Nada que temer (13 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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(Un filósofo profesional, considerando esta escena imaginaria, quizá protestase por la burda vulgarización que hace el escritor de la posición auténtica de Ayer. El profesor de la cátedra Wykeham consideraba que todas las religiones eran esencialmente inverificables; para él, por tanto, «No hay Dios» era una proposición tan sin sentido como la de «Dios existe»: ninguna de las dos era filosóficamente demostrable. En su descargo, el escritor podría alegar necesidad literaria; y también replicar que puesto que Ayer estaba aquí hablando con un profano y benefactor, podría haberse abstenido de tecnicismos.)

Pero como esto es la vida real, o más bien de los vestigios que fueron accesibles a biógrafos, no hay evidencia de que se produjera este encuentro privado. Quizá sólo hubo unas enérgicas, cordiales palabras tranquilizadoras en la mesa del desayuno. Esto podría servir para un cuento mejor (aunque no para una obra de teatro): la gran cuestión ventilada en unas cuantas frases durante un repiqueteo de cuchillos, con tal vez el contrapunto de una conversación paralela sobre planes sociales para la jornada: quién quería ir de compras a Niza y a qué punto exacto de la Grande Corniche debía llevarles para el almuerzo el Rolls Royce de Maugham. En cualquier caso, la entrevista exigida tuvo lugar de algún modo, Ayer y su mujer volvieron a Londres y Maugham, tras aquella insólita confesión laica, prosiguió su camino hacia la muerte.

Hace unos años, traduje el cuaderno que Alphonse Daudet empezó a escribir cuando comprendió que su sífilis había llegado a la fase terciaria y le causaría una muerte inevitable. En un momento del texto empieza a despedirse de los seres queridos: «Adiós, mujer, hijos, familia, amores de mi corazón...» Y luego añade: «Adiós a mí, a mi preciado yo, ahora tan brumoso, tan indefinido.» Me pregunto si podemos de algún modo despedirnos de antemano de nosotros mismos. ¿Perdemos, o al menos decrece, este fuerte sentido de peculiaridad hasta que queda menos de él que la desaparición, menos que la añoranza? La paradoja consiste, por supuesto, en que este «yo» es el que se encarga de hacerse más pequeño. Del mismo modo que el cerebro es el único instrumento que tenemos para investigar el funcionamiento del cerebro. Del mismo modo que la teoría de la muerte del autor fue inevitablemente proclamada por... un autor.

Perder, o al menos reducir, el «yo». Surgen dos estratagemas. Primera, preguntar cuánto, en la escala de cosas, vale el «yo». ¿Por qué necesitaría el universo que continuara su existencia? A este «yo» ya se le han otorgado varios decenios de vida, y en la mayoría de los casos se reproducirá; ¿cómo puede tener suficiente importancia para justificar la concesión de más años? Además, pensemos en lo aburrido que ese «yo» llegaría a ser, para mí y para los demás, si continuase viviendo indefinidamente (véase Bernard Shaw, autor de Volviendo a Matusalén; también al Bernard Shaw viejo, su pose incorregible, su autobombo tedioso). Segunda estratagema: ver la muerte de mi «yo» a través de ojos ajenos. No los de quienes te llorarán y echarán de menos, ni los de quienes al enterarse de tu muerte alzarán una copa momentánea; ni tampoco de los que quizá digan «¡Bien!» o «La verdad es que nunca le aprecié» o «Enormemente sobrevalorado». Más bien, ver la muerte de mi «yo» desde el punto de vista de quienes nunca han sabido nada de mí, que es, al fin y al cabo, casi todo el mundo. Un desconocido muere: no muchos le lloran. Es nuestra necrológica segura a los ojos del resto del mundo. Entonces, ¿quiénes somos para satisfacer nuestro egotismo y armar tanto jaleo? Tal sabiduría invernal puede convencer brevemente. Casi me convencí a mí mismo cuando estaba escribiendo el párrafo anterior. Con la salvedad de que la indiferencia del mundo rara vez ha reducido el egotismo de alguien. Con la salvedad de que el juicio del universo sobre lo que valemos rara vez coincide con el nuestro. Con la salvedad de que nos resulta difícil creer que, si siguiéramos viviendo, aburriríamos a los demás y a nosotros mismos (hay tantas lenguas extranjeras e instrumentos musicales que aprender, tantos oficios que probar y países donde vivir y personas que amar, y después siempre podremos recurrir al tango, el langlauf y el arte de la acuarela...). Y la otra pega es que simplemente pensar en tu propia individualidad, cuya pérdida lamentas de antemano, significa reforzar el sentido de dicha individualidad; el proceso consiste en excavarte un agujero aún más grande que a la larga se convertirá en tu tumba. El arte mismo que practico también se opone a la idea de un adiós sereno a un yo disminuido. Sea cual sea la estética del autor —desde subjetiva y autobiográfica hasta objetiva y ocultadora del autor—, hay que fortalecer y definir el ego para producir la obra. Por tanto, se podría decir que escribiendo esta frase me estoy poniendo un poco más cuesta arriba el hecho de morir.

