—¿Se pusieron en contacto con él después de que alguien se lo recomendara? —preguntó Wittberg.
—Sí, y ninguno de ellos tenía ninguna queja de su trabajo. Vamos a seguir con los interrogatorios.
—No fue sólo el arma del crimen lo que se encontró ayer, también encontrasteis la cámara de Dahlström, ¿no, Sohlman?
—Sí, es una cámara profesional, una Hasselblad. Tenía las huellas dactilares de Dahlström, así que podemos estar bastante seguros de que es la suya. No tenía carrete y el objetivo estaba roto, lo que indica que alguien la ha manipulado de forma violenta.
—Puede que el asesino sustrajera el carrete de la cámara —intervino Karin—. El cuarto de revelado estaba revuelto, lo que apunta a que el asesinato guarda relación con la fotografía.
—Es posible. También hemos recibido del laboratorio el resultado de las muestras tomadas en el piso de Dahlström y en el cuarto de revelado —continuó Sohlman—. Los del laboratorio se han superado a sí mismos, nunca habían sido tan rápidos —murmuró como para sí mismo mientras hojeaba los papeles—. Todas las huellas encontradas en los vasos, botellas y demás objetos han sido analizadas y son de los amigos de Dahlström que estuvieron en el apartamento. Además, aparecen huellas que no coinciden con las de ninguno de ellos. Probablemente sean del autor del crimen.
—Está bien —dijo Knutas—. Sabemos otra cosa más. Por si no fuera bastante con lo de los trabajos ilegales, resulta que Johan Berg también ha encontrado a un testigo que afirma haber visto a Dahlström hablando con un hombre en el puerto este verano. Desgraciadamente, esa persona no quiere hablar con la policía.
Leyó de corrido las señas de identidad del hombre del puerto que tenía apuntadas en sus papeles.
—Estaban hablando en un rincón entre dos contenedores a las cinco de la mañana. El testigo conocía a Dahlström y sabía que se encontraba muy lejos de los sitios por donde él solía moverse. ¿Qué pensáis de esto?
—Si hay un testigo, puede que haya más —sugirió Wittberg—. ¿Cuándo fue eso?
—Eso no lo sabemos, sólo que fue en pleno verano.
—¿Qué hacía el testigo en el puerto por la mañana tan temprano? —inquirió Kihlgård.
—Estaba con una chica que iba a coger el barco que sale por la mañana hacia Nynäshamn.
—O sea que se trata de un chico joven. Puede tratarse de uno de los vecinos, ¿no vivía también en el edificio un muchacho?
—Llevas razón. En el piso de arriba, creo.
Knutas miró sus papeles.
—Se llama Niklas Appelqvist, estudiante.
—Si al testigo, sea quien sea, pudiéramos sacarle el nombre de la chica, entonces podríamos averiguar qué día viajó con las listas de pasajeros de la compañía Destination Gotland —apuntó Karin—. Creo que las guardan tres meses.
—¿Pero cómo procedemos, si el testigo no quiere hablar con la policía? —preguntó Norrby.
—Puede que al periodista le resulte más fácil conseguir esa información —sugirió Karin—. Creo que primero deberíamos pedirle ayuda a Johan Berg. Quizá el testigo sea uno de esos tipos con una actitud sumamente hostil hacia la policía. Lo cierto es que esas personas existen, por alguna razón incomprensible —añadió con ironía.
Se volvió hacia Knutas con una amplia sonrisa.
—Tendremos que hacerle la pelota al periodista —dijo maliciosamente—. Eso a ti se te da bien, Anders.
Karin le dio un codazo amistoso en el costado. A Kihlgård parecía que también le hacía mucha gracia.
Knutas tuvo que reconocer que Karin tenía razón. Legalmente no podía indagar la fuente de información, pero nada impedía que le pidiera a Johan que preguntara al testigo por el nombre de la chica. Así pues, la policía estaba en manos de la buena voluntad del periodista. Eso escocía.
J
usto en el momento en que Johan llegaba a la redacción de
Noticias Regionales
sonó su móvil. Era Knutas.
—¿Podrías ayudarme con una cosa?
—¿Con qué?
—¿Crees que el chico que vio a Dahlström en el puerto con un hombre recordará el nombre de la chica con la que estaba?
—No lo sé. Creo que sólo era una chica con la que se encontró aquella noche.
—¿Puedes preguntárselo?
—Claro. Tienes que esperar un poco, porque acabo de llegar a la redacción.
La policía quería su ayuda. Qué gracia. La situación era justamente lo contrario de lo que solía ser lo habitual, cuando él como periodista tenía que pedir, rogar e insistir para conseguir información. Podía hacer esperar a Knutas un rato.
E
n la redacción reinaba un ambiente de viernes agradablemente distendido. Los viernes el ritmo solía ser algo más tranquilo de lo habitual, puesto que entonces la mitad del programa consistía en un reportaje largo.
