos, sólo porque es lo más fácil. Pensé que me tocaba a mí. Quería cambiárselo, pero él no ha querido. Entonces mamá se ha enfadado y ha dicho que dejáramos de hacer tonterías y entonces Nils me ha llamado tonta.
La cara de Nils se puso roja de indignación.
—Sí, ¡pero yo ya había empezado! ¡No puedes llegar tú y quitármela! ¡Y encima va mamá y me grita que la culpa es mía!
Knutas se volvió hacia su hija.
—Está claro que no puedes ir, sin más, y quitarle la cesta de los cubiertos a Nils cuando él ya la está vaciando, pero, aun así, Nils, a partir de ahora tenéis que turnaros en las cosas que sacáis cada uno del lavavajillas. Y pensad que mamá está cansada y que para ella no es divertido ver que os peleáis cuando está tratando de preparar la cena. Además, Nils, no puedes decirle a tu hermana que es tonta.
—Vale, perdona —dijo enfurruñado.
Knutas cogió a los dos niños y los abrazó. Petra se ablandó, pero Nils aún seguía enfadado y se soltó de sus brazos.
—Ven aquí, no ha sido para tanto.
—Déjame —gritó Nils mirando enfadado a su padre.
Knutas habló a solas con Nils y al cabo de un rato lo convenció para que, a regañadientes, bajara a cenar.
Line parecía harta y agotada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Knutas cuando por fin se hizo la calma.
—Ha pasado una cosa en el trabajo. Luego te lo contaré.
—No, nosotros también queremos oírlo —protestó Petra.
—No sé, es una historia tan desagradable —advirtió Line.
—Por favor, mamá, cuéntala.
—Está bien, esta mañana ingresó una mujer que tenía contracciones, iba a dar a luz a su primer hijo. Todo iba bien, pero cuando empezó a empujar no podíamos sacar al niño. Anita pensó que debíamos ponerle la epidural para que se le pasaran los dolores, pero yo quería esperar.
Se le saltaban las lágrimas al contarlo. Knutas le tomó la mano por encima de la mesa.
—Luego empezaron a debilitarse rápidamente los latidos del corazón del niño, así que tuvimos que practicar una cesárea de urgencia. Pero ya era tarde. El niño murió. Yo me siento como si hubiera sido culpa mía.
—Claro que no ha sido culpa tuya. Hiciste lo que pudiste —aseguró Knutas.
—Vaya, qué pena. Pobre mamá —la consoló Petra.
—No es de mí de quien debes compadecerte. Subo a acostarme un rato.
Line suspiró profundamente y se levantó de la mesa.
—¿Quieres que suba contigo?
—No, quiero estar sola.
Para Line, su trabajo significaba, la mayor parte de las veces, una fuente de alegría, pero, cuando algo iba mal, se torturaba a sí misma y no paraba de darle vueltas a cómo se habían desarrollado los acontecimientos. ¿Qué podían haber hecho de otra manera? ¿Y si hubieran hecho esto en vez de lo otro?
Bien mirado, tampoco era tan raro, pensaba Knutas. Line trabajaba todos los días con casos que estaban entre la vida y la muerte. Exactamente igual que él.
P
ia Dahlström era alta, morena y muy bella. No se parecía nada a sus padres, ni en el aspecto físico ni en el carácter. Vestía pantalones negros, chaqueta y zapatos de tacón. Llevaba el cabello recogido en un moño. Había llegado temprano, porque tenía que viajar esa misma mañana. Sólo eran las siete y las dependencias policiales aún estaban vacías.
Knutas la invitó a un café que él mismo se había tomado la molestia de preparar. Nadie solía preocuparse por hacer café como Dios manda, aunque la cafetera estaba justamente al lado de la triste máquina de café. Charlaron un poco mientras se hacía el café. Pia le recordaba a Audrey Hepburn en las viejas películas de los años cincuenta. Tenía los ojos grandes y negros pintados con una raya negra bien marcada, justo como la estrella de cine.
Cuando terminó de salir el café, se acomodó en el sofá que Knutas tenía reservado para las visitas.
