Flaubert preguntó: «¿Es estupendo o estúpido tomarse la vida en serio?» Dijo que deberíamos profesar «la religión de la desesperación» y «estar a la altura de nuestro destino, es decir, impasibles como él». Sabía lo que pensaba de la muerte: «¿Sobrevive el yo? Decir que sí me parece un simple reflejo de nuestra presunción y orgullo, una protesta contra el orden eterno. La muerte quizá no tenga más secretos que revelarnos que la vida.» Pero aunque desconfiaba de las religiones, el impulso espiritual le inspiraba ternura, y el ateísmo militante suspicacia. «Todo dogma en sí mismo me resulta repulsivo», escribió. «Pero considero que el sentimiento que los ha engendrado es la expresión más natural y poética de la humanidad. No me gustan esos filósofos que los desprecian como insensateces y patrañas. Yo les encuentro necesidad e instinto. Por tanto, respeto tanto al hombre negro que besa su fetiche como al católico que se arrodilla delante del Sagrado Corazón.»
Flaubert murió en 1880, el mismo año que la madre de Zola. No por casualidad fue el año en que Zola recibió le
réveil mortel
. Tenía entonces cuarenta años (así que en este sentido le llevo ventaja). En la memoria, siempre me lo he imaginado catapultado, como yo, del sueño a un miedo gemebundo. Pero esto era una asimilación posesiva. De hecho, en aquel momento estaba despierto: él y su mujer Alexandrine, los dos desvelados por un terror mortal, y los dos avergonzados de confesarlo, yacían el uno al lado del otro, con el parpadeo de una luz nocturna que mantenía a raya la oscuridad absoluta. Entonces Zola se veía proyectado fuera de la cama, y salía de aquel punto muerto.
El novelista también desarrolló una obsesión con una ventana determinada de su casa de Medan. Cuando su madre murió, como la escalera era demasiado estrecha y tortuosa para el féretro, los empleados de la funeraria no tuvieron más remedio que sacarlo por la ventana. Zola la miraba cada vez que pasaba por delante y se preguntaba de quién sería el cadáver siguiente que recorriera el mismo itinerario: el suyo o el de su mujer.
Zola confesó estos efectos de le
réveil mortel
el lunes 6 de marzo de 1882, cuando cenó con Daudet, Turguéniev y Edmond de Goncourt, que lo anotó todo. Aquella noche, los cuatro —el fallecimiento de Flaubert había reducido el
Diner des cinq
original— hablaron de la muerte. Daudet inició el coloquio admitiendo que para él la muerte se había convertido en una especie de persecución, un envenenamiento de su vida, hasta tal punto que ya no podía entrar en su nuevo apartamento sin que sus ojos buscaran automáticamente el lugar donde colocarían su ataúd. Zola hizo su confesión y le tocó el turno a Turguéniev. El afable moscovita estaban tan familiarizado con la idea de la muerte como los demás, pero tenía una técnica para lidiar con ella: la espantaba así, e hizo un pequeño gesto con la mano. Los rusos, explicó, sabían cómo hacer que las cosas desapareciesen en una «bruma eslava» que invocaban para protegerse de pensamientos lógicos pero desagradables. De este modo, si te pillaba una tormenta de nieve cegadora, evitabas adrede pensar en el frío, pues de lo contrario morías congelado. El mismo método daba resultado si lo aplicabas a un tema más amplio: lo evitabas así.
Zola murió veinte años después. No alcanzó la
belle mort
que una vez había elogiado: la de ser súbitamente aplastado como un insecto por un dedo gigantesco. En cambio, mostró que, para un escritor, «morir siendo él mismo» ofrece una posibilidad adicional. Puedes morir conservando tu carácter personal o tu carácter literario. Algunos consiguen morir con los dos, como Hemingway demostró cuando introdujo dos cartuchos en su escopeta favorita, una Boss (fabricada en Inglaterra, comprada en Abercrombie & Fitch) y luego se metió los cañones en la boca.
