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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (58 page)

BOOK: Musashi
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—Muy bien —le dijo—. Veo que has llegado a la conclusión de que soy un patán ingrato sin la menor dignidad. ¿No es eso?

—¡Sí! ¿Qué has hecho hasta ahora que demuestre orgullo o dignidad?

—No soy tan inútil como pareces creer, claro que no tienes manera de saberlo.

—¿Ah, no? Nadie conoce a un niño mejor que sus padres, ¡y creo que el día que naciste fue un mal día para la casa de Hon'iden!

—¡Espera y verás! Todavía soy joven. Un día, cuando estés muerta y enterrada, lamentarás haber dicho eso.

—¡Ja! Ojalá fuese así, pero dudo de que ocurra tal cosa ni en cien años. Cuando pienso en ello, es tan triste...

—Bien, si te entristece tanto tener un hijo como yo, no tiene mucho sentido que siga aquí contigo. ¡Me marcho! —Lleno de ira, se puso en pie y se alejó con zancadas largas y decididas.

Cogida por sorpresa, la anciana le llamó con una voz lastimosamente temblorosa. Matahachi no le hizo caso. El tío Gon, que podría haber corrido e intentado detenerle, estaba en pie, mirando con fijeza el mar, su mente ocupada al parecer por otros pensamientos.

Osugi se levantó, pero en seguida volvió a sentarse.

—No trates de impedírselo —le dijo innecesariamente al tío Gon—. No sirve de nada.

El tío Gon se volvió hacia ella, pero en vez de responderle le dijo:

—Esa chica de ahí está actuando de una manera muy extraña. ¡Espera un momento!

Apenas había terminado de decir esas palabras, cuando abandonó su sombrero bajo los aleros de la casa de té y corrió como una flecha hacia el agua.

—¡Idiota! —gritó Osugi—. ¿Adonde vas? Matahachi...

La anciana salió corriendo tras él, pero a unas veinte varas del establecimiento se enredó un pie con un amasijo de algas y cayó de bruces. Farfullando airada, se incorporó, con la cara y los hombros cubiertos de arena. Al ver de nuevo al tío Gon, sus ojos se abrieron como espejos.

—¿Adonde vas, viejo estúpido? —le gritó—. ¿Has perdido el juicio?

Tan excitada que ella misma parecía haberse vuelto loca, corrió tan rápido como pudo, siguiendo los pasos del tío Gon. Pero era demasiado tarde, pues el hombre ya se había metido en el agua hasta las rodillas y seguía avanzando.

Envuelto por la espuma blanca, casi parecía sumido en un trance. Más adentro todavía, una joven daba pasos enfebrecidos hacia las aguas profundas. Cuando el tío Gon la descubrió, estaba a la sombra de los pinos, contemplando el mar como abstraída. Luego, de súbito, echó a correr por la arena y entró en el agua, su cabellera negra ondeando tras ella. Ahora el agua la cubría hasta la cintura y se estaba aproximando con rapidez al lugar donde el fondo somero cedía el paso al abismo.

Mientras se acercaba a ella, el tío Gon la llamaba frenéticamente, pero ella seguía frenéticamente adelante. De improviso, con un extraño sonido, su cuerpo desapareció, dejando un remolino en la superficie.

—¡Loca criatura! —gritó el tío Gon—. ¿Estás decidida a matarte? —Entonces se sumergió con un gorgoteo.

Osugi corría adelante y atrás a lo largo de la orilla. Cuando vio que los dos se hundían, sus gritos se convirtieron en estridentes llamadas de auxilio.

Agitando las manos, corriendo, tropezando, ordenó a los hombres que estaban en la playa que corrieran a rescatarlos, como si ellos hubieran tenido la culpa del accidente.

—¡Salvadlos, idiotas! ¡Daos prisa o se ahogarán!

Poco después, unos pescadores sacaron los cuerpos y los tendieron sobre la arena.

—¿Un suicidio por amor? —preguntó uno de ellos.

—¿Estás de broma? —dijo otro, riéndose.

El tío Gon había agarrado el obi de la muchacha y aún lo sujetaba, pero ninguno de los dos respiraba. La chica tenía un extraño aspecto, pues aunque su cabello era un conjunto de greñas enmarañadas, los polvos y el rojo de labios no habían desaparecido y le hacían parecer viva. A pesar de que sus dientes mordían el labio inferior, la boca violácea parecía reír.

