Nadie lo ha oído (12 page)

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Nadie lo ha oído
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—Escucha y verás —jadeó agitando unos papeles.

Se dejó caer en una de las sillas del despacho.

—Éstas son copias del banco, de la cuenta de Henry Dahlström. Durante muchos años sólo ha tenido una libreta en la que entraba el dinero de la pensión. Ya lo ves —dijo Norrby señalando las cifras en el papel—. Hace cuatro meses abrió otra cuenta. En ella se ha ingresado dinero en dos ocasiones, la misma cantidad las dos veces. El primer ingreso se realizó el 20 de julio, entonces entraron en la cuenta veinticinco mil coronas. El segundo, hace poco, el 30 de octubre; el importe fue el mismo, veinticinco mil.

—¿De dónde viene el dinero?

—Es lo que deberemos averiguar.

Norrby se echó hacia atrás en la silla y extendió las manos con gesto teatral.

—¡Aquí tenemos una nueva pista!

—Así pues, Dahlström estaba metido en algún negocio sucio. Yo he tenido todo el tiempo la sensación de que el móvil de su muerte no había sido el robo. Tendremos que convocar una reunión.

Knutas miró el reloj.

—Son las dos menos cuarto. ¿A las dos y media? ¿Puedes informar tú a los demás?

—Sí, claro.

—Mientras tanto voy a llamar al fiscal, Birger debería estar presente también.

C
uando la Brigada de Homicidios estuvo reunida, Norrby empezó a explicar los ingresos en la cuenta de Dahlström.

En la sala la concentración era evidente. Todos se echaron automáticamente hacia delante y Wittberg lanzó un silbido.

—Esto es la leche. ¿Podemos averiguar de dónde viene el dinero?

—El que ha ingresado el dinero ha utilizado el impreso que se utiliza normalmente para ello. En él no aparece ningún dato de la persona que hace el depósito. No obstante, tenemos la fecha del ingreso.

—¿Y las cámaras de vigilancia? —propuso Karin.

—Ya lo hemos pensado. El banco guarda un mes las grabaciones de las cámaras. Con un poco de suerte, podremos rastrear a la persona que ingresó el dinero. En estos momentos, ya han ido a buscar las grabaciones. El primer depósito, del mes de julio, está borrado, pero tenemos el de octubre.

—Yo he hablado con el laboratorio, trabajan a marchas forzadas con las pruebas halladas en el cuarto de revelado y en el apartamento y, si todo va bien, tendremos la respuesta a finales de esta semana —informó Sohlman—. Tenemos también las huellas dactilares y de las manos encontradas en la ventana del sótano, las hemos comparado con las del registro de delincuentes: no aparecen, por lo que, si son las del autor del crimen, no ha sido condenado con anterioridad.

—¿Y el arma del crimen? —inquirió Wittberg.

Sohlman negó con la cabeza.

—No hemos encontrado nada de momento, pero todo apunta a que se trata de un martillo normal y corriente de los que se pueden comprar en cualquier supermercado.


All right
, seguiremos con la investigación como de costumbre, pero concentrándonos en averiguar en qué andaba metido Dahlström. ¿Qué personas a su alrededor pueden saber algo? ¿El portero? ¿Su hija? A ella aún no la hemos interrogado formalmente. Ampliaremos los interrogatorios a todas las personas que hayan estado en contacto con Dahlström o que pudieran haberlo visto la noche del crimen: el conductor del autobús, los empleados del kiosco y los comercios, más vecinos de la zona.

—El hipódromo —intervino Karin—. Deberíamos ponernos en contacto con la gente de las carreras.

—Pero si ha terminado la temporada y está cerrado —observó Wittberg.

—Sí, pero todas las cuadras siguen funcionando, se sigue entrenando a los caballos, el personal de las caballerizas trabaja y los
jockeys
están allí. Fue precisamente en las carreras donde ganó el dinero.

—Tienes razón —afirmó Knutas—. Se agradecen todas las ideas. Una cosa antes de terminar, tiene que ver con el modo de actuar ante los medios de comunicación. Por suerte, hasta ahora ningún periodista ha prestado especial atención a este caso; como sabéis, no suelen hacerlo cuando se trata de una pelea entre borrachos. Sin embargo, su interés aumentará si se llega a saber lo del dinero. Mantenedlo en secreto, no le digáis nada a nadie. Sabéis con qué facilidad se propagan las noticias. Si algún periodista quiere preguntaros algo acerca de la investigación, remitidlo a mí o a Lars. Me ha parecido también que era el momento de pedir ayuda a la Policía Nacional. Ya he pedido refuerzos. Mañana llegarán aquí dos investigadores.

—Espero que pueda venir Martin —dijo Karin—. Sería divertido.

Se oyó un murmullo de aprobación.