Zola murió como un escritor, en una escena de psico-melodrama digna de su narrativa más temprana. El y Alexandrine habían vuelto de París a la casa con la ventana amenazadora. Era un día glacial de finales de septiembre y ordenaron que encendiesen un fuego en su dormitorio. Mientras estuvieron ausentes habían hecho obras en el tejado del inmueble de viviendas, y aquí el relato ofrece al lector dos interpretaciones diferentes. O bien la chimenea de su dormitorio había sido obstruida por artesanos incompetentes o —como dice la teoría de la conspiración— por anti-Dreyfus asesinos. Los Zola se acostaron y cerraron la puerta con llave, fieles a su supersticiosa costumbre; el combustible sin humo de la parrilla desprendía monóxido de carbono. Por la mañana, cuando los criados tiraron la puerta abajo, encontraron al escritor muerto en el suelo y a Alexandrine —que se libró de la concentración letal de los efluvios por unos cuantos centímetros de distancia— inconsciente en la cama.
El cuerpo de Zola estaba aún caliente y los médicos intentaron revivirle mediante el procedimiento utilizado cinco años antes con Daudet: tracción rítmica de la lengua. Aunque esta técnica tenía más sentido en el caso de Zola —la habían desarrollado para las víctimas de envenenamiento por gas de alcantarillado—, no fue más eficaz. Cuando se recuperó, Alexandrine contó que se habían despertado por la noche, indispuestos por algo que atribuyeron a una indigestión. Ella había querido llamar a los criados, pero él la disuadió diciendo las que habrían de ser sus últimas palabras (modernas, poco heroicas): «Nos sentiremos mejor por la mañana.»
Zola murió a los sesenta y dos años, exactamente la edad que yo tendré cuando este libro se publique. Así que empecemos de nuevo. MUERE UN LONDINENSE: NO MUCHOS HERIDOS. Ayer murió un londinense de más de sesenta y dos años. Durante la mayor parte de su vida gozó de buena salud y no había pasado una sola noche en un hospital hasta la enfermedad definitiva. Tras un comienzo profesional lento e improductivo, alcanzó más éxito del que había esperado. Tras un comienzo emocional lento y precario, alcanzó tanta felicidad como permitía su naturaleza («La mía ha sido una vida feliz, teñida de desesperación»). A pesar del egoísmo de sus genes, no logró —o, mejor dicho, no quiso— transmitirlos a otros, creyendo además que su negativa constituía un acto de libre albedrío frente al determinismo biológico. Escribió libros y después murió. Aunque un amigo satírico pensaba que su vida estuvo dividida entre la literatura y la cocina (y la botella de vino), hubo en ella otras facetas: amor, amistad, música, arte, sociedad, viajes, deportes, bromas. Era feliz en compañía de sí mismo siempre que supiera cuándo terminaría esta soledad. Amaba a su mujer y temía a la muerte.
No está tan mal, ¿no? El mundo produce vidas mucho peores y (como supongo aquí) muertes mucho peores, conque, ¿a santo de qué tanto jaleo por su óbito? Es decir, ¿por qué lo arma él? Sin duda esto es cometer el pecado capital inglés de llamar la atención. ¿Y no se figura que los otros temen a la muerte tanto como él?
Bueno, él... no, volvamos al yo: conozco a muchas personas que no piensan tanto en ella. Y no pensar en ella es la forma más segura de no temerla hasta que sobreviene. «Lo malo es saber que va a ocurrir.» Mi amiga H., que de vez en cuando me reprende por mi morbosidad, admite: «Sé que todos los demás van a morir, pero nunca pienso en que voy a morir yo.» Lo generaliza con un tópico: «Sabemos que tenemos que morir pero nos creemos inmortales.» ¿De verdad la gente alberga en su cabeza contradicciones tan palpitantes? No le queda más remedio, y Freud lo consideraba normal: «Nuestro inconsciente, pues, no cree en su propia muerte; se comporta como si fuera inmortal.» De modo que mi amiga H. se ha limitado a ascender de rango a su inconsciente para que se ocupe de su consciente.