—La he visto antes en alguna parte —dijo alguien.

—¿No es la muchacha que buscaba conchas en la playa hace poco?

—¡Sí, es cierto! Se alojaba en aquella posada.

Desde la dirección de la posada, cuatro o cinco hombres ya se estaban acercando, entre ellos Seijūrō, el cual, jadeante, se abrió paso entre la multitud.

—¡Akemi! —exclamó. Se puso muy pálido, pero permaneció completamente inmóvil.

—¿Es amiga tuya? —le preguntó uno de los pescadores.

—Ss... sí.

—¡Será mejor que intentes sacarle el agua de dentro en seguida!

—¿Podemos salvarla?

—¡No si te quedas ahí pasmado!

Los pescadores abrieron la mano del tío Gon que aferraba a la muchacha, colocaron los cuerpos uno al lado del otro y empezaron a darles golpes en la espalda y presionarles el abdomen. Akemi volvió a respirar con bastante rapidez, y Seijūrō, deseoso de evitar las miradas de la gente, pidió a los hombres de la posada que se la llevaran.

—¡Tío Gon! ¡Tío Gon!

Osugi había aplicado la boca al oído del viejo y le llamaba entre sollozos. Akemi había vuelto a la vida porque era joven, pero el tío Gon... no sólo era viejo, sino que llevaba dentro una buena cantidad de sake cuando fue a rescatar a la joven. Su respiración se había detenido para siempre. Por mucho que Osugi le instara a hacerlo, no volvería a abrir los ojos.

Los pescadores cesaron en sus esfuerzos.

—El viejo se ha ido —dijeron.

Osugi dejó de llorar el tiempo suficiente para volverse hacia ellos como si fueran enemigos más que personas que intentaban ayudar.

—¿Qué queréis decir? ¿Por qué ha de morir cuando esa chica se ha salvado? —Por su actitud parecía como si estuviera a punto de atacarles físicamente. Los empujó a un lado y dijo con firmeza—: ¡Yo misma le haré volver a la vida! Os lo demostraré.

Empezó a actuar sobre el tío Gon, poniendo en práctica todos los métodos que se le ocurrieron. Su determinación hizo que asomaran las lágrimas en los ojos de los espectadores, algunos de los cuales se quedaron para echarle una mano. Pero ella, lejos de apreciar su ayuda, les daba órdenes como si hubiera contratado sus servicios, quejándose de que no presionaban adecuadamente, diciéndoles que su sistema no podía tener efecto alguno, ordenándoles que encendieran fuego, enviándoles a buscar medicinas. Y todo lo hacía con la mayor rudeza que quepa imaginar.

Para los hombres de la playa no era ni familiar ni amiga, sino sólo una desconocida, y finalmente incluso los más comprensivos se enojaron.

—¿Quién es esta vieja bruja, a fin de cuentas? —rezongó uno.

—Fijaos, no distingue la diferencia entre una persona inconsciente y otra muerta. Si puede devolverle la vida, que lo haga.

No pasó mucho tiempo antes de que Osugi se encontrara a solas con el cadáver. En la creciente oscuridad, la niebla se alzaba del mar, y todo lo que quedaba del día era una franja de nubes anaranjadas cerca del horizonte. La anciana encendió una fogata, se sentó al lado y acercó a ella el cuerpo del fallecido.

—Tío Gon. ¡Oh, tío Gon! —gimió.

Las olas se oscurecieron. Intentó una y otra vez devolver el calor al cuerpo inerte. Por su expresión parecía como si esperase que de un momento a otro abriera la boca y le hablara. Mascó píldoras del pequeño botiquín que llevaba en el obi y las puso en la boca del muerto. Le cogió en sus brazos y lo meció.

—¡Abre los ojos, tío Gon! —le suplicó—. ¡Di algo! No puedes irte y dejarme sola. Todavía no hemos matado a Musashi ni castigado a esa descarada de Otsū.

Dentro de la posada, Akemi yacía en un sueño inquieto. Cuando Seijūrō intentó acomodarle la febril cabeza en la almohada, la muchacha musitó en su delirio. Permaneció sentado a su lado durante un rato, completamente inmóvil, su cara más pálida que la de ella. Mientras observaba el sufrimiento que él había causado, también padecía.

