Una pregunta y una paradoja. Nuestra historia ha conocido el progresivo pero desigual crecimiento del individualismo: desde el rebaño animal, desde la sociedad de esclavos, desde la masa de individuos incultos, mangoneados por curas y reyes, a grupos más sueltos en donde el individuo posee mayores derechos y libertades: el derecho a buscar la felicidad, a pensar por sí mismo, a realizarse, a satisfacer sus apetitos. Al mismo tiempo, a medida que nos zafamos de la férula de curas y de reyes, a medida que la ciencia nos ayuda a comprender los términos y condiciones más auténticos en que vivimos, a medida que nuestro individualismo se expresa de una forma más tosca y egoísta (¿qué es la libertad si no sirve para esto?), descubrimos también que esta individualidad, o ilusión de individualidad, es menor de lo que pensábamos. Para nuestra sorpresa, descubrimos que, en la memorable frase de Dawkins, somos «máquinas de supervivencia; vehículos robot ciegamente programados para conservar las moléculas egoístas conocidas como genes». La paradoja es que el individualismo —el triunfo de los artistas y científicos librepensadores— nos ha conducido a un estado de autoconciencia en el que ahora nos consideramos unidades de obediencia genética. Mi concepto adolescente de construcción de uno mismo —ese vago, británicamente, ego existencialista: la esperanza de autonomía— no podría haber estado más lejos de la verdad. Pensaba que el oneroso proceso de madurar cristalizaba en un hombre que por fin se sostenía por sí mismo —
homo erectus
plenamente erguido, sapiens en la plenitud de su conocimiento—, un hombre que ahora empuñaba el látigo. Esta imagen (y la dramatizo un poco; estas percataciones y proyecciones de mí mismo eran siempre inseguras y provisionales) hay que sustituirla por la sensación de que, lejos de tener un látigo que restallar, soy la punta misma de ese látigo, y lo que me está fustigando es una larga e inevitable trenza de material genético al que no puedes desatender ni combatir. Puede ser que mi «individualidad» sea aún perceptible y genéticamente demostrable, pero puede ser justamente lo contrario del logro que en otro tiempo consideré que era.
He aquí la paradoja; he aquí la pregunta. Maduramos; trocamos nuestra antigua sensación de asombro por otra nueva: asombro ante el proceso ciego y fortuito que ciega y fortuitamente nos ha producido; esto no nos deprime, como podría deprimir a algunos, sino que nos suscita tanta «euforia» como a Dawkins; gozamos las cosas que Dawkins considera que hacen que la vida sea digna de vivirse —música, poesía, sexo, amor (y ciencia)—, y a la vez quizá practicamos la resignación jocosa por la que aboga Somerset Maugham. Hacemos todo esto ¿y morimos mejor? ¿Morirás tú mejor, moriré yo mejor, morirá mejor Dawkins que nuestros antepasados genéticos hace cientos o miles de años? Dawkins ha expresado la esperanza de que «Cuando me esté muriendo, me gustaría que me quitasen la vida bajo anestesia general, exactamente como si fuera un apéndice enfermo». Clarísimo, aunque ilegal; la muerte, no obstante, tiene una forma obstinada de negarnos las soluciones que imaginamos para la nuestra.
Desde un punto de vista médico —y según en qué parte del mundo vivamos—, podemos morir mejor, y menos caninamente. Excluyamos este factor. Excluyamos también esas cosas que podrían confundirse con el hecho de morir bien: por ejemplo, no tener pesares ni remordimientos. Si hemos disfrutado nuestro tiempo, cubierto las necesidades de las personas a nuestro cargo y tenemos poco por lo que entristecernos, mirar la vida que dejamos atrás será más soportable. Pero esto es distinto que aguardar a que llegue lo que se avecina inmediatamente: la extinción total. ¿Seremos mejores ante esto?