En algún punto, entre un distanciamiento tan útil y táctico y mi horrorizada contemplación del pozo, hay —tiene que haber— una posición racional, madura, científica, liberal, intermedia. Hela aquí, formulada por el doctor Sherwin Nuland, tanatólogo norteamericano y autor de Cómo morimos: «Una esperanza realista exige asimismo que aceptemos el hecho de que el tiempo que se nos ha asignado en la tierra tiene que limitarse a una duración coherente con la continuidad de nuestra especie... Morimos para que el mundo pueda seguir viviendo. Se nos ha concedido el milagro de la vida porque trillones y trillones de seres vivos nos han preparado el camino y después han muerto..., en cierto modo, por nosotros. Morimos, a nuestra vez, para que otros vivan. La tragedia de un solo individuo se convierte, en el equilibrio de las cosas naturales, en el triunfo de la vida en curso.»
Todo lo cual no sólo es razonable, sino sabio, por supuesto, y tiene sus raíces en Montaigne («Haz sitio para los demás, como los demás te han hecho sitio a ti»); pero para mí no es del todo convincente. No hay una razón lógica por la que la continuidad de nuestra especie dependa de mi muerte, la tuya o la de nadie. El planeta quizá esté un poquito lleno, pero el universo está vacío: PARCELAS DISPONIBLES, como nos recuerda el letrero del cementerio. Si no muriéramos, el mundo no moriría; al contrario, la mayor parte de él seguiría viva. En cuanto a los trillones de trillones de seres vivos que «en cierto modo» —una expresión de debilidad delatora— murieron por nosotros: lo siento, ni siquiera acepto la idea de que mi abuelo murió «en cierto modo» para que yo viviera, y no digamos mi bisabuelo «chino», los antepasados olvidados, los simios ancestrales, los anfibios viscosos y los primitivos organismos acuáticos. Tampoco acepto que debo morir para que otros vivan. Ni que la vida en curso sea un triunfo. ¿Un triunfo? Esto es congratularse demasiado, un toque de sentimentalismo para suavizar el golpe. Si un médico me dice, cuando yazgo en una cama de hospital, que mi muerte no sólo contribuirá a que vivan otros, sino que constituirá una prueba del triunfo de la humanidad, le observaré con mucha atención la próxima vez que venga a ajustar el gota a gota.
Sherwin Nuland, cuyo comprensivo sentido común me niego a aceptar, procede de una profesión que —para sorpresa de este profano— teme a la muerte aún más que yo. Los estudios indican que «de todas las profesiones, la medicina es, probablemente, la que más atrae a personas con una gran inquietud personal ante la muerte». Es bueno saberlo por un motivo importante: los médicos están contra la muerte; menos bueno es saber que sin querer pueden contagiar sus propios temores a sus pacientes, empecinarse en que son curables y rechazar la muerte como un fracaso. Mi amigo D. estudió en uno de los hospitales universitarios de Londres, instituciones que tradicionalmente también constituyen semilleros de rugby. Años antes había habido un alumno al que, a pesar de que suspendía repetidamente los exámenes, le permitían quedarse año tras año gracias a sus proezas en el terreno de juego. Al final esta habilidad acabó disminuyendo y le dijeron —sí, hay que hacer sitio a los demás— que abandonara tanto el pupitre como el campo de entrenamiento. De modo que en vez de llegar a médico, hizo un cambio de carrera demasiado inverosímil para una novela y se convirtió en sepulturero. Pasaron más años y volvió al hospital, esta vez como enfermo de cáncer. D. me dijo que le asignaron una habitación en el piso más alto, y que no se le acercaba nadie. No era sólo el espantoso hedor de la carne necrótica de su cáncer de faringe; era la más amplia pestilencia del fracaso.