O se podría decir: Oh, vamos, adelante, pues, que te jodan, muérete y llévate contigo tu artistoide ego nocivo. Es la última Navidad antes de mi sexagésimo cumpleaños, y hace unas semanas el sitio de la web belief.net («Conoce a cristianos solteros de tu zona»; «Consejos sobre la salud y la felicidad todos los días en tu bandeja de entrada») interrogó a Richard Dawkins —o, como los abonados al sitio le han apodado, «Señor Galimatías»— sobre la desesperación que producen algunas consecuencias del darwinismo. Contesta: «Qué dura realidad si es cierto que desesperan a la gente. El universo no nos debe condolencia ni consuelo; no nos debe una agradable sensación de calor interno. Si es cierto no hay nada que hacer, y más vale que vivamos con esa certeza.» Que te jodan y muérete. Por supuesto, Dawkins tiene razón en su argumento. Pero Robespierre también estaba en lo cierto: el ateísmo es aristocrático. Y el tono altanero recuerda la dureza punitiva del antiguo cristianismo. Dios no ha creado el universo para nuestro confort. ¿No te gusta? Es una dura realidad. Tú —alma no bautizada— te vas al limbo. Tú —masturbador blasfemo—, derecho al infierno, para ti no hay paso libre ni pase de salida de la cárcel, nunca. Tú —marido católico—, por aquí; vosotros —hijos y mujer apóstatas que se hospedaron en casa del ateo Ayer—, por allí. No hay comodidades, cero. Jules Renard imaginó un Dios tan castrense que recordaría constantemente a los que finalmente iban al cielo: «No estáis aquí para divertiros, ¿vale?»

Madura, dice Dawkins. Dios es un amigo imaginario. Cuando estás muerto estás muerto. Si buscas una sensación de estremecimiento espiritual, contempla la Vía Láctea a través de un telescopio. De momento estás exponiendo a la luz el caleidoscopio de un niño y fingiendo que esos rombos de colores los ha puesto Dios.

Madura. El 17 de julio de 1891, Daudet y Edmond de Goncourt fueron a dar un paseo matutino y hablaron de la minúscula posibilidad de que después de la muerte hubiese otra vida. Por mucho que deseara volver a ver a su difunto y querido hermano Jules, Edmond estaba seguro de que «la muerte nos aniquila totalmente», porque somos «criaturas efímeras que duran unos pocos días más que las que viven un solo día». Entonces expuso un argumento original, basado en el número, como el
ex consensu gentium
de Maugham, pero cuya conclusión era la opuesta: aunque existiera Dios, esperar que la Divinidad diese una segunda vida póstuma a cada miembro de la especie humana sería imponerle una tarea de contabilidad demasiado pesada para Ella.