No veo por qué deberíamos serlo. No veo por qué nuestra inteligencia o nuestra conciencia de nosotros mismos debería mejorar en vez de empeorar las cosas. ¿Por qué iban a ahorrarnos terror esos genes que nos imponen una servidumbre silenciosa? ¿Por qué iban a beneficiarnos? Es de suponer que tememos a la muerte no sólo por la muerte en sí, sino porque nos es útil, o porque es útil a nuestros genes egoístas, que no transmitiremos si no tenemos suficiente miedo a la muerte, si nos tragamos, como otros se tragaron, el cuento del tigre camuflado, o si comemos la planta amarga que nuestras papilas gustativas nos han enseñado a evitar (o, mejor dicho, que han aprendido por sí mismas, a través de un ensayo y error mortal). Para estos nuevos amos, ¿de qué utilidad o provecho les sería nuestro confort en el lecho de muerte?
«Uno tiene que estar a la altura de su destino, es decir, impasible como él. A fuerza de decir: "¡Esto es así!", "¡Esto es así!", y de mirar al pozo negro que se abre a sus pies, uno conserva la calma.» La experiencia de Flaubert de mirar al pozo empezó temprano. Su padre era cirujano; la familia vivía encima de la consulta; Achille Flaubert a menudo iba directamente del quirófano a la mesa del comedor. De niño, Gustave escalaba una espaldera para espiar a su padre instruyendo a estudiantes de medicina en la disección de cadáveres. Vio cuerpos cubiertos de moscas y alumnos que con toda indiferencia posaban cigarrillos encendidos en los miembros y troncos que estaban descuartizando. Achille levantaba la vista, veía la cara de su hijo en la ventana y con el escalpelo le hacía seña de que se marchase. Una morbosidad romántica tardía infectó al adolescente Gustave, pero nunca perdió la necesidad que tiene el realista y su exigencia de mirar las cosas de las que los otros apartaban la mirada. Era un deber humano y un deber de escritor.
En abril de 1848, cuando Flaubert tenía veintiséis años, murió Alfred Le Poittevin, el amigo literario de su juventud. En un memorándum privado que acaba de salir a la luz, Flaubert rememoraba cómo observó aquella muerte y cómo se observó observándola. Veló a su amigo muerto dos noches consecutivas; le cortó un mechón de pelo para su joven viuda; ayudó a envolver el cuerpo en el sudario; olió el hedor de la descomposición. Cuando llegaron los de la funeraria con el ataúd, besó a su amigo en la sien. Un decenio más tarde todavía recordaba aquel momento: «Cuando has besado a un cadáver en la frente siempre te queda algo en los labios, un amargor lejano, un regusto del vacío que nada borrará.»
No fue ésta mi experiencia después de besar la frente de mi madre, pero por entonces yo doblaba en edad a Flaubert y quizá el sabor amargo estaba ya en mis labios. Veintiún años después de la muerte de Le Poittevin, murió Louis Bouilhet, el amigo literario de la madurez de Flaubert; una vez más, compuso un memorándum privado describiendo sus acciones y reacciones. Estaba en París cuando supo la noticia; regresó a Ruán; fue a la casa de Bouilhet y abrazó a la concubina del difunto. Podría pensarse —si mirar al pozo daba resultado— que la anterior experiencia haría más llevadera la siguiente. Pero Flaubert descubrió que no soportaba ver, velar, abrazar, envolver o besar al amigo que había sido tan cercano que en una ocasión le llamó «mi testículo izquierdo». Pasó la noche en el jardín, durmiendo un par de horas en el suelo, y rehuyó la presencia del amigo hasta que sacaron de la casa el féretro cerrado. En el memorándum compara específicamente su reacción ante las dos muertes. «¡No me atreví a verle! Me sentí más débil que hace veinte años... Carezco de toda dureza interior. Me siento agotado.» Mirar al pozo no aportó sosiego a Flaubert, sino agotamiento nervioso.