«No entres dócil en esa buena noche», asesoraba Dylan Thomas a su padre moribundo (y a nosotros); después, repitiendo su consejo: «Rebélate, furioso, contra la luz que se apaga.» Estos versos populares revelan más una aflicción juvenil (y una personal complacencia poética) que una sabiduría basada en el conocimiento clínico. Nuland declara sin rodeos que «Por mucho que un hombre crea haberse convencido a sí mismo de que no debe temer el proceso de morir, afrontará con miedo la enfermedad final». Es difícil que la mansedumbre, así como la serenidad, prevalezcan. Además, son «abrumadoras las posibilidades» de que la muerte no se presente como esperamos (la versión en que plantamos coles): nos defraudará tanto la manera como el lugar y la compañía. Más aún, y en contradicción con la famosa teoría de los cinco pasos de Elisabeth Kübler-Ross —según la cual el moribundo pasa sucesivamente por el rechazo, la cólera, las negociaciones y la depresión hasta la aceptación definitiva—, Nuland observa que en su experiencia, y en la de los clínicos que conoce: «Algunos pacientes nunca superan, al menos abiertamente, la fase del rechazo.»
Quizá toda esta filosofía de Montaigne, la contemplación del pozo, la tentativa de convertir a la muerte, si no en tu amigo, al menos en tu enemigo familiar, la de hacer la muerte aburrida, e incluso la de aburrir a la muerte con la atención que le prestas: quizá todo eso, al fin y al cabo, no sea la actitud correcta. Quizá lo mejor sería hacer caso omiso de la muerte mientras vivimos y adoptar un rechazo estricto cuando la vida se acerca a su fin; esto podría ayudarnos, como dice grotescamente Eugene O'Kelly, a «tener una buena muerte». Aunque, por supuesto, por «lo mejor» entiendo «facilitar a nuestra vida el paso por este trance», en vez de «descubrir muchas verdades de este mundo en el momento de abandonarlo». ¿Qué es lo más provechoso para nosotros? Los que contemplan el pozo bien pueden acabar como las heroínas de Anita Brookner: esas hacendosas y melancólicas amantes de la verdad que perpetuamente salen peor paradas que las mujeres desenfadadas y vulgares que no sólo extraen de la vida un placer sin remilgos, sino que rara vez terminan pagando sus auto—engaños.
Comprendo (creo) que la vida depende de la muerte. Que, en primer lugar, no podemos tener un planeta sin la muerte previa de estrellas que se desploman, que para que organismos complejos como tú y yo habitemos en este planeta, para que exista una vida consciente y que se reproduce a sí misma, ha habido que probar y descartar una secuencia enorme de mutaciones evolutivas. Comprendo esto, y cuando pregunto «¿Por qué me incumbe la muerte?», aplaudo la escueta respuesta del teólogo John Bowker: «Porque te incumbe el universo.» Pero mi comprensión de todo esto no ha evolucionado a su vez hacia, pongamos, la aceptación, y mucho menos hacia el consuelo. Y no recuerdo haber dado mi conformidad para que el universo me concierna.
Amigos que no temen a la muerte y tienen hijos sugieren a veces que quizá mi actitud fuera distinta si yo los tuviera. Quizá; y entiendo que los hijos actúan como «preocupaciones a corto plazo que valen la pena» (y a largo plazo), de las que recomendaba mi amigo G. Por otra parte, mi conciencia de la muerte data de mucho antes de que empezara a considerar en mi vida la cuestión de la paternidad; tener hijos tampoco ayudó a Zola, Daudet, mi padre o al tanatofóbico G., que ha producido el doble de su cupo demográfico. En algunos casos, los hijos incluso pueden agravar las cosas: por ejemplo, las madres quizá sientan su mortalidad más agudamente cuando los hijos se marchan de casa; cumplida su función biológica, lo único que les pide el universo es que se mueran.