La cólera del ateo resucitado: valdría la pena verla. Y ya que hablamos del tema, creo que la compañía de los santos podría ser claramente interesante. Muchos de ellos llevaron vidas emocionantes —esquivaron a asesinos, se enfrentaron a tiranos, predicaron en rincones medievales, sufrieron tortura—, y hasta los más apacibles podrían hablarnos de apicultura y el cultivo de espliego, la ornitología en Umbría y cosas por el estilo. Dom Pérignon era un monje, al fin y al cabo. Quizá hayamos esperado una mayor variedad social, pero si «ha sido previsto así» los santos nos harán compañía más tiempo del que pensábamos.
Mi hermano no teme la extinción. «Lo digo confidencialmente, y no sólo porque sería irracional tener un miedo así» (perdón —interrupción—: ¿irracional? ¿IRRACIONAL? Es lo más racional del mundo: ¿cómo puede la razón no detestar y temer razonablemente el fin de la razón?). «Tres veces en mi vida he tenido la convicción de que estaba a punto de morir (la última desperté en una unidad de reanimación) , y en las tres tuve una reacción emotiva (una de rabia violenta, por haberme puesto yo mismo en aquella situación, otra de vergüenza teñida de irritación al pensar en el desorden en que dejaba mis asuntos), pero ninguna de miedo.» Incluso ha hecho un simulacro de declaración en el lecho de muerte: «La última vez que estuve a punto de morir, mis casi últimas palabras fueron: "Que Ben se quede con mi ejemplar del Aristóteles de Bekker."» Añade que a su mujer no le parecieron «suficientemente afectuosas».
Admite que en los últimos tiempos piensa más en la muerte que antes, «en parte porque se me están muriendo viejos amigos y colegas». Piensa en ella con calma una vez por semana; yo, por el contrario he invertido años y esfuerzo, he saltado las vallas y levantado pesas sin adquirir la menor serenidad ni filosofía. Podría aducir algunos argumentos en favor de la conciencia de la muerte, pero no estoy seguro de que resultaran convincentes. No puedo afirmar que encarar la muerte (no, esto parece demasiado activo, falsamente heroico; la pasiva es mejor: no puedo afirmar que haber sido encarado por la muerte) me haya dado una mayor conformidad con ella, ni que me haya hecho más sabio o más serio o más... nada, en realidad. Podría aducir que no saboreamos realmente la vida sin una conciencia habitual de extinción: es el limón exprimido, el pellizco de sal que realza el sabor. Pero ¿de verdad creo que mis amigos que niegan la muerte (o religiosos) aprecian menos que yo ese ramo de flores/obra de arte/vaso de vino? No.
Por otra parte, no es sólo una cuestión visceral. Sus manifestaciones —desde unos pinchazos en la piel hasta un terror que deja la mente en blanco, desde el brutal timbre de alarma en la habitación de hotel desconocida hasta las bocinas que atruenan la ciudad— quizá sí. Pero repito e insisto en que sufro de un miedo racional (sí, RACIONAL). La danza de la muerte más antigua, pintada en un muro del
Cimetiére des Innocents
de París en 1425, tenía un texto que comenzaba así: «
O créature roysonnable I Qui desires vie eternelle
» [Oh razonable criatura / que deseas vida eterna]. Miedo racional: a mi amigo, el novelista Brian Moore, le gustaba citar la vieja definición jesuita del hombre como «
un étre sans raisonnable raison d'étre
». Un ser sin una razonable razón de ser.
¿La conciencia de la muerte tiene algo que ver con que yo sea escritor? Quizá. Pero de ser así no quiero saberlo ni averiguarlo. Recuerdo el caso de un humorista que, al cabo de años de psicoterapia, entendió finalmente las razones de por qué necesitaba ser gracioso; y en cuanto lo comprendió, dejó de serlo. Así que no me gustaría arriesgarme. Aunque me imagino una de esas elecciones entre dos alternativas. «Señor Barnes, hemos examinado su estado y llegamos a la conclusión de que su miedo a la muerte está íntimamente relacionado con sus costumbres literarias, que son, como otras tantas de su profesión, simplemente una reacción trivial a la mortalidad. Inventa historias para que su nombre, y un porcentaje indefinido de su individualidad, continúen existiendo después de su muerte física, y esta precisión le aporta una especie de consuelo. Y aunque intelectualmente ha comprendido que podría ser olvidado antes de su muerte, o si no poco después, y que a la larga todos los escritores serán olvidados, al igual que toda la especie humana, aun así parece valer la pena. No sabemos con certeza si escribir es para usted una reacción visceral a lo racional o una reacción racional a lo visceral. Pero le pedimos que tenga en cuenta lo siguiente: hemos ideado una nueva operación cerebral que elimina el temor a la muerte. Es un procedimiento sencillo que no requiere anestesia general; de hecho, usted puede observar su progreso en una pantalla. Limítese a seguir con la mirada este punto de intenso color anaranjado y observe cómo el color se apaga gradualmente. Por supuesto, descubrirá que la operación también suprimirá el deseo de escribir, pero muchos de sus colegas han optado por este tratamiento y lo han considerado beneficioso. La sociedad, en general, tampoco ha protestado por que haya menos escritores.»
