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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (56 page)

BOOK: Musashi
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—¡No seas impertinente! Repetí mi advertencia tres veces. Tienes que haberme oído. Aunque no te agradara mi modo de decirlo, podrías haber mostrado alguna consideración hacia las personas a las que ha molestado tu modo.

—¿Qué personas? Ah, ¿te refieres a ese hatajo de mercaderes que han estado jugando detrás de su cortina?

—¡No seas tan pretencioso! Han pagado el triple que los demás por su pasaje.

—Eso no hace de ellos más de lo que son: unos mercaderes de clase baja, irresponsables, que sacan a relucir su oro donde todo el mundo puede verlo, beben su sake y actúan como si fuesen los propietarios del barco. Los he estado observando y no me hacen pizca de gracia. ¿Y qué si el mono ha huido con sus cartas? No le he dicho que lo hiciera. Sólo estaba imitando lo que ellos mismos hacían. ¡No veo ninguna necesidad de disculparme!

El joven miró fijamente a los ricos mercaderes y dirigió hacia ellos una risa sonora y sardónica.

La concha del olvido

Anochecía cuando el barco entró en el puerto de Kizugawa, donde le recibió el olor omnipresente del pescado. Unas luces rojizas titilaban en dirección a la orilla, y se oía al fondo el rítmico rumor del oleaje. Poco a poco, la distancia entre las voces procedentes del barco y las de tierra fue reduciéndose. El ancla cayó al agua levantando espuma blanca; lanzaron los cabos y colocaron la pasarela en posición.

Un excitado griterío llenaba la atmósfera.

—¿Está a bordo el hijo del sacerdote del santuario Sumiyoshi?

—¿Hay ahí un mensajero?

—¡Maestro! ¡Aquí estamos!

Como una ola, faroles de papel en los que estaban inscritos los nombres de diversas posadas ondularon a través del muelle hacia el barco, mientras sus portadores rivalizaban para conseguir clientes.

—¿Hay alguien para la posada Kashiwaya?

El joven con el mono al hombro se abrió paso entre la multitud.

—Venid a nuestro establecimiento, señor... No os cobraremos nada por el mono.

—Estamos delante mismo del santuario Sumiyoshi, que es un gran centro de peregrinación. ¡Podéis tener una bonita habitación con una espléndida vista!

Nadie había acudido a recibir al joven, el cual se alejó del muelle sin prestar la menor atención a los pregoneros ni a nadie más.

—¿Quién se cree que es? —rezongó un pasajero—. ¡Sólo porque sabe algo de esgrima!

—Si yo no fuese un simple ciudadano, no se habría marchado sin una pelea.

—¡Vamos, hombre, cálmate! Deja que los guerreros se crean mejores a los demás. Mientras vayan por ahí pavoneándose como reyes, serán felices. Nosotros, los ciudadanos, debemos dejar que se queden con las flores mientras tomamos los frutos. ¡No tenemos que excitarnos por el pequeño incidente de hoy!

Al mismo tiempo que conversaban de esta guisa, los mercaderes vigilaban que sus montañas de equipaje fuesen recogidas adecuadamente, y luego desembarcaron, para ser asaltados por los enjambres de gente, faroles y vehículos. Ninguno se libró de verse rodeado de inmediato por varias mujeres solícitas.

El último en desembarcar fue Gion Tōji, cuyo semblante tenía una expresión de aguda incomodidad. Jamás, en toda su vida, había pasado un día más desagradable. Se había envuelto la cabeza con un pañuelo para ocultar la mortificante pérdida del moño, pero la tela no podía ocultar sus cejas alicaídas y la hosquedad de su boca.

—¡Tōji! ¡Aquí estoy! —gritó Okō.

Aunque también se cubría la cabeza con un pañuelo, su cara había estado expuesta al frío viento mientras esperaba, y se le veían las arrugas a través de los polvos blancos destinados a ocultarlas.