Grenfors estaba solo sentado a la gran mesa que ocupaba el centro de la redacción y a la que llamaban «escritorio de noticias». Era el lugar donde trabajaban el redactor jefe, el director del programa y el productor. El equipo directivo que planificaba las emisiones tomaba las decisiones y repartía el trabajo. A estas horas no habían aparecido aún ni el director del programa ni el productor del mismo. La mayoría de los periodistas estaban en sus mesas con el auricular del teléfono en la oreja. Por la mañana se realizaban las tareas de investigación y se concertaban las citas con las personas a las que iban a entrevistar. Por lo general, los días comenzaban tranquilos para luego irse acelerando y terminar en un crescendo de estrés antes del programa; secuencias que no estaban listas, alguna parte del reportaje que había que cambiar unos minutos antes de su emisión porque el redactor jefe no estaba satisfecho, ordenadores que se colgaban, las máquinas de video edición que no funcionaban y no podían emitir algunas imágenes, y así, cuando no era una cosa era otra. Los márgenes de tiempo eran estrechos y se trabajaba hasta el último minuto. Todos estaban acostumbrados, era su ritmo habitual de trabajo.
—Hola —lo saludó Grenfors—. Estuvo bien lo de ayer, me alegro de que nos hayamos ocupado de esa historia. Parece que puede convertirse en algo más grande. Ya veremos cómo se desarrolla. Mientras tanto…, mira, ha surgido aquí otro asunto.
El redactor rebuscó entre los periódicos y papeles que tenía encima de la mesa en un montón grande y desordenado.
—La policía ha incautado esta mañana en el puerto de Kapellskär un alijo récord de Rohypnol. ¿Puedes echarle un vistazo?
«Echarle un vistazo, seguro que sí», pensó Johan. Sonaba bastante fácil, pero sabía lo que Grenfors esperaba de él. Un reportaje de verdad con el que pudiera abrir la emisión y que incluyera información que sólo
Noticias Regionales
había conseguido. Johan dudaba seriamente de que se tratara de un alijo récord. Ya había perdido la cuenta de todas las incautaciones semejantes que habían realizado a lo largo del año.
—¿No se encargan de ello los de las noticias nacionales? —preguntó cansado. Había contado con poder volver a casa pronto.
—Sí, claro, pero ya sabes cómo son las cosas. Ellos se ocupan de lo suyo y nosotros de lo nuestro. Además, tú tienes mejores contactos que todos sus reporteros juntos.
—Está bien.
Johan volvió a su mesa. Antes de ponerse manos a la obra llamó a Gråbo, a Niklas Appelqvist.
Contestó directamente. Sí, claro, había seguido teniendo contacto con esa chica durante un tiempo. Puede que tuviera apuntado en algún sitio su apellido y su número de teléfono. Sólo se acordaba de que se llamaba Elin y vivía en Uppsala. Prometió volver a llamarlo enseguida. Antes de que Johan tuviera tiempo de levantar el auricular para telefonear a la aduana, éste empezó a sonar. Oyó la voz de su madre.
—Hola, hijo, ¿cómo estás? ¿Qué tal en Gotland?
—Sí, bien.
—¿Has visto a Emma?
—Sí, efectivamente, la he visto.
Tenía mucha confianza con su madre y, a estas alturas, ella sabía ya casi todo de su complicada relación con Emma. Lo escuchaba y le daba consejos sin esperar que fuera a seguirlos. No lo juzgaba, cosa que le agradecía.
Su relación se había vuelto más estrecha tras la muerte del padre de Johan, a causa de un cáncer, hacía casi dos años. Eran cuatro hermanos, pero Johan, que era el mayor, mantenía una relación más estrecha con su madre. Los dos se necesitaban mutuamente. El último año había sido su madre quien lo había necesitado a él más y habían pasado mucho tiempo juntos, hablando de su padre y de cómo había cambiado la vida. Especialmente para ella, claro, que se quedó sola con la enorme casa de Bromma. Johan había tratado de convencerla para que se trasladara y evitara así tener que hacerse cargo de todas las cosas. Porque, aunque sus hijos la ayudaban mucho, ellos también tenían sus propias vidas.
Ahora había superado lo peor. Incluso había empezado a salir con un hombre que pertenecía al mismo club de bolos. Era viudo y ella parecía que se sentía a gusto en su compañía. No le había aclarado si había entre ellos una relación sentimental, y Johan tampoco había querido preguntárselo. La relación con ese hombre le suponía un gran alivio, ya no tenía que preocuparse tanto de que ella estuviera sola.