Cuando yo estaba traduciendo las notas de Daudet sobre la muerte, dos amigos me sugirieron por separado que debía de ser un trabajo deprimente. En absoluto: me pareció reconfortante este ejemplo de mirada al pozo adulta y apropiada; la mirada justa, la palabra justa, la negativa tanto a magnificar como a trivializar la muerte. Cuando, a los cincuenta y ocho años, publiqué un libro de cuentos que trataba de los aspectos menos serenos de la vejez, me preguntaron si no era prematuro hablar de estos temas. Cuando enseñé las cincuenta primeras páginas de este libro a mi amiga íntima H., me preguntó, preocupada: «¿Sirve de ayuda?»
Ah, la falacia terapéutico—autobiográfica. Por muy bienintencionada que sea, me irrita tanto como a mi hermano le irritan los deseos de los muertos. Algo malo sucede en tu vida o, en el caso de la muerte, deberá suceder; escribes sobre ello y te sientes mejor al respecto. Veo que esto funciona en muy contadas, locales circunstancias. Jules Renard, Diario, 26 de septiembre de 1903: «La belleza de la literatura. Pierdo una vaca. Escribo sobre su muerte y hacerlo me reporta lo bastante para comprar otra vaca.» Pero ¿esto funciona en algún sentido más amplio? Quizá en ciertos tipos de autobiografía: tienes una infancia dolorosa, nadie te quiere, escribes sobre ella, el libro es un éxito, ganas un montón de dinero y la gente te quiere. ¡Una tragedia con final feliz! (Aunque por cada historia parecida de Hollywood, debe de haber unas cuantas como ésta: tienes una infancia dolorosa, nadie te quiere, escribes sobre ella, el libro es impublicable y sigue sin quererte nadie.) Pero ¿en la narrativa, o en cualquier otro arte transformador? No veo por qué debería serlo ni por qué el artista debería querer que lo fuera. Brahms describió sus últimos intermezzi de piano como «las nanas de todas mis lágrimas». Pero no creemos que a él le sirviesen de pañuelo. Tampoco escribir sobre la muerte disminuye o aumenta el miedo que le tengo. Pero cuando rujo despierto en la envolvente y previsible oscuridad, intento engañarme diciendo que existe al menos un beneficio temporal. Esto no es sólo otro acceso rutinario de
timor mortis
, me digo. Es documentación para mi libro.
Flaubert dijo: «Todo hay que aprenderlo, desde leer hasta morir.» Pero no practicamos mucho lo último. También nos hemos vuelto más escépticos sobre esas muertes ejemplares que enumeraba Montaigne: escenas en que se manifiesta dignidad, valentía e interés por los demás, se pronuncian últimas palabras consoladoras y la sombría acción se desarrolla sin una interrupción absurda. Daudet, por ejemplo, murió en la mesa de su comedor, rodeado de su familia. Tomó unas cucharadas de sopa y estaba hablando alegremente de la obra de teatro que estaba escribiendo cuando se oyó el estertor de la muerte y cayó hacia atrás en su silla. Tal fue la versión oficial, y se aproxima a lo que su amigo Zola definió como
une belle mort
: que te aplasten de repente, como a un insecto un dedo gigantesco. Y es verdad, en lo que cabe. Pero las necrológicas no recogieron lo que ocurrió inmediatamente después. Habían llamado a dos médicos, y durante una hora y media —una hora y media— intentaron la respiración artificial por el método, entonces de moda, de una tracción rítmica de la lengua. Cuando, como cabía esperar, el método fracasó, optaron, sin mayor éxito, por una forma primitiva de desfibrilación eléctrica.