—¡Okō! Al final has venido.

—¿No es lo que esperabas? Me enviaste una carta diciéndome que nos encontraríamos aquí, ¿no es cierto?

—Sí, pero temía que no te llegase a tiempo.

—¿Sucede algo? Pareces alterado.

—Oh, no es nada, sólo un poco de mareo. Anda, vamos a Sumiyoshi y busquemos una buena fonda.

—Ven por aquí. Tengo un palanquín esperando.

—Gracias. ¿Has reservado una habitación para nosotros?

—Sí, todo el mundo está esperando en la posada.

Una expresión consternada apareció en el semblante de Tōji.

—¿Todo el mundo? ¿De qué me estás hablando? Creía que sólo tú y yo íbamos a pasar un par de días agradables en algún lugar tranquilo de estos alrededores. Si hay mucha gente, no voy a ir.

Rechazando el palanquín, siguió adelante con pasos airados. Cuando Okō trató de darle explicaciones, él la interrumpió y la llamó idiota. Estalló entonces toda la rabia acumulada en su interior en el barco.

—¡Me alojaré solo en alguna parte! —gritó—. ¡Despide al palanquín! ¿Cómo has podido ser tan necia? ¡No me comprendes en absoluto! —Tiró de la manga que ella aferraba y prosiguió su camino a toda prisa.

Se encontraban en el mercado de pescado del puerto. Todas las tiendas estaban cerradas, y las escamas esparcidas por la calle brillaban como minúsculas conchas de plata. Como no había apenas nadie a su alrededor, Okō abrazó a Tōji e intentó calmarle.

—¡Suéltame! —le gritó él.

—Si te vas solo, los demás creerán que algo va mal.

—¡Que crean lo que les dé la gana!

—¡No hables así, por favor! —le suplicó ella. Aplicó su fría mejilla contra la del hombre.

El olor dulzón de los polvos y el cabello le envolvió y poco a poco su cólera y su frustración cedieron.

—¡Por favor! —repitió Okō.

—Es sólo que... estoy muy decepcionado.

—Lo sé, pero tendremos otras ocasiones de estar juntos.

—Pero esos dos o tres días contigo... los esperaba con verdadera ilusión.

—Lo comprendo.

—Si lo comprendías, ¿por qué trajiste a toda esa gente? ¡Es porque no sientes por mí lo mismo que yo siento por ti!

—No empieces con eso de nuevo —le dijo Okō en tono de reproche.

Miraba adelante y parecía como si estuvieran a punto de brotarle las lágrimas, pero en vez de llorar, intentó conseguir de nuevo que él escuchara su explicación. Cuando llegó el mensajero con la carta de Tōji, ella, naturalmente, hizo planes para ir a Osaka sola, pero la suerte quiso que aquella misma noche Seijūrō acudiera al Yomogi con seis o siete de sus estudiantes, y Akemi dejó escapar la noticia de que Tōji estaba a punto de llegar. En un instante los hombres decidieron que todos ellos debían acompañar a Okō a Osaka y que Akemi tenía que acompañarles. Al final, el grupo que se reunió en la posada de Sumiyoshi ascendía a diez personas.

Si bien Tōji debía admitir que, dadas las circunstancias, poco era lo que Okō podría haber hecho, su talante sombrío no mejoró. Desde luego, aquél no era su día, y tenía la seguridad de que lo peor estaba por venir. Para empezar, lo primero que le preguntarían sería qué tal le había ido su campaña de recogida de fondos, y detestaba verse obligado a darles la mala noticia. Lo que temía mucho más era la perspectiva de tener que quitarse el pañuelo de la cabeza. ¿Cómo podría explicar la pérdida de su moño? Finalmente comprendió que no había salida posible y se resignó a su sino.

—Bien, de acuerdo —dijo a la mujer—. Iré contigo. Haz que venga el palanquín.

—¡Ah, qué feliz me haces! —le dijo Okō en tono arrullador, mientras se volvía hacia el muelle.

