—Todos sabemos quién es Henry Dahlström, pero ¿qué es lo que sabemos de él realmente? —inquirió Wittberg.
—Que era alcohólico desde hacía muchos años —respondió Karin—. Que normalmente se juntaba con sus colegas en Östercentrum o en la estación de autobuses. O en la zona de Östergravar en verano, claro. Estaba divorciado, sin trabajo. Llevaba más de quince años jubilado por enfermedad, aunque no parecía totalmente acabado. Pagaba el alquiler y las cuentas a tiempo y, según los vecinos, no daba problemas, salvo alguna fiesta de vez en cuando. Sus amigos dicen que era un buen tipo, que no se metía nunca en peleas ni en asuntos delictivos. Evidentemente, su afición a la fotografía lo mantenía a flote. Yo me lo encontré este verano un día que venía en bicicleta al trabajo. Estaba fotografiando una flor en la pradera de Gutavallen.
—¿Sabemos algo más de su pasado? —dijo Wittberg mirando de soslayo los papeles que Karin tenía encima de la mesa.
—Nació en 1943 en el hospital de Visby —prosiguió Karin—. Creció en Visby. Se casó en 1965 con una mujer de Visby, Ann-Sofie Nilsson. Tuvieron una hija en 1967, se llama Pia. Se separaron en 1986.
—Está bien, tendremos que seguir recabando información a lo largo del día —dijo Knutas—. Y, además, tenemos que localizar a Bengt Johnsson.
Miró a través de la ventana.
—Como está lloviendo, seguro que el grupo está sentado en la entrada del centro comercial de Domus. Lo mejor será empezar por allí. ¿Wittberg?
—Karin y yo podemos ocuparnos de eso.
Knutas asintió.
—Yo he empezado a trabajar con los interrogatorios de los vecinos y me gustaría seguir con ello —dijo Norrby—. Hay un par de ellos a los que me gustaría entrevistar otra vez.
—Sí, me parece bien —aprobó Knutas, y se volvió hacia el fiscal—. Birger, ¿tienes algo que añadir?
—No. Con que me mantengáis informado, estaré satisfecho.
—De acuerdo, entonces lo dejamos aquí. Nos volveremos a reunir por la tarde. ¿Quedamos a eso de las tres?
T
ras la reunión, Knutas se encerró en su despacho. Su nueva oficina era el doble de grande que la que tenía antes. Escandalosamente grande en su opinión. Las paredes estaban pintadas de un color claro que recordaba la arena de la playa de Tofta un día soleado del mes de julio.
La vista era la misma que la de la sala de reuniones adyacente: el aparcamiento de Obs y, más allá, la muralla y el mar.
En la ventana había un exuberante geranio blanco que recientemente había dejado de florecer ante la llegada del invierno. Se lo había regalado Karin por su cumpleaños hacía ya varios años. Era lo único que había conservado de su viejo despacho: la planta y su vieja silla de escritorio de roble con su blando asiento de piel. Era giratoria, cualidad que él aprovechaba con frecuencia.
Llenó la pipa con minuciosidad. Sus pensamientos se concentraron en el cuarto de revelado de Dahlström y en lo que había visto allí. Pensar en el cráneo machacado le daba escalofríos.
Todo apuntaba a una pelea de borrachos que se les había ido de las manos y había tenido un desenlace brutal. Dahlström probablemente habría bajado al sótano con algún colega para enseñarle fotos y una vez allí habían empezado a discutir por algo. La mayoría de los casos de agresiones graves se producían de esa manera, y cada año moría algún borracho o algún drogadicto.
Rebuscó en su memoria e intentó recordar la figura de Henry Dahlström.
Cuando Knutas empezó en la policía hacía veinticinco años, Dahlström era un fotógrafo respetado. Trabajaba para el periódico
Gotlands Tidningar
y era uno de los mejores fotógrafos de la isla. Knutas trabajaba entonces como agente de orden público y patrullaba las calles. Cuando se producía algún acontecimiento informativo importante, Dahlström era habitualmente el primero en aparecer en el lugar con su cámara. Cuando Knutas coincidía alguna vez con él en alguna reunión privada, ambos solían charlar. Dahlström era un hombre agradable, con mucho sentido del humor, aunque tenía tendencia a beber demasiado. En más de una ocasión, Knutas se lo encontró como una cuba de vuelta a casa desde el bar. Alguna vez lo había recogido en su coche, porque el hombre estaba tan borracho que no podía llegar solo a casa. Por entonces Dahlström estaba casado. Luego dejó de trabajar en el periódico y abrió su propia empresa. Al mismo tiempo, su consumo de alcohol parecía ir en aumento.
Una vez se lo encontraron sin conocimiento entre las ruinas de Sankta Karin, del siglo XIII, en el centro de la plaza Stora Torget de Visby. Estaba dormido en una estrecha escalera cuando fue descubierto por un aterrorizado guía que conducía a su correspondiente grupo de turistas norteamericanos.