Esto es quizá más ingenioso que convincente. Si, para empezar, podemos concebir a un Dios, la capacidad de tener presente, tabular, atender (y resucitar) a cada uno de nosotros es, diría yo, el requisito mínimo que cabría esperar de Su tarea. No, el argumento más convincente no emana de la incapacidad de Dios, sino de la nuestra. Como escribe Maugham, en su primera anotación del año 1902, en Cuadernos de un escritor: «Los hombres comunes y corrientes no me parecen aptos para el hecho tremebundo de una vida eterna. Con sus pequeñas pasiones, sus pequeñas virtudes y sus pequeños vicios, ya están bien adaptados al mundo cotidiano; pero el concepto de inmortalidad es demasiado vasto para seres creados en tan pequeña escala.» Antes de ser escritor, Maugham había estudiado medicina y había visto morir a pacientes tanto de un modo apacible como trágicamente: «Y en sus últimos instantes nunca he visto nada que indique que su espíritu es eterno. Mueren como muere un perro.»

Objeciones posibles: 1. Los perros también forman parte de la creación divina (al igual que forman Su anagrama).
[6]
2. ¿Por qué habría de saber un médico, concentrado en el cuerpo, dónde está el espíritu? 3. ¿Por qué la ineptitud del hombre excluye la posibilidad de una vida espiritual después de la muerte? ¿Quién decide que no somos dignos? ¿No reside todo en la esperanza de mejora, de salvación por medio de la gracia? Claro que somos poca cosa, claro que hay un largo camino por recorrer, pero ¿no se trata de esto? Si no, ¿para qué sirve el cielo? 4. Recurso a la posición de Singer: «Si está prevista la supervivencia...»

Pero Maugham tiene razón: morimos como perros. O, mejor dicho —habida cuenta de los avances de la medicina desde 1902—, morimos como morirían unos perros bien cuidados, bien sedados, con buenas pólizas de seguros de enfermedad. Pero, aun así, caninamente.

Durante mi infancia en las afueras inmediatas, teníamos una radio de baquelita blanca y negra, cuyos mandos nos habían prohibido tocar a mi hermano y a mí. Papá era el encargado de encender el aparato y sintonizarlo, asegurándose de que se había calentado adecuadamente y a tiempo. Después manipulaba su pipa, introducía el tabaco y lo prensaba antes de producir la chirriante llama de una cerilla Swan Vesta. Mamá se ponía a zurcir o hacer calceta, y quizá consultaba el Radio Times en su funda de piel estampada. La radio emitía entonces las fluidas opiniones del equipo de ¿Alguna pregunta?: diputados de mucha labia, obispos mundanos, sabios profesionales como A. J. Ayer o sabios aficionados y autodidactas. Mamá les puntuaba intercalando notas —«Dice cosas muy sensatas»— o cruces, que iban desde «¡Mentecato!» hasta «Habría que fusilarle». Otro día, en la radio hablaban Los críticos, una pandilla de engolados expertos en estética que peroraban sobre obras de teatro que nosotros nunca veríamos y libros que nunca entraban en casa. Mi hermano y yo escuchábamos con una especie de aburrimiento asombrado, que no sólo era del presente, sino anticipatorio: si aquel toma y daca de opiniones era lo que contenía la edad adulta, entonces no sólo parecía inalcanzable, sino también activamente indeseable.

En mi adolescencia en las afueras lejanas, la radio adquirió un rival: un amplio televisor, comprado de segunda mano en una subasta. Envuelto en madera de nogal, con puertas dobles de cuerpo entero que ocultaban su función, era del tamaño de un armario enano, y engullía cera para muebles. Encima descansaba una Biblia familiar, tan enorme como el televisor e igual de engañosa. En efecto, era la Biblia de otra familia, con un linaje que no era el nuestro inscrito en la guarda delantera. También la habían comprado en una subasta, y no la abríamos nunca, salvo cuando papá la consultaba jovialmente para resolver un crucigrama.

