Nada que temer (12 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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Otra semana, otra comida: siete escritores se reúnen en la sala de arriba de un restaurante húngaro del Soho. Este almuerzo del sábado se estableció hace treinta años o más: una reunión vociferante, polémica, humeante y etílica a la que asisten periodistas, novelistas, poetas y humoristas gráficos al término de otra semana laboral. A lo largo de los años el lugar ha cambiado muchas veces, y la muerte y los traslados han disminuido el número de comensales. Ahora quedamos siete, el más mayor anda por la mitad de los setenta y el más joven muy cerca de los sesenta.

Es el único encuentro exclusivamente masculino al que asisto voluntariamente o de buena gana. De semanal ha pasado a ser solamente anual; a veces es casi como el recuerdo de un suceso. Con los años también ha cambiado su tono. Ahora se grita menos y se escucha más; hay menos jactancia y rivalidad, hay más bromas e indulgencia. Actualmente nadie fuma ni acude con la severa intención de emborracharse, lo que antaño parecía una actividad interesante en sí misma. Necesitamos una sala aparte, no por engreimiento o por temor a que oyentes furtivos nos roben nuestras mejores ocurrencias, sino porque la mitad somos sordos: algunos abiertamente, los que se insertan el audífono al sentarse, y otros que todavía no lo han reconocido. Estamos perdiendo pelo, necesitamos gafas; la próstata se nos hincha poco a poco, y se hace un uso frecuente de la cisterna de los urinarios a la vuelta de la escalera. Pero en conjunto estamos alegres y todos seguimos trabajando.

La conversación discurre por terrenos conocidos: cotilleos, la industria del libro, la crítica literaria, la música, las películas, la política (algunos ya han efectuado el giro ritual a la derecha). No hay una mesa limón, y no recuerdo que alguna vez se haya hablado de la muerte como un tema general. O de la religión, en realidad, aunque un miembro de nuestro grupo, R, es católico romano. Durante años le hemos confiado la misión de formular la incómoda, insinuante pregunta moral. Cuando uno de los comensales más mujeriegos estaba reflexionando sobre lo conyugal que se había vuelto últimamente, fue P. el que preguntó: «¿Crees que es el amor o la edad?» (y recibió la respuesta de que probablemente, ay, era la edad).

Esta vez, sin embargo, tenemos una cuestión de doctrina sobre la cual interrogar a P. El nuevo Papa —alemán—acaba de anunciar la abolición del purgatorio. Al principio pedimos una aclaración: qué era y dónde estaba, a quién mandaban allí y quién salía, si salía alguien. Hay una breve desviación hacia la pintura y Mantegna (aunque el purgatorio apenas ha sido un tema popular, y cabe pensar que no supone una gran pérdida para los pintores católicos que queden por ahí). Observamos cuánto cambian estos lugares definitivos: hasta la probabilidad y la «infernalidad» del infierno han sido rebajadas en el curso de los años. Convenimos, amigablemente, en que «El infierno son los demás» de Sartre es una estupidez. Pero lo que realmente queremos preguntar a P. es si cree, y hasta qué punto, en la existencia de esos destinos y, concretamente, si cree en el cielo. «Sí», contesta. «Espero que sí. Espero que haya cielo.» Pero para él esta creencia no dista mucho de ser un franco consuelo. Explica que para él es doloroso pensar que si la eternidad y el cielo de su fe existen, podría entrañar la separación de sus cuatro hijos, todos los cuales han abandonado la religión en la que fueron educados.

Y no sólo ellos: también tiene que pensar en que estará separado de la mujer con quien lleva casado más de treinta años. Aunque dice que hay que confiar en la gracia divina. Dista de ser cierto que los creyentes declarados se salvarán necesariamente, o que las buenas obras de no creyentes y apóstatas no les reunirán con sus creyentes, aunque nada perfectos, maridos y progenitores. P. cuenta luego un detalle marital que yo desconocía. Su mujer E. fue educada como anglicana, y cuando era una colegiala de trece años la enviaron a alojarse —parecido a Daniel— en la guarida atea del filósofo A. J. Ayer. Allí perdió enseguida la fe y ni siquiera cuarenta años de ejemplo de su marido pudieron ulteriormente hacer mella en su agnosticismo.

En este punto se organiza un referéndum sobre la creencia en la otra vida. Cinco, y tres cuartas partes del sexto restante no creen en ella; la parte fraccional tilda a la religión de «cruel estafa» pero admite que «no le importaría que fuese verdad». Pero mientras que en decenios anteriores esto quizá hubiera generado burlas cariñosas de nuestro miembro católico, hoy existe la sensación de que los demás estamos mucho más cerca del olvido en que creemos, y él, en cambio, por lo menos, tiene una esperanza moderada y modesta de salvación y cielo. Tengo la impresión —aunque no hemos hecho un referéndum al respecto— de que le envidiamos en silencio. No somos creyentes, no hemos creído empecinadamente durante décadas, en algunos casos más de medio siglo; pero no nos gusta lo que vemos delante, y nuestros recursos para afrontarlo no son tan buenos como podrían ser.