Supongo que hay en esto una tosca ironía profesional, ya que la
langue
era lo que había forjado la fama de Daudet, y la
langue
era de donde los médicos tiraban cuando intentaron salvarle. Quizá él lo habría apreciado. Supongo que hasta el momento en que murió fue una buena muerte, aparte, por supuesto, de que había sido precedida por los tormentos de la sífilis terciaria. George Sand murió sencilla, lúcida, alentadoramente, en la paz bucólica de su casa de Nohant, mientras contemplaba unos árboles que ella misma había plantado muchos años antes. Fue también una buena muerte, descontando que la precedió el dolor de un cáncer incurable. Me inclino más por creer en la buena muerte de Georges Braque, sobre todo porque se asemeja a su arte (aunque esto podría ser sentimentalismo). Caracterizó su muerte una «calma procedente más de su dominio de sí mismo que de la apatía». Hacia el final, cuando perdía y recuperaba el conocimiento, pidió su paleta; y murió «sin sufrimiento, en calma, con la mirada clavada hasta el último momento en los árboles de su jardín, cuyas ramas más altas eran visibles desde los ventanales de su estudio».
Yo no espero tanta suerte ni tanto sosiego. ¿Mirando árboles que tú mismo plantaste? Yo sólo he plantado una higuera y un grosellero espinoso, ninguno de los dos visible desde la ventana del dormitorio. ¿Pidiendo una paleta? Confío en que me desobedezcan si, en mis últimos momentos, pido mi máquina de escribir electrónica, una IBM 196c tan pesada que dudo de que mi mujer pudiera levantarla. Me imagino que moriré más bien como mi padre, en el hospital, en mitad de la noche. Espero que una enfermera o un médico digan que acabo de «marcharme» y que haya alguien conmigo al final, muera o no en un hospital. Presumo que mi fallecimiento habrá sido precedido por un dolor agudo, miedo y desesperación por el empleo a mi alrededor de un lenguaje impreciso o eufemístico. Confío en que la persona a quien le entreguen la bolsa con mi ropa no descubra dentro un par de zapatillas sin usar, marrones y con un cierre de velero. Quizá mis pantalones pueblen algún banco de parque o una pensión lúgubre durante una estación o dos después de mi muerte.
Encuentro lo siguiente en mi diario, escrito hace más de veinte años:
La gente dice de la muerte: «No hay nada que temer.» Lo dice rápidamente, con indiferencia. Ahora digámoslo otra vez, despacio, recalcando: «No hay NADA que temer.»
Jules Renard: «La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada".»
Cuando dejamos que la mente divague sobre las circunstancias de nuestra muerte, suele haber una atracción magnética hacia la peor o la mejor forma de morir. En mis peores especulaciones suele haber encierro, agua y un lapso de tiempo en que padeces la certeza de la extinción inminente. Hay, por ejemplo, la visión del transbordador volcado: la bolsa de aire, la oscuridad, el agua que sube poco a poco, los gritos de otros seres mortales y la lucha por respirar. Luego hay una versión solitaria de esta misma escena: atado en el maletero de un coche (quizá el tuyo propio), mientras tus secuestradores van de un cajero automático a otro, y después, cuando por fin un cajero rechaza tu tarjeta de crédito, los bandazos vertiginosos por la orilla del río o el acantilado marino, el chapoteo de la zambullida y el ávido gorgoteo del agua que te traga. O esta análoga, aunque más improbable, versión de fauna salvaje: enganchado por un cocodrilo, arrastrado debajo del agua, pierdes el conocimiento y lo recobras en la guarida del saurio, un bajío a ras de agua, y comprendes que te has convertido en alimento que espera en la despensa del bicho. (Y estas cosas suceden, por si alguien lo duda.)
La mejor forma, en mis fantasías, consistía en un diagnóstico médico que me dejaba el tiempo y la lucidez suficientes para escribir este último libro, el que contendría todos mis pensamientos sobre la muerte. Aunque no sabía si iba a ser ficción o no, hacía muchos años que tenía planeada y anotada la primera frase. «Vamos a aclarar este asunto de la muerte.» Pero ¿qué médico va a darte el diagnóstico que conviene a tus requisitos literarios? «Me temo que hay buenas y malas noticias.» «Dígamelo francamente, doctor, necesito saberlo. ¿Cuánto me queda?» «¿Cuánto? Yo diría que unas doscientas páginas, doscientas cincuenta si tiene suerte o trabaja rápido.»