Tendría que pensármelo, desde luego. Podría preguntarme cómo mis obras irían creciendo solas, y si esta idea siguiente es tan buena como imagino. Pero espero declinar la oferta; o al menos negociarla, pedirles que la hagan más atractiva. «¿Y si en vez de eliminar el miedo a la muerte eliminan a la muerte misma? Esto sería seriamente tentador. Ustedes me libran de la muerte y yo dejo de escribir. ¿Qué les parece este trato?»
Mi hermano y yo hemos heredado algunas cosas comunes. Nuestros cuatro oídos han generado tres audífonos. Mi sordera es en el lado izquierdo. Jules Renard, Diario, 25 de julio de 1892: «Es sordo del oído izquierdo: no oye por el lado del corazón.» (¡Cabrón!) Cuando el otorrino me lo diagnosticó, le pregunté si algo que yo hubiera hecho podría haber causado la afección. «Uno no produce la enfermedad de Méniére», respondió. «Es congénita.» «Ah, bien», dije. «Algo de lo que puedo culpar a mis padres.» Pero no les culpo. Sólo estaban cumpliendo su deber genético, transmitiendo lo que ellos habían heredado, todo ese rollo, desde el limo, el pantano y la cueva, el material evolutivo, sin el cual mi persona quejumbrosa no habría venido al mundo.
A unos centímetros de esos oídos congénitamente deficientes se encuentra, dentro de mi cráneo, el temor a la muerte y, dentro del de mi hermano, su ausencia. ¿En qué punto cercano se encontrarían la religión o su ausencia? En 1987, un neurocientífico norteamericano afirmó que había localizado el punto exacto del cerebro donde una determinada inestabilidad eléctrica activa el sentimiento religioso: el llamado «punto Dios», una forma distinta y hasta más potente que el punto G. Este investigador también inventó hace poco un «casco Dios» que estimula los lóbulos temporales con un débil campo magnético y supuestamente provoca estados religiosos. Valientemente —o insensatamente— lo probó con la persona menos sugestionable del mundo, Richard Dawkins, que como era de esperar no captó ni un parpadeo de la Presencia Inmanente.
Otros investigadores creen que no hay un solo «punto Dios» que detectar. En un experimento, pidieron a quince monjas carmelitas que recordasen sus más profundas experiencias místicas: los escáneres mostraron que la actividad eléctrica y los niveles de oxígeno en la sangre aumentaban en, como mínimo, doce zonas separadas del cerebro. Pero la neuromecánica de la fe nunca descubrirá ni demostrará (o refutará) a Dios, ni establecerá la razón subyacente de que nuestra especie crea en deidades. Quizá se consiga cuando la psicología evolutiva exponga la utilidad adaptativa de la religión para los individuos y los grupos. Aunque ¿acaso servirá esto para Dios, el gran escapista? No cabe esperarlo. Hará una retirada táctica, como ha estado haciendo durante aproximadamente los últimos ciento cincuenta años, hacia la siguiente parte insondable del universo. «Quizá el hecho de que Dios es incomprensible sea el argumento más sólido en favor de su existencia.»
Diferencias entre hermanos: cuando yo tenía la edad de la máxima vergüenza adolescente, un amigo de mis padres preguntó a papá, en mi presencia, cuál de sus dos hijos era el más inteligente. Mi padre tenía la mirada fija en mí —su mirada benévola, liberal— cuando respondió, con el mayor cuidado: «Seguramente Jonathan, Julián es más completo, ¿no te parece, Ju?» Me vi obligado a ser cómplice en el juicio (con el que probablemente estaba de acuerdo, de todos modos). Pero también reconocí el eufemismo. Resto del mundo, voz grave, completo: sí, ya.
Las diferencias que mi madre veía en sus dos hijos me agradaban más. «Cuando eran niños, si yo estaba enferma, Julián se subía a la cama y se acurrucaba contra mí, mientras su hermano me traía una taza de té.» Señaló otra diferencia: una vez, mi hermano se cagó en los pantalones y reaccionó diciendo: «No volverá a suceder», y así fue; a mí, por el contrario, cuando no logré controlar mis intestinos de infante, me descubrieron untando de mierda alegremente las grietas entre los tablones del suelo. Mi diferenciación favorita, sin embargo, la hizo mi madre en una época muy posterior de su vida. Para entonces sus dos hijos se habían ya establecido en sus campos respectivos. Así expresó ella su orgullo por ellos: «Uno de mis hijos escribe libros que leo pero no entiendo, y el otro escribe libros que entiendo pero no leo.»