En otra ocasión se había presentado descaradamente en el restaurante Lindgården de la calle Strandgatan y había pedido una cena por todo lo alto, compuesta por cinco platos regados con vino, cerveza, aquavit y coñac. Tras la cena pidió un puro, directamente importado desde La Habana, que fumó mientras disfrutaba de otra copa de licor. Cuando llegó la cuenta, declaró francamente que, sintiéndolo mucho, no podía pagarla, puesto que no llevaba dinero. Llamaron a la policía, que arrestó al hombre, ahíto y achispado, y lo soltó unas horas después. A Dahlström sin duda le pareció que había merecido la pena.
Hacía muchos años que Knutas no veía a la mujer de Dahlström. Le habían informado de la muerte de su ex marido. Aún no había hablado personalmente con ella, pero iban a interrogarla por la tarde.
Aspiró su pipa sin encenderla y hojeó el expediente de Dahlström. Había cometido alguna pequeña infracción, pero nada grave. En cambio, su amigo, Bengt Johnsson, había sido condenado veinte veces por diferentes delitos. Se trataba, sobre todo, de robos y agresiones leves.
Era extraño que no hubieran sabido nada de él.
E
mma Winarve se sentó en el deslucido sofá de la sala de profesores. Sujetaba la taza de café con ambas manos para calentárselas. Había muchas corrientes de aire en el viejo edificio de madera que albergaba la escuela Kyrkskolan de Roma. En la taza ponía «La mejor mamá del mundo». Sí, qué ridiculez. Una madre que había engañado a su marido y que durante los últimos seis meses había descuidado a sus hijos porque tenía la cabeza ocupada en otras cosas. A un paso de los cuarenta y a otro de perder las riendas de su vida.
El reloj de la pared marcaba las nueve y media. Alrededor de la mesa se apiñaban ya sus colegas, que charlaban animadamente. Hacía tiempo que el olor a café se había adherido a las cortinas, a los libros, a los papeles, a las carpetas y al descolorido papel pintado de las paredes. Emma miraba por la ventana, no se sentía con fuerzas para participar en la conversación. Las hojas de los robles no habían caído aún. Estaban en constante movimiento, sensibles al menor soplo de viento. En el prado, al lado de la escuela, había unas lanudas ovejas grises, acurrucadas unas contra otras, pastando. No dejaban de agitar las mandíbulas en su incesante rumiar. La iglesia de piedra de Roma, con sus ochocientos años de antigüedad, continuaba en su sitio.
Todo seguía su curso inmutable, con independencia de qué tormentas asolaran a una persona. Era incomprensible que ella pudiera estar allí sentada aparentemente tranquila, dando pequeños sorbos a su sempiterno café sin que se le notara; sin que se le notara que su cuerpo por dentro era un campo de batalla. Su vida estaba a punto de irse a pique y, a su alrededor, sus compañeros de trabajo hablaban discretamente, con gestos y miradas comedidas. Como si nada.
En su retina se reproducían a toda velocidad algunos fragmentos de un vídeo: el cumpleaños de su hija Sara, cuando Emma sólo sintió ganas de llorar; Johan y ella dando vueltas en la cama de un hotel; los ojos inquisitivos de su suegra; el concierto de chelo de Filip, del que se olvidó por completo; la cara de Olle cada vez que lo rechazaba.
Se había colocado en una situación insostenible.
Medio año antes se había encontrado con el hombre que iba a cambiarlo todo. Se conocieron con motivo del despliegue policial del verano anterior, cuando Helena, su mejor amiga, fue una de las víctimas del asesino y ella misma estuvo a punto de correr la misma suerte.
Johan se había cruzado en su camino y no pudo pasar de largo. Era diferente a todos los hombres que había conocido; tan vital y tan enérgico en todo lo que se proponía. Nunca se había reído tanto con nadie ni se había sentido tan ocurrente, realmente ingeniosa. Le hizo descubrir aspectos de sí misma que no conocía.
Enseguida se enamoró perdidamente de él y, antes de que se diera cuenta, la había conquistado por completo. Cuando hacían el amor, se sentía colmada de una sensualidad que no había experimentado antes. Johan lograba que se relajara. Por primera vez pudo olvidarse totalmente tanto de su aspecto como de lo que él pensara de sus habilidades en la cama.
Vivir el momento al cien por cien era algo que solo había experimentado al dar a luz a sus hijos.
Sin embargo, con el tiempo decidió alejarse de él. Por los niños siguió con Olle. Cuando se resolvió el drama del asesino en serie y se despertó en el hospital con la familia a su alrededor, se dio cuenta de que no tenía fuerzas para enfrentarse a una separación, aunque sintiera que Johan era el gran amor de su vida. La seguridad pesó más, al menos en aquel momento. Con gran pesar puso fin a la relación.
Toda la familia se fue de vacaciones a Grecia, porque ella necesitaba salir y distanciarse de lo que había vivido. Pero no había resultado tan sencillo.
Cuando volvieron, Johan le había escrito. Primero pensó en tirar la carta sin leerla, pero le pudo la curiosidad. Más tarde se arrepentiría de haberlo hecho.