A Knutas también le caía bien Martin Kihlgård. Éste los había ayudado en la investigación del verano anterior, pero la relación no estaba exenta de complicaciones. Kihlgård era alegre y agradable, pero se hacía notar constantemente y tenía puntos de vista acerca de casi todo. En el fondo, Knutas era consciente de que su susceptibilidad con respecto a Kihlgård podía estar relacionada con un complejo de inferioridad con respecto a los policías del cuerpo nacional. Además, el hecho de que su colega fuera tan ostensible y sinceramente apreciado por Karin no contribuía precisamente a mejorar las cosas.

C
on un zumbido y un clic introdujeron la cinta en el reproductor de vídeo. Knutas y Karin se encontraban solos en el despacho del primero. Un centelleo de motas grises y luego apareció el interior del banco en blanco y negro. Tuvieron que pasar la cinta un poco hasta acercarse a la hora que buscaban.

El reloj que aparecía arriba en la esquina de la derecha marcaba las 12.23 del día 30 de octubre. Casi cinco minutos antes de que alguien ingresara dinero en la cuenta de Dahlström. El local estaba bastante lleno a la hora del almuerzo. La sucursal del banco se hallaba en el centro comercial de Östercentrum y mucha gente aprovechaba la pausa de la comida para atender sus asuntos bancarios. Tenían abiertas dos cajas, una atendida por una empleada y la otra por un empleado. En las sillas junto a la ventana que daba a la calle había cuatro personas sentadas: un señor mayor que llevaba un bastón, una chica joven con la melena larga y rubia, una mujer obesa de mediana edad y un hombre joven que vestía traje.

Knutas pensó que, quizá, en ese momento estaba viendo al asesino de Henry Dahlström.

Se abrió la puerta y entraron otras dos personas en el banco. Parecía que no iban juntos. Primero un hombre de unos cincuenta años. Llevaba puesta una cazadora gris y una visera a cuadros, pantalones y zapatos oscuros. Avanzó con decisión y cogió su número.

Detrás de él entró otro hombre, bastante alto y de complexión delgada. Caminaba con la espalda algo encorvada. Evidentemente ya tenía número, porque se colocó junto a las cajas como si fuera a llegar su turno enseguida.

Cuando se volvió y miró alrededor del local, Knutas vio que llevaba una cámara al cuello.

Lo reconocieron inmediatamente. Ese hombre era Henry Dahlström.

—¡Qué putada! —bufó Knutas—. Ingresaba él mismo el dinero.

—Otra pista que se ha ido al garete. Típico. Era demasiado fácil.

Karin encendió la lámpara del techo.

—Recibía el dinero y después lo ingresaba. Imposible seguirle la pista, hablando claro.

—Qué mala suerte. ¿Pero cómo es posible que esa persona no hiciera simplemente una transferencia a la cuenta de Dahlström? Si tenía tanto miedo de que lo descubrieran, al encontrarse con Dahlström y entregarle el dinero corría un mayor riesgo que haciendo una transferencia.

—Sí que es extraño —reconoció Karin—. Me pregunto de dónde salía ese dinero. Estoy convencida de que tiene algo que ver con las carreras. Dahlström jugaba regularmente y las carreras siempre han atraído a gente sin escrúpulos. Puede que haya habido allí algún asunto turbio, tal vez algún ajuste de cuentas entre delincuentes. Dahlström, quizá, tenía que vigilar y hacer fotos para alguien que quería tener bajo control a sus rivales.

—Ves demasiadas películas —dijo Knutas.

—¡Uy! A propósito de cine —exclamó Karin y miró el reloj—. Tengo que irme.

—¿Qué vas a ver?

—Voy al Roxy a ver una comedia negra turca. Es un pase especial.

—¿Con quién?

—Eso es lo que te gustaría saber, ¿no?

Le guiñó el ojo tratando de picarle y desapareció por el pasillo.

—¿Por qué tienes que ser tan condenadamente reservada? —le gritó.

Varios meses antes

H
abía vuelto a casa después de clase y el piso estaba vacío.

La sensación de alivio se mezclaba con cierta dosis de culpabilidad. Últimamente, cuanto menos veía a su madre, mejor se sentía. Al mismo tiempo le parecía que no era sensato que pudiera ser así. Uno tiene que querer a su madre. Además, sólo la tenía a ella.

Abrió el frigorífico y se le cayó el alma a los pies. Tampoco hoy su madre había hecho la compra.

Le daba igual, ahora tenía que estudiar. El examen de matemáticas del jueves le preocupaba, las mates nunca habían sido su fuerte. Acababa de sacar los libros y de afilar los lápices cuando sonó el teléfono. El sonido la hizo estremecerse en la silla. El teléfono no solía oírse a menudo en su casa.

Para su sorpresa, era él, que quería invitarla a cenar. Se quedó tan sorprendida como insegura y no supo qué decirle.

—¿Oye? ¿Sigues ahí?

Su suave voz en el auricular.

—Sí —consiguió decir, y sintió cómo le ardían las mejillas.

—¿Puedes? ¿Quieres?

—Tengo que estudiar, tenemos un examen.

—Pero tendrás que cenar, ¿no?

—Sí, claro —dijo ella vacilante.

—¿Está tu madre en casa?

—No, estoy sola.

Su voz sonó más decidida.