—¿Puedes describirme cómo era la relación que mantenías con tu padre? —preguntó Knutas, y pensó que sonaba como un psiquiatra.
—No manteníamos una relación estrecha en absoluto. Su alcoholismo nos lo impedía. Bebía cada vez más a medida que me iba haciendo mayor, o también es posible que yo lo notara cada vez más al ir creciendo.
Movió ligeramente su bella cabeza. No se le descolocó ni un pelo.
—Nunca se preocupó de mí —continuó—. Ni una sola vez me acompañó a una clase de equitación ni a una exhibición de gimnasia. Siempre era mamá la que iba a las reuniones de padres y a hablar con los profesores. No puedo recordar que se sacrificara una sola vez, que hiciera realmente algo por mí. No, no le tenía mucho aprecio.
—Puedo comprenderlo —dijo Knutas.
—Hablas el dialecto de Gotland, pero tienes acento danés —advirtió ella sonriendo.
—Estoy casado con una danesa, seguro que se nota. ¿Cómo reaccionaste cuando te comunicaron que tu padre había fallecido?
—Sentí un vacío, sin más. De no haber sido asesinado, lo habría matado la bebida. Cuando era más joven, estaba enfadada con él, pero lo superé con el tiempo. Era la vida que eligió. Tuvo todas las posibilidades: un trabajo estimulante, una familia y una casa. Pero prefirió la botella antes que a mamá y a mí.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con él?
—El mismo día que obtuve mi graduación en el instituto —dijo sin inmutarse.
—De eso debe de hacer más de quince años —exclamó Knutas sorprendido.
—Diecisiete, para ser exactos.
—¿Cómo es posible que no mantuvierais contacto en tanto tiempo?
—Es muy sencillo. Él no llamó y yo tampoco.
—¿Mantuvisteis alguna relación después del divorcio?
—Estuve en su casa alguna vez los fines de semana, pero no era divertido. Que yo estuviera allí no le impedía beber. Nunca se le ocurría hacer nada, sólo estábamos en el piso y venían sus amigos. Se tomaban sus cubatas sin preocuparse lo más mínimo de mí. Miraban las carreras de caballos y el fútbol en la tele, e incluso leían revistas porno. Aquello era repugnante. A menudo la visita terminaba con que yo me volvía a casa al cabo de unas horas. Después dejé de ir allí definitivamente.
—¿Y la relación con tu madre?
—Bien, está bien. Es cierto que podría ser mejor, pero nuestra relación se mantiene en un nivel aceptable, me parece a mí —explicó y sonó como si estuviera hablando del curso de las acciones.
Se frotó la clavícula y se le vio por un instante el tirante del sujetador. Era dorado, un poco brillante y tenía bellas puntillas bordadas.
«Seguro que desnuda es igual de perfecta», pensó Knutas, y se enfadó consigo mismo porque su feminidad no le fuera indiferente.
—¿Qué tal te va ahora? —preguntó Knutas para cambiar de tema.
—Bien, gracias. Trabajo en la Biblioteca Municipal de Malmö y me gusta mi trabajo. Tengo muchos amigos, tanto en Malmö como en Copenhague.
—¿Vives sola?
—Sí.
—¿Sabes si tu padre tenía algún enemigo? No habéis mantenido contacto en muchos años, pero algo que haya sucedido hace mucho tiempo también puede ser importante.
Frunció ligeramente la frente.
—Nada que yo pueda recordar.
Aquella conversación no dio mucho más de sí. Pia Dahlström dejó a su paso una estela de perfume.
Varios meses antes
—¿
V
amos a cenar aquí?
No podía ocultar su decepción. Ella había creído que iban a ir a un restaurante.
—Has acertado. Me ha prestado el apartamento un amigo. La cena ya está arriba preparada. Ven.
Entró en el portal delante de ella. El edificio estaba en una de las calles más elegantes, cerca de la plaza Södertorg, dentro del recinto amurallado. No había ascensor, así que tuvieron que subir los cuatro pisos andando. Cuando llegó arriba estaba sin aliento y una creciente sensación de incomodidad le oprimía el pecho. Observó sus pantalones con la raya planchada. De pronto, parecía tan viejo. ¿Qué tenía que ver con ella?