No sé si a P. le consolaría o le alarmaría que yo le citase a Jules Renard (Diario, 26 de enero de 1906): «De buen grado creo cualquier cosa que propongas, pero la justicia de este mundo no me tranquiliza mucho sobre la justicia del siguiente. Temo que Dios siga metiendo la pata: admitirá al malvado en el cielo y al justo le mandará de una patada al infierno.» Pero el dilema de mi amigo P. —no conozco a nadie que haga cábalas tan precisas y acongojadas sobre la hipotética otra vida— me empuja a reconsiderar algo que siempre, con excesiva ligereza, he mantenido (y lo he estado haciendo sólo unas páginas antes). A los agnósticos y ateos que observan la religión desde la línea de banda no suelen impresionarles las convicciones gallinas. ¿Qué sentido tiene la fe si ella y tú no sois serios —serios en serio— y si tu religión no llena, dirige, tiñe y sostiene tu vida? Pero «serios» en casi todas las religiones invariablemente significa punitivo. Y por tanto deseamos a otros lo que no deseamos para nosotros mismos.

Seriedad: por ejemplo, no me habría apetecido nacer en los estados papales en fecha tan reciente como el decenio de 1840. La educación estaba tan descuidada que sólo el dos por ciento de la población sabía leer; los curas y la policía secreta lo manejaban todo; se consideraba peligrosos a los «pensadores» de cualquier género; por otra parte, «el recelo hacia todo lo que no fuese medieval indujo a Gregorio XVI a prohibir la entrada de ferrocarriles y telégrafos en sus dominios». No, todo esto suena a «serio» de una manera errónea. Luego está el mundo tal como lo decretaba Pío IX en el Syllabus de Errores de 1864, en el que reclamaba para la Iglesia el control de la ciencia, la cultura y la educación y rechazaba la libertad de culto para otras religiones. No, tampoco me apetecería esto. Primero persiguen a los cismáticos y herejes, después a las demás religiones y luego a personas como yo. Y en cuanto a ser mujer en la mayoría de las religiones...

La religión tiende al autoritarismo como el capitalismo tiende al monopolio. Y si se piensa que los papas son un blanco fácil, basta recordar a alguien tan antipapista como uno de sus notorios enemigos: Robespierre. El «incorruptible» alcanzó prominencia nacional en 1789, con un ataque al lujo y la mundanidad de la Iglesia católica. En un discurso ante los Estados Generales, instó a los sacerdotes a recobrar la austeridad y la virtud de la temprana cristiandad mediante el acto evidente de vender todos sus bienes y repartir lo recaudado entre los pobres. Dio a entender que la revolución ayudaría de buen grado si la Iglesia se mostraba reacia.

Casi todos los dirigentes revolucionarios eran ateos o agnósticos serios, y el nuevo Estado se deshizo enseguida del Dios católico y sus representantes locales. Robespierre, sin embargo, era la excepción, un deísta que consideraba poco menos que locura el ateísmo en un hombre público. Entremezclaba su terminología teológica y política. En una frase solemne, declaró que «el ateísmo es aristocrático»; en cambio, el concepto de un ser supremo que observa la inocencia humana y protege nuestra virtud —y, es de suponer, sonríe cuando cortan las cabezas poco virtuosas— era «democrático hasta la médula». Robespierre llegó a citar (seriamente) la máxima (irónica) de Voltaire de que «Si Dios no existiera, habría que inventarlo». De todo esto cabría imaginar que cuando la Revolución introdujera un credo actualizado, evitaría el extremismo de aquel al cual reemplazaba; que sería racional, pragmático, hasta liberal. Pero ¿a qué condujo la invención de un nuevo y reluciente ser supremo? Al comienzo de la Revolución, Robespierre presidió la matanza de curas; hacia el final, acabó presidiendo la matanza de ateos.

Cuando tenía poco más de veinte años, leí mucho a Somerset Maugham. Admiraba el lúcido pesimismo y la variedad geográfica de sus cuentos y novelas; también sus cuerdas reflexiones sobre el arte y la vida en libros como Recapitulación y Cuadernos de un escritor. Me gustaban el acicate y el sobresalto de su cinismo veraz y refinado. No le envidiaba su dinero, su batín ni su casa en la Riviera (aunque no me habría importado tener su colección de arte), pero sí su conocimiento del mundo. El mío era tan parco que me avergonzaba mi ignorancia. En mi segundo año en Oxford había decidido abandonar las lenguas modernas y estudiar materias más «serias», como filosofía y psicología. Mi tutor de francés, un benévolo especialista en Mallarmé, me preguntó educadamente mis razones. Le di dos. La primera era prosaica (literalmente: el tostón semanal de verter en francés fragmentos de prosa inglesa y viceversa), la segunda más abrumadora. ¿Cómo, le pregunté, cabía esperar de mí alguna comprensión, o alguna opinión sensata, de una obra como Fedra cuando mi experiencia de las emociones volcánicas que describía el texto era casi inexistente? Me dirigió una sonrisa profesoral y sardónica: «Bueno, ¿quién de nosotros puede decir que tiene alguna?»