—Bueno, pues entonces es muy sencillo. Si estudias ahora para el examen como una chica aplicada, entonces puedo pasar a buscarte a las siete. Cenamos y después te llevo a casa directamente. Eso no tiene nada de malo. Así tendrás también tiempo para estudiar.

Parecía tan interesado que se sintió obligada a decir que sí. ¿De qué hablarían? Al mismo tiempo, le resultaba atractiva la posibilidad de ir a un restaurante. Las ocasiones en que había salido a comer fuera se contaban con los dedos de una mano. La última vez fue durante un desafortunado viaje de vacaciones el verano anterior. Su madre había alquilado un coche para una semana y tomaron el barco a Oskarshamn para viajar por Escania, alojándose en albergues. Llovió a cántaros todo el tiempo y su madre bebió todos los días. La última noche fueron a un restaurante chino y su madre empezó a hablar con un grupo de turistas daneses. Bebieron un montón y estuvieron armando jaleo, y su madre estaba tan borracha que se cayó de la silla y arrastró consigo el mantel de la mesa. Fanny sólo quería que se la tragara la tierra.

Se sentó a la mesa de la cocina con los libros de mates preguntándose a qué restaurante irían. Mejor que no fuera un sitio demasiado elegante. ¿Qué podía ponerse? Definitivamente, así no podía concentrarse en las matemáticas. ¿Por qué había aceptado? ¿Por qué la invitaba a salir? Pese a esos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza, no podía evitar sentirse halagada.

De pronto oyó las llaves en la cerradura de la puerta y la voz de su madre en la entrada.

—Así, así,
Mancha
, buen chucho, ¡uf, qué patas más sucias! ¿Dónde está la toalla?

Fanny siguió sentada en la silla sin decir nada. Contó los segundos: 1, 2, 3, 4…

Luego llegó, esta vez había tardado cuatro segundos.

—Fanny. ¡Fanny!

Se levantó despacio.

—Síí, ¿qué pasa? —gritó.

—Ven a ayudarme, por favor. Me duele mucho la espalda. ¿Puedes duchar a
Mancha?
Está tan sucio.

Fanny cogió al perro por la piel de la parte posterior de la cabeza y lo llevó directamente al cuarto de baño.

Su madre seguía hablando. Evidentemente tenía uno de sus días animados.

—Hemos ido hasta el prado de Strandgärdet. Allí me he encontrado con una mujer muy agradable que tenía un caniche. Acaban de trasladarse a vivir aquí. El perro se llama
Salomón
, ¿te imaginas? A
Mancha
le ha caído muy bien. Los hemos soltado y se han metido en el agua a pesar del frío que hacía. Por eso está tan sucio, porque luego se ha revolcado en el barro. Dios, qué hambre tengo. ¿Has hecho la compra?

—No, mamá. Acabo de llegar de la escuela. Tenemos examen de mates, tengo que estudiar.

Parecía que, como de costumbre, no escuchaba. Fanny la oía haciendo ruido y abriendo los armarios de la cocina.

—¿No tenemos nada en el congelador? Sí, qué bien. Un gratinado de pescado. Tengo que comer. ¿Cuánto tiempo tiene que estar esto en el horno? Cuarenta minutos. Dios mío, me voy a morir de hambre. Uy, qué ganas tengo de hacer pis. Uuuh.

Entró corriendo en el cuarto de baño y se sentó a orinar, mientras Fanny, apretando los dientes, lavaba diligentemente las patas al perro.

Era increíble que su madre tuviera que expresar todas sus necesidades en voz alta y con todo lujo de detalles todo el tiempo, para que todos supieran en todo momento cómo se sentía. La irritación le martilleaba dentro de la cabeza.

—Sécalo bien para que no coja frío —dijo su madre mientras se secaba a sí misma.

—Sí, mamá.

Qué bien si ella misma pudiera ser objeto de esa misma consideración alguna vez.

Cuando salió del cuarto de baño, su madre estaba echada en el sofá con los ojos cerrados.

—¿Estás cansada?

—Sí, tengo que descansar un poco antes de ir al trabajo. ¿Metes el gratinado cuando el horno esté listo?

—De acuerdo.

Se sentó en la cocina. Su madre parecía que se había quedado dormida. «Se comporta como una niña grande», pensó Fanny mientras ponía la mesa. Eran las cuatro. Le quedaban tres horas. Dos para estudiar, esperaba, y una para arreglarse.

—¿Tú no vas a comer? —preguntó su madre cuando Fanny puso el gratinado sobre la mesa.

—No, no tengo hambre todavía. Luego comeré algo.

—Ah, bueno —respondió la madre, que al parecer ya tenía el pensamiento en otro sitio.

Fanny estuvo a punto de hablarle de la divertida representación teatral que había visto en la escuela, pero se dio cuenta de que su madre, de todos modos, no iba a poder concentrarse y escuchar. No valía la pena contárselo.

En la actualidad

L
a decepción por lo de la cinta de vídeo seguía atormentando a Knutas aquella tarde mientras conducía la corta distancia que había hasta su casa.

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