En la posada, Seijūrō y sus compañeros se habían bañado y vestido cómodamente con kimonos de algodón acolchados proporcionados por el mismo establecimiento, y estaban esperando el regreso de Okō acompañada de Tōji. Al cabo de algún tiempo, como no aparecían, alguien comentó:

—Esos dos vendrán más tarde o más temprano. No hay motivo para que nos quedemos aquí sentados sin hacer nada.

La consecuencia natural de esta observación fue que pidieron sake. Al principio bebieron tan sólo para pasar el rato, pero pronto empezaron a ponerse cómodos y las copas de sake se sucedieron con más rapidez. No pasó mucho rato antes de que todos se hubieran olvidado más o menos de Tōji y Okō.

—¿No tienen muchachas cantoras en Sumiyoshi?

—¡Qué buena idea! ¿Por qué no llamamos a tres o cuatro chicas guapas?

Seijūrō titubeó hasta que alguien sugirió que él y Akemi se retirasen a otra habitación, donde tendrían más tranquilidad. La maniobra, tan poco sutil, para librarse de él le hizo sonreír, pero de todos modos le alegraba marcharse. Sería mucho más agradable estar a solas con Akemi en una habitación provista de un cálido kotatsu
[3]
que permanecer allí bebiendo con aquel hatajo de rufianes.

En cuanto Tōji salió de la habitación, la fiesta empezó en serio, y poco después varias cantantes de la clase conocida localmente como «el orgullo de Tosamagawa» aparecieron en el jardín, ante la habitación. Sus flautas y shamisen eran viejos, de mala calidad y deteriorados por el uso.

—¿Por qué hacéis tanto ruido? —les preguntó con coquetería una de las mujeres—. ¿Habéis venido aquí a beber o a armar reyerta?

El hombre que se había nombrado a sí mismo cabecilla del grupo, replicó:

—No hagas preguntas necias. Nadie paga dinero por pelear. Os hemos llamado para que bebamos y nos divirtamos un poco.

—Bien —dijo la muchacha con tacto—. Me alegro de oír eso, pero preferiría que os serenaseis un poco.

—¡Si es eso lo que quieres, sea! Cantemos algunas canciones.

Por deferencia a la presencia femenina, los hombres escondieron sus piernas peludas bajo las faldas de los kimonos, y algunos cuerpos que estaban horizontales volvieron a la verticalidad. Comenzó la música, la animación fue en aumento y la fiesta cobró ímpetu. Cuando estaba en todo su apogeo, una joven sirvienta entró y anunció que el hombre que vino en el barco desde Shikoku había llegado con su acompañante.

—¿Qué ha dicho? ¿Viene alguien?

—Sí, dice que viene alguien llamado Tōji.

—¡Ah, magnífico! Viene el bueno y viejo Tōji... ¿Quién es Tōji?

La entrada de Tōji con Okō no interrumpió en modo alguno la fiesta. Al contrario, les hicieron caso omiso. Como le habían hecho creer que la reunión se celebraba en su honor, Tōji se sintió disgustado.

Llamó a la doncella que les había franqueado la entrada y le pidió que le llevara a la habitación de Seijūrō. Pero cuando se encaminaban al pasillo, el cabecilla, apestando a sake, avanzó tambaleándose y echó los brazos al cuello de Tōji.

—¡Eh, Tōji! —farfulló—. ¿Acabas de regresar? Debes de habértelo pasado bien con Okō en alguna parte mientras nosotros estábamos aquí sentados. ¡Eso no se hace!

Tōji intentó en vano quitárselo de encima. Por mucho que se debatiera, el hombre tiró obstinadamente de él hasta hacerle entrar en la habitación. Durante la difícil maniobra de arrastre, tropezó con una o dos bandejas, derribó varias jarras de sake y finalmente cayó al suelo, tumbando a Tōji con él.