En aquella época yo tenía una caja de fichas verdes en las que copiaba epigramas, agudezas, fragmentos de diálogos y dichos que valía la pena conservar. Algunos me parecen hoy las generalizaciones ampulosas que la juventud aprueba (pero entonces lo eran), aunque entre ellos figura esta frase, de una fuente francesa: «El consejo de los viejos es como el sol invernal: derrama luz pero no nos calienta.» Como he llegado a la edad de impartir consejos, creo que esto puede ser profundamente cierto. Y hay dos muestras de sabiduría de Maugham que resonaron en mí durante años, posiblemente porque las combatí continuamente. La primera era la afirmación de que «La belleza es una lata». La segunda, del capítulo 77 de Recapitulación (me informa una gran ficha verde), decía: «La gran tragedia de la vida no es que los hombres perezcan, sino que dejen de amar.» No recuerdo mi réplica de entonces a esto, aunque sospecho que podría haber sido: «Habla por ti, viejo.»

Maugham era un agnóstico que pensaba que el mejor estado de ánimo para afrontar la vida era el de una resignación jocosa. En Recapitulación repasa los diversos argumentos no convincentes —el de la causa primera, el del designio, el de la perfección— que han convencido a otros de la realidad de Dios. Más verosímil que los citados, a mi juicio, era el largo argumento anticuado
ex consensu gentium
, el del «acuerdo general». Desde el principio de la historia humana, la inmensa mayoría de pueblos, entre ellos los más grandes y más sabios, de culturas sumamente divergentes, ha creído de alguna manera en Dios. ¿Cómo podría existir un instinto tan extendido sin la posibilidad de satisfacerlo?

A pesar de toda su sabiduría práctica y su conocimiento del mundo —y a pesar de toda su fama y dinero—, Maugham no consiguió atenerse al espíritu de resignación jocosa. En su vejez hubo poca serenidad: todo fue afán de venganza, cócteles de ginebra y absenta y testamentos hostiles. Mantuvo el vigor y la lujuria del cuerpo mientras el corazón se le endurecía y la mente empezaba a fallarle; acabó convertido en un millonario vacío. De haber querido escribir un codicilo a su propio consejo (invernal, nada cálido), podría haber sido el siguiente: la tragedia adicional de la vida es que no morimos en el momento justo.

Mientras Maugham conservó la lucidez, sin embargo, organizó una reunión de la que, ay, no sobrevive un acta detallada, ni siquiera el más esquemático esbozo. Durante la era de la piedad, los príncipes y los burgueses ricos llamaban al cura y al prelado para que les cerciorasen de la existencia del cielo y de las recompensas que sus oraciones y ofrendas monetarias les habían conseguido. El agnóstico Maugham hizo ahora lo contrario: llamó a A. J. Ayer, el filósofo intelectual y socialmente más en boga de su época, para que le garantizara que la muerte era en efecto definitiva, y que más allá no había nada más que la nada. Un pasaje de Recapitulación quizá explique la necesidad de esta certeza. En él, el escritor cuenta que de joven perdió la fe en Dios, aunque conservó durante un tiempo un temor instintivo al infierno, que tuvo que eliminar mediante otro encogimiento de hombros metafísico. Quizá seguía mirando por encima del hombro.

Ayer y su mujer, la novelista Dee Wells, llegaron a la Villa Mauresque en abril de 1961, para hacerle entrega de aquel regalo tan extraño y conmovedor. Si esto fuera un cuento o una obra de teatro, los dos protagonistas podrían empezar a sondearse tratando de establecer las reglas del encuentro; después el relato derivaría hacia una escena obligatoria en el estudio de Maugham, posiblemente después de la cena de la segunda noche. Llenarían, removerían y olerían copas de brandy; podríamos imaginar a Maugham con un puro y a Ayer con un paquete de cigarrillos franceses enrollados en papel amarillo. El novelista enumeraría las razones de que mucho tiempo atrás hubiese dejado de creer en Dios; el filósofo las juzgaría correctas. El novelista quizá planteara sentimentalmente el argumento
ex consensu gentium
; el filósofo lo desarmaría sonriendo. El novelista tal vez preguntara si, incluso sin Dios, podría existir, paradójicamente, el infierno; el filósofo —pensando para sus adentros que este temor podría ser indicativo de un remanente de culpa homosexual— le sacaría de su error. Volverían a llenarse las copas y entonces, para completar su exposición (y justificar el billete de avión), el filósofo esbozaría las pruebas más recientes y más lógicas de la inexistencia de Dios y la finitud de la vida. El novelista trastabillaría un poco al levantarse, se sacudiría polvo de ceniza del batín y propondría que se reunieran con las damas. De nuevo en compañía, Maugham se declararía profundamente satisfecho y se mostraría jovial, casi frívolo, durante el resto de la velada; los Ayer quizá cambiaran miradas de complicidad.

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