Siempre que yo reflexionaba sobre nuestro carácter divergente a menudo lo atribuía a un detalle puerperal. Tras el nacimiento de mi hermano, nuestra madre enfermó de una infección causada por estreptococos. No pudiendo amamantarle, le había criado con las gachas embotelladas que hubiera en la Inglaterra en guerra de 1942. Yo sabía que en mi nacimiento, en 1946, no había habido complicaciones médicas, y por consiguiente mi madre debió de darme el pecho. En momentos de rivalidad fraterna yo recurría a este hecho esencial. El era el inteligente, todo intelecto helado y acción práctica, el que llevaba el té y retenía la mierda; yo era el bueno en todo, el que se acurrucaba, el que untaba de caca, el emotivo. El tenía el cerebro y tenía también el Imperio Británico; yo tenía la rica diversidad del resto del mundo. Esto era un reduccionismo lastimoso, por supuesto, y cada vez que los críticos y los comentadores aplicaban uno similar al arte (El Greco simplificado en un caso de astigmatismo, la música de Schumann convertida en la anotación de una locura inminente), yo me enfadaba muchísimo. Pero adopté esta explicación para mí en una época en que la necesitaba, un tiempo en que unos observadores de mi vida emocional podrían haber llegado a la conclusión de que más que coleccionar sellos del resto del mundo me estaba especializando en matasellos raros de Noruega y las islas Feroe.
El temor a la muerte sustituye al temor de Dios. Pero este temor —un antiguo principio totalmente cuerdo, habida cuenta de los peligros de la vida y lo vulnerables que somos a los rayos de origen desconocido— al menos permitía negociar. Convencimos a Dios de que renunciase a ser vengativo y le llamamos el «infinitamente misericordioso»; del
Dios «Antiguo» pasó a ser el Nuevo, como los Testamentos y el partido laborista. Arrancamos Su imagen esculpida, la pusimos sobre unos raíles y la llevamos a un lugar donde el clima era más soleado. No podemos hacer lo mismo con la muerte. A la muerte no se la puede convencer ni se le puede sacar partido alguno; simplemente se niega a sentarse a la mesa de negociaciones. No tiene que fingir que es vengativa o misericordiosa, ni tampoco infinitamente despiadada. Es insensible al insulto, la queja o la condescendencia. «La muerte no es una artista»: no, y nunca pretendería serlo. Los artistas no son fiables; la muerte, por el contrario, nunca te falla, monta guardia siete días a la semana y trabaja de buen grado tres turnos consecutivos de ocho horas. Compraríamos acciones de la muerte, si existieran; apostaríamos por ella, por muy inciertas que fueran las posibilidades. Cuando mi hermano y yo estábamos creciendo, había una celebridad menor llamada doctora Barbara Moore, corredora de larga distancia y vegetariana militante, que creía poder derrotar a la naturaleza; en una ocasión dijo a un periódico, un poco ambiciosamente, que tendría un hijo a los cien años y que viviría hasta los ciento cincuenta. Ni siquiera llegó a la mitad. Murió a los setenta y tres años, y no a manos de un inquieto corredor de apuestas. Extrañamente, ella misma suplantó a la muerte y se dejó morir de inanición. Fue un gran día para la cotización de la Parca.
Los ateos de la primera categoría, moralmente superior (no creen en Dios, no temen a la muerte), se complacen en decirnos que la ausencia de una divinidad no debería disminuir en absoluto nuestra sensación de maravilla ante el universo. Quizá todo nos parezca milagroso y fácil de usar si imaginamos que Dios lo puso allí especialmente para nosotros, desde la armonía de un copo de nieve y el complejo carácter alusivo de la pasionaria hasta el espectacular efecto escénico de un eclipse solar. Pero si todo se sigue moviendo sin una causa primera, ¿por qué habría de ser menos prodigioso y menos bello? ¿Por qué tendríamos que ser niños necesitados de un maestro que nos enseña las cosas, como si Dios fuera una versión superior de un experto televisivo en la vida animal? El pingüino del Antártico, por ejemplo, es igual de majestuoso y cómico, igual de grácil y torpe, ya sea anterior o posterior a Darwin. Creced y examinemos juntos el encanto de la doble hélice, el brillo tenue, que se va oscureciendo, del profundo espacio, las adaptaciones infinitas del plumaje que demuestran las leyes de la evolución y el mecanismo denso y esquivo del cerebro humano. ¿Por qué necesitamos a un Dios que nos ayude a maravillarnos de estas cosas?
No nos hace falta. En realidad no. Y sin embargo... Si lo que existe procede de la nada, si todo se despliega mecánicamente según un programa que nadie ha establecido, y si nuestras percepciones son simples micromomentos de actividad bioquímica, el mero chasquido y crujido de unas pocas sinapsis, entonces ¿a qué se reduce esta sensación de asombro? ¿No debería inspirarnos un poco más de recelo? Un escarabajo pelotero quizá experimente un primitivo estupor reverencial por el tamaño de la enorme bola de estiércol que está empujando. ¿No será nuestro asombro simplemente una versión más finolis? Quizá, podría responder el ateo de la primera categoría, pero al menos se basa en un conocimiento de la materia. Compáralo con las fantasías sensibleras de aquel discípulo de Rousseau, que aseguraba que las estrías de la corteza de un melón eran una obra artesanal de Dios: como una niñera, el Todopoderoso dividía la fruta en porciones iguales y equitativas para Sus hijos. ¿Quieres retornar a ese pensamiento tan absurdo, a la lastimosa falacia del gastrónomo? ¿Dónde está tu sentido de la verdad?