Las sillas ahora apuntaban en una dirección distinta, pero el ritual no había cambiado. La pipa estaba encendida y el costurero dispuesto, o quizá los avíos de manicura: la lima, el quitaesmalte, parches para uñas rotas, base, esmalte. El olor de acetona a veces me remonta a cuando yo hacía maquetas de aeroplanos, pero más a menudo me recuerda a mi madre haciéndose la manicura. Y, en especial, un momento emblemático de mi adolescencia. Mis padres y yo estábamos viendo una entrevista con John Gielgud, o más bien viendo el poco esfuerzo con que convertía las preguntas de su interlocutor en pretextos para contar anécdotas rebuscadas en las que se burlaba de sí mismo. A mis padres les gustaba el teatro, tanto el de aficionados como el del West End, y sin duda habrían visto varias veces a Gielgud desde el gallinero. Su voz fue durante medio siglo uno de los más hermosos instrumentos de la escena londinense: una voz no de áspera potencia, sino de refinada movilidad, una de esas voces que mi madre admiraba tanto por razones sociales como críticas. Mientras Gielgud desgranaba otra de sus reminiscencias finas y ligeramente salpicadas de risitas, yo percibí un ruido suave pero insistente, como si papá estuviese discretamente tratando de encender una cerilla Swan Vesta, pero sin conseguirlo. Un rasponazo seco seguía a otro, un graffiti auditivo que rayaba la voz de Gielgud. Era, por supuesto, mi madre limándose las uñas.

El armario enano era más divertido que la radio, porque programaba series del oeste: El llanero solitario, desde luego, pero también Wells Fargo, con Dale Robertson. Mis padres preferían las peleas para mayores, como Field Marshal Montgomery On Command In Battle, una serie en seis capítulos en la que el general explicaba cómo había perseguido a los alemanes desde el norte de África y a través de toda Europa hasta que se rindieron en Lüneberg Heath; o, como mi hermano ha recordado hace poco, «el pequeño y pálido Monty mariconeando en blanco y negro». Había también The Brains Trust, como una versión posgraduada —es decir, incluso más atrofiante— de ¿Alguna pregunta?, y en la que también participaba A. J. Ayer. Más unida, la familia veía programas de animales: Armand y Michaela Denis, con su acento cantarín y su ropa de campaña de múltiples bolsillos; el capitán Cousteau con sus pies de rana; David Attenborough jadeando entre la maleza. Los espectadores tenían que andar con mucho ojo en aquellos tiempos, porque unas criaturas monocromas se movían camufladas a través de
un veldt
, un fondo marino o una selva monocromas. Hoy día lo tenemos fácil, estamos mimados por el color y los primeros planos, y nos dan «una vista divina» de toda la complejidad y belleza de un universo sin Dios.

El pingüino emperador ha estado de moda últimamente, en películas y documentales de televisión con voces en off que nos incitan al antropomorfismo. ¿Cómo resistirnos a su adorablemente torpe bipedalismo? Miren cómo descansa amorosamente uno en el pecho del otro, cómo protegen un huevo precioso entre los pies de los padres, cómo comparten la busca de alimento, igual que nosotros hacemos la compra en el supermercado. Observen cómo el grupo entero se apiña contra la tormenta de nieve, demostrando altruismo social. ¿No nos recuerdan extrañamente a nosotros estos emperadores de la Antártida tan abnegados con sus huevos, que se dividen las tareas, comparten la crianza y son estacionalmente monógamos? Quizá; pero sólo en la medida en que —y no es de extrañar— nos parecemos a ellos. Somos igual de buenos para pasar por criaturas de Dios y sufrir al mismo tiempo los ataques y las carantoñas de implacables impulsos evolucionistas. Y puesto que esto es así, ¿a qué se reduce, una vez más, la propuesta de que el asombro ante el universo natural pero vacío es una pura sustitución del asombro por las obras de un amigo imaginario que hemos creado para nosotros mismos? Tras haber adquirido una conciencia evolutiva de nuestra identidad como especie, no podemos volver a ser pingüinos ni ninguna otra cosa. Antes, el asombro era un sentimiento de gratitud balbuciente por la munificencia de un creador, o un terror incontenible por su capacidad de sobrecogernos y atemorizarnos. Sólo ahora tenemos que pensar en la finalidad de nuestro asombro ateo. No puede ser sólo él mismo, aunque más puro y auténtico. Tiene que tener alguna función, alguna utilidad biológica, algún propósito práctico para salvar la vida o prolongarla. Quizá ese asombro sirva para ayudarnos a buscar otro lugar donde vivir el día en que hayamos destrozado irreparablemente nuestro propio planeta. Pero, en todo caso, ¿cómo puede no reducir el reduccionismo?

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