Le dieron ganas de darse la vuelta y correr de nuevo escaleras abajo, pero entonces le tomó la mano.
—Vas a ver lo bonito que es.
Buscaba torpemente las llaves.
Aquel piso era el más grande que había visto en su vida. Era un ático con vigas gruesas en el techo y vistas al mar. El salón era enorme, con el suelo de madera reluciente y cuadros, grandes y de vivos colores, en las paredes. En uno de los ángulos había una mesa donde ya estaban dispuestos las copas y los platos. Él se acercó apresuradamente a la mesa y encendió las velas del candelabro.
—Ven —le dijo impaciente—. Acércate y verás.
Salieron al balcón, que ofrecía un fantástico panorama. Pudo ver el mar y parte del puerto, la ciudad, con su hervidero de casas, y las torres de la catedral.
—Ahora vamos a tomar champán.
Lo dijo con tanta naturalidad que ella se sintió como una persona adulta. Volvió enseguida con una botella y dos copas. Las llenó impaciente.
—¡Salud!
No se atrevió a contrariarlo. Bebió un sorbo con discreción. Sintió un cosquilleo en la nariz y no le supo especialmente bien. Apenas había probado antes el alcohol. Sólo un par de veces, cuando su madre le había insistido para que tomara vino algún sábado por la tarde, sólo porque quería beber acompañada. El vino tinto sabía asqueroso. Esto, de todos modos, sabía mejor; dio otro sorbo.
—Bien, ¿qué dices? ¿No es bonito? —preguntó, y le puso el brazo sobre los hombros, como si fuera la cosa más normal del mundo. Se sentía incómoda. No sabía cómo debía reaccionar.
Volvió a brindar con ella.
—Bébetelo, pequeña, y entramos a comer.
Para cenar, de primero tenían una especie de tostada con un revuelto. Ella comía despacio, lo observaba y hacía lo mismo. El hombre sirvió en las copas el resto del champán. Brindaba con ella una y otra vez. Ella tomaba pequeños sorbos y enseguida empezó a sentirse mareada. La conversación se estancaba. Le hizo unas cuantas preguntas, pero habló sobre todo de sí mismo. Presumiendo de todos los viajes que había hecho a lugares exóticos del mundo. Como si quisiera impresionarla.
Ella escuchaba sin decir casi nada. A regañadientes empezó a relajarse. Era realmente agradable estar sentada en aquel salón tan bonito y sentir el calor de las velas. Disfrutar de una buena cena con música tranquila de fondo. De segundo plato tenían solomillo de cerdo con arroz al azafrán. Vino tinto para acompañar el plato, mejor que el que había probado en casa. Se bebió toda la copa. Él seguía hablando, mientras Fanny se dedicaba a observar los movimientos de sus labios. Empezaba a sentir que le daba la risa tonta.
—¿Te ha gustado? —le preguntó al tiempo que se levantaba y empezaba a retirar los platos.
—Sí, gracias, estaba muy bueno —respondió con una risita.
—Me alegro.
Parecía tan satisfecho que la joven sonrió aún más.
Pensar que se ponía tan alegre sólo porque estaba contenta.
—¿Quieres café, o aún no tomas café?
Ella negó con la cabeza.
—¿Dónde está el baño?
—En la entrada, a la derecha. Pone WC en la puerta.
Se lo señaló, deseoso de mostrárselo. Tenía tantas ganas de hacer pis que estaba a punto de reventar.
El cuarto de baño era tan bonito como el resto del apartamento. Se podía regular la luz y estuvo jugando un rato con el dispositivo, subiendo y bajando la intensidad. Brillaba de lo limpio que estaba, y olía bien. Todo parecía nuevo y sin usar. El papel higiénico tenía un lindo dibujo y era más suave que el que ella solía usar en casa. Se rio al verse a sí misma frente al espejo, una risita tonta. Pensar que ella podía gozar de aquel lujo.
Cuando salió, había bajado la iluminación y se había sentado en el sofá. Delante, en la mesa baja, había dos copas de vino y un plato con velas de diferentes tamaños.