—¡Mi pañuelo! —exclamó Tōji, llevándose en seguida la mano a la cabeza.

Pero era demasiado tarde. Mientras caía, el cabecilla le había arrebatado el pañuelo que ahora tenía en su mano. Ahogando un grito colectivo, todos miraron el lugar donde debería estar la coleta de Tōji.

—¿Qué te ha ocurrido en la cabeza?

—¡Ja, ja, ja! ¡Menudo peinado!

—¿De dónde lo has sacado?

Tōji se puso rojo como la grana. Cogió el pañuelo y volvió a ponérselo, balbuceando:

—No es nada. Me salió un divieso.

Todos se desternillaron de risa como un solo hombre.

—¡Ha traído un divieso como recuerdo!

—¡Se cubre el lugar maligno!

—¡No hables de eso y enséñalo!

A juzgar por las bromas, era evidente que ninguno creía a Tōji, pero la fiesta continuó y nadie dijo gran cosa acerca de la coleta.

A la mañana siguiente, las cosas fueron del todo distintas. Eran las diez en punto cuando el mismo grupo estaba reunido en la playa detrás de la posada, todos sus miembros ahora sobrios y embarcados en una conferencia muy seria. Se habían sentado en círculo, algunos con los hombros cuadrados, otros cruzados de brazos, pero todos con semblante sombrío.

—Lo mires como lo mires, es un mal asunto.

—La cuestión estriba en si es cierto o no.

—Lo oí con mis propios oídos. ¿Me estás llamando embustero?

—No podemos dejar pasar esto sin hacer nada. Está en juego el honor de la escuela Yoshioka. ¡Tenemos que actuar!

—Por supuesto, pero ¿qué vamos a hacer?

—Aún no es demasiado tarde. Encontraremos al hombre del mono y le cortaremos la coleta. Le demostraremos que no es sólo el orgullo de Gion Tōji lo que está implicado, sino que el asunto concierne a la dignidad de toda la escuela Yoshioka. ¿Alguna objeción? El cabecilla borracho de la noche anterior era ahora un intrépido teniente que arengaba a sus hombres para entrar en combate.

Nada más despertarse, los hombres habían pedido que les calentaran el baño, a fin de quitarse de encima la resaca, y mientras estaban bañándose había entrado un mercader. Como no sabía quiénes eran, les contó lo que había sucedido en el barco el día anterior. Les proporcionó un relato cómico del corte del moño y concluyó diciendo que «el samurai que perdió el pelo dijo ser uno de los principales discípulos de la casa Yoshioka de Kyoto. Todo lo que puedo decir, es que si realmente lo es, entonces la casa Yoshioka está en mucha peor forma de lo que cualquiera imagina».

Recuperada pronto la sobriedad, los discípulos de Yoshioka fueron en busca de su díscolo veterano para preguntarle por el incidente. En seguida descubrieron que se había levantado temprano, había intercambiado unas palabras con Seijūrō y partido en dirección a Kyoto en compañía de Okō poco después del desayuno. Esto confirmaba la exactitud básica del relato, pero en vez de perseguir al cobarde Tōji, decidieron que sería más juicioso encontrar al desconocido joven del mono y reivindicar el nombre de Yoshioka.

Tras haber convenido un plan en su consejo de guerra junto al mar, se pusieron en pie, se sacudieron la arena de los kimonos y entraron en acción.

A corta distancia, Akemi había estado jugando con las piernas desnudas en la orilla del agua, recogiendo conchas marinas una a una y tirándolas casi de inmediato. Aunque era invierno, el brillante sol calentaba y el olor del mar se alzaba de las olas espumeantes que se extendían como cadenas de rosas blancas hasta donde alcanzaba la vista.

Llena de curiosidad, Akemi contempló a los hombres de Yoshioka que corrían en todas direcciones, las puntas de las vainas de sus espadas en el aire. Cuando el último de ellos pasó por su lado, le preguntó a gritos:

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