Habría sido mejor para todas las partes implicadas que no hubiera leído ni una sola línea.
K
arin Jacobsson y Thomas Wittberg bajaron caminando hasta Östercentrum nada más salir de la reunión. La calle peatonal que discurría entre las tiendas estaba casi vacía. El viento y la lluvia arreciaban. Se apresuraron hacia la galería de Obs y se sacudieron el agua tras pasar las puertas de cristal.
El centro comercial era bastante modesto: H&M, una joyería de Guldfynd, un par de salones de peluquería, una tienda de productos dietéticos y un tablón de anuncios. El supermercado Obs con su hilera de cajas, luego la panadería y pastelería, la oficina de atención al cliente, el estanco y las quinielas. Al fondo estaban los servicios, la zona de recogida de los cascos vacíos de las botellas y la salida al aparcamiento. En los bancos de la salida se reunían los borrachines cuando hacía mal tiempo, junto con algún pensionista cansado o padres con niños pequeños que necesitaban descansar un poco.
El grupo de borrachos se resguardaba del frío de la calle. La mayoría llevaba una petaca escondida en una bolsa o en el bolsillo, pero, mientras no bebieran allí dentro, el vigilante de seguridad del supermercado los dejaba en paz.
Dos de ellos, a los que Karin conocía, estaban sentados en un banco al fondo, cerca de la salida, sucios, sin afeitar y con las ropas raídas. El más joven tenía la cabeza apoyada contra la pared de atrás y miraba sin interés a la gente que pasaba por allí. Cazadora negra de cuero y zapatillas deportivas viejas. El de más edad llevaba una cazadora acolchada y una gorra de lana, y estaba sentado con la cabeza, entre las manos. Por debajo del gorro asomaban unas greñas mugrientas.
Karin se presentó y presentó a Wittberg, aunque sabía que los dos hombres los conocían muy bien.
—Nosotros no hemos hecho nada, sólo estamos aquí sentados.
El hombre de la capucha alzó la vista hacia ellos con los ojos bizcos. «Y aún no son ni las once», pensó Karin.
—Tranquilo —repuso Wittberg—. Sólo queremos haceros unas preguntas.
Sacó una foto del bolsillo.
—¿Conocéis a este hombre?
El más joven seguía mirando fijamente al frente. No miró a la policía ni una sola vez. El otro miró la foto.
—Sí, joder. Pero si es
el Flash
.
—¿Lo conoces bien?
—Es de los nuestros. Suele andar por aquí, o en la estación de autobuses. Lleva haciéndolo veinte años. Claro que conozco al
Flash
, todo el mundo lo conoce. Oye, Arne, ¿a que sabes quién es
el Flash
?
Dio un empujón a su compañero y le acercó la fotografía.
—Qué pregunta más tonta. Todo el mundo lo conoce.
El que se llamaba Arne tenía las pupilas como granos de pimienta. Karin se preguntó qué se habría metido.
—¿Cuándo fue la última vez que lo visteis?
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Sólo queremos saber cuándo fue la última vez que lo visteis.
—Sí, ¿cuándo demonios fue? ¿Qué día es hoy? ¿Lunes?
Karin asintió. El hombre se frotó la barbilla con los dedos, amarillos de nicotina.
—No lo he visto desde hace varios días, pero a veces desaparece, ¿sabes?
Karin se dirigió a su compañero.
—¿Y tú?
Éste seguía mirando fijamente al frente. «En realidad es muy guapo de cara si no fuera porque va tan sucio y sin afeitar», pensó Karin. Su expresión era desafiante y mostraba una evidente resistencia a colaborar. A Karin le entraron ganas de colocarse delante de él moviendo los brazos para obligarlo a reaccionar.
—No me acuerdo.
Wittberg estaba empezando a enfadarse.
—Venga, habla.
—¿Para qué quieres saberlo? ¿Ha hecho algo? —preguntó el mayor de ellos, el del gorro.
—Está muerto. Alguien lo ha matado.
—¿No jodas? ¿De verdad?
Entonces los dos levantaron la vista.
—Lamentablemente, sí. Lo encontraron muerto ayer por la tarde.
—¡Joder!
—Ahora lo que tenemos que hacer es tratar de encontrar al culpable.
—Sí, claro. Ahora que lo pienso, creo que la última vez que lo vi fue en la estación de autobuses hace una semana o así.
—¿Estaba solo?
—Estaba con sus amigos, Kjelle y Bengan, creo.
—¿Qué aspecto tenía?
—¿Cómo que qué aspecto tenía?
—¿Cómo se comportaba? ¿Si parecía que se encontraba mal o que estaba preocupado por algo?
—No, estaba como siempre. Nunca hablaba mucho. Algo bebido sí que estaba, claro.
—¿Sabes qué día fue?
—Seguro que fue el sábado porque había mucha gente en la calle. Creo que fue el sábado.
—¿Hace una semana entonces?
—Sí, eso es, yo no lo he visto desde entonces.