F
anny estaba sentada a la mesa de la cocina observando su cara reflejada en la ventana. Estaba sola, su madre estaba en el trabajo como de costumbre. Los vecinos al otro lado del patio ya habían colocado en las ventanas las estrellas de Adviento. Pronto llegaría la Nochebuena. Otra Navidad más sola con su madre. Los demás se reunían con familiares y con amigos, y la celebraban con un árbol de Navidad con regalos. Lo más divertido de todo parecía lo de sentarse todos alrededor de una mesa grande y comer juntos la cena de Nochebuena. Calor y velas encendidas y compañía. Su madre y ella sólo se tenían la una a la otra. Y
Mancha
claro. No iban nunca a casa de sus familiares. Fanny había empezado a darse cuenta de cuál era el motivo. Tenían miedo de que su madre se emborrachara o de que le diera un ataque. Era tan impredecible que nadie podía relajarse estando con ella. Uno no sabía nunca lo que iba a pasar. Si alguien decía o hacía algo que a su madre, en aquel momento, le parecía inoportuno, el resto de la noche podía resultar un desastre. Por eso estaban solas. Ni siquiera la abuela estaba ya, se había vuelto senil y ahora vivía en una residencia de ancianos. No compraban un abeto de verdad para Navidad, sólo ponían un triste árbol de plástico encima de la mesa. Como un par de pensionistas solitarias. En Navidad solían comer delante de la tele. Albóndigas compradas, ensalada de remolacha y un
Jansons frestelse
[3]
precocinado, sólo tenían que calentarlo en el microondas. Su madre bebía aquavit y vino, y se iba emborrachando cada vez más a medida que avanzaba la tarde. Siempre había en la tele alguna película que quería ver, pero no solía pasar mucho tiempo antes de que se quedara dormida en el sofá. Fanny tenía que sacar a
Mancha
. Detestaba la Navidad. Que coincidiera con su cumpleaños no contribuía a mejorar las cosas. Quince años —ya era casi mayor—, pero se sentía como una niña en un cuerpo de adulto. No quería hacerse mayor, no podía esperar nada bueno. Apoyó la cabeza entre las manos, sintió el olor de su cabello recién lavado. De alguna manera aquello le proporcionó cierto consuelo. Se miró la redondez de los senos. Ellos eran los causantes del problema, su cuerpo lo había estropeado todo. Si no se hubiera hecho mayor, aquello no habría sucedido jamás. Su cuerpo era un arma que podía usar tanto contra los demás como contra sí misma.
Y él. Ahora se sentía sobre todo mal cuando pensaba en él. La sobaba con aquellas manos sudorosas, quería meterlas todo el tiempo por debajo de su ropa, gemía y lloriqueaba como un bebé. Quería hacer cosas cada vez más raras y ella no se atrevía a protestar. Se sentía sucia, repugnante. Él le dijo que ahora eso era cosa de los dos y que no podía hablar con nadie de lo que hacían juntos. Hablaba como si entre ellos existiera un acuerdo secreto, un pacto. Aunque no era así. En su fuero interno lo sabía. Decía que la necesitaba, que era muy importante para él, y le hacía regalos que le resultaba muy difícil rechazar. Eso hacía que ella se sintiera culpable. Era tan partícipe como él y sólo podía echarse la culpa a sí misma. Pero ya no quería seguir así. Quería alejarse de él, pero no podía ni imaginarse cómo iba a conseguirlo. Cuando soñaba despierta se imaginaba que aparecía alguien a la vuelta de la esquina y la liberaba de todo. Pero no aparecía nadie. Se preguntaba qué habría dicho su padre si lo supiera.
Se fue al cuarto de baño y abrió el armario.
Mancha
siguió mirándola con sus ojos tiernos. Sacó el paquete verde con las cuchillas de afeitar y se sentó en la taza. Sacó con cuidado una y la sujetó entre los dedos. Llegaron las lágrimas, cálidas y saladas, rodaron por sus mejillas y cayeron en las rodillas. Extendió una de las manos, se estudió los dedos. ¿Para qué le servía esa mano? Las venas azules se deslizaban por la muñeca y se extendían por la mano. Contenían su sangre, que circulaba sin sentido alrededor del cuerpo. ¿Para qué había nacido? ¿Para cuidar de su madre? ¿Para que la sobaran viejos asquerosos?
Miró a
Mancha
y eso bastó para que el perro moviera vacilante la cola. «Tú eres el único que me quiere —pensó Fanny—. Pero no puedo existir sólo para un perro».
Agarró con fuerza uno de los lados longitudinales de la cuchilla y la apretó contra la parte interior de una pierna, casi a la altura de la rótula. Quería ver cómo penetraba a través de la piel. La apretó más y más fuerte, le dolía. Al mismo tiempo se sentía bien, era como una liberación. La angustia y el dolor se concentraban allí, en la pierna en lugar de por todo el cuerpo. En un punto. Al final brotaba la sangre y le corría por la pierna, y seguía hasta el suelo.
J
ohan vio a Emma inmediatamente cuando ella cruzó la puerta. La observó unos segundos mientras ella miraba a su alrededor. El restaurante era pequeño, íntimo y estaba lleno. Estaba sentado en un rincón al fondo y se le veía mal desde la entrada. De pronto ella lo descubrió y sonrió deslumbrante. ¡Cómo era posible que fuera tan bella! Llevaba una cazadora verde musgo y el cabello mojado por la lluvia. No estaba acostumbrado a verla en un restaurante en Estocolmo, y le gustó.
Se besaron, Emma sabía a caramelos salados de regaliz y se rio en su boca.
—¡Qué día! No he podido concentrarme en nada, no oía ni lo que decían, sólo quería largarme de allí. No he sacado nada de este curso.