Era él quien, impulsado por una fuerza animal, había atacado a la muchacha y satisfecho su lujuria. Ahora permanecía seria y rígidamente a su lado, preocupado por su pulso y su respiración, rogando para que la vida que la había abandonado un momento retornara a la normalidad. En el breve espacio de un día había sido una bestia y un hombre compasivo. Pero a Seijūrō, que tendía a los extremos, su conducta no le parecía incongruente.

La tristeza anidaba en sus ojos y la expresión de su boca era humilde. Mirando a la muchacha, murmuró:

—Procura calmarte, Akemi. No soy sólo yo, la mayoría de los demás hombres son también así... Pronto lo comprenderás, aunque debe de haberte asustado la violencia de mi amor.

Habría sido difícil determinar si dirigía realmente estas palabras a la muchacha o si quería tranquilizar a su propia conciencia, pero expresó el mismo sentimiento una y otra vez.

La penumbra de la habitación era como tinta. La puerta corredera de papel ahogaba los sonidos del viento y las olas.

Akemi se movió y sus blancos brazos se deslizaron fuera del edredón. Cuando Seijūrō intentó abrigarla de nuevo, ella musitó:

—¿Cu... cuál es la fecha?

—¿Qué?

—¿Cuántos..., cuántos días faltan... hasta Año Nuevo?

—Sólo faltan siete días. Por entonces estarás bien y de regreso en Kyoto. —Acercó su cara a la de ella, pero la muchacha le apartó con la palma de la mano.

—¡Quieto! ¡Vete! No me gustas.

Él retrocedió, pero Akemi siguió insultándole sin poder contenerse.

—¡Imbécil! ¡Bestia!

Seijūrō permaneció en silencio.

Eres una bestia. No..., no quiero mirarte.

—¡Perdóname, Akemi, por favor!

—¡Vete! No me hables. —Agitó la mano nerviosamente en la oscuridad.

Seijūrō tragó saliva, entristecido, pero continuó mirándola.

—¿Qué..., qué día es?

Esta vez él no le respondió.

—¿Aún no es Año Nuevo?... Entre Año Nuevo y el séptimo..., cada día... dijo que estaría en el puente... El mensaje de Musashi..., cada día..., el puente de la avenida Gojō... Falta tanto hasta Año Nuevo... Debo volver a Kyoto... Si voy al puente, él estará allí.

—¿Musashi? —dijo Seijūrō, asombrado.

La delirante muchacha guardaba silencio.

—¿Ese Musashi..., Miyamoto Musashi?

Seijūrō le escrutó el rostro, pero Akemi no dijo nada más. Tenía cerrados los párpados azules, estaba profundamente dormida.

La pinaza seca golpeaba el papel de la puerta corredera. Relinchó un caballo. Apareció una luz al otro lado del tabique y una voz femenina dijo:

—El Joven Maestro está ahí dentro.

Seijūrō fue apresuradamente a la habitación contigua, cerrando cuidadosamente la puerta tras él.

—¿Quién es? —preguntó—. Estoy aquí.

—Ueda Ryōhei —respondió el recién llegado. Vestido con indumentaria de viaje completa y cubierto de polvo, Ryōhei entró y tomó asiento.

Mientras intercambiaban saludos, Seijūrō se preguntó qué podría traerle allí. Puesto que Ryōhei, al igual que Tōji, era uno de los estudiantes veteranos y hacía falta en la escuela, Seijūrō nunca le habría traído consigo en una excursión improvisada.

—¿Por qué has venido? —le preguntó Seijūrō—. ¿Ha ocurrido algo en mi ausencia?

—Sí, y debo pedirte que regreses de inmediato.

—¿De qué se trata?

Mientras Ryōhei introducía ambas manos en su kimono y palpaba, oyó la voz de Akemi procedente de la habitación contigua.

—¡No me gustas!... ¡Bestia!... ¡Vete! —Las palabras, claramente pronunciadas, estaban llenas de temor. Cualquiera habría pensado que estaba despierta y en verdadero peligro.

—¿Quién es? —inquirió Ryōhei, sorprendido.

—Ah, es Akemi. Se puso enferma poco después de llegar aquí. Tiene fiebre y de vez en cuando delira un poco.

—¿Akemi ha dicho eso?

—Sí, pero no importa. Quiero saber por qué has venido.

De la envuelta que llevaba alrededor del vientre, bajo el kimono, Ryōhei extrajo finalmente una carta y la entregó a Seijūrō.

—Es esto —dijo sin más explicaciones, y movió la lámpara que había dejado la sirvienta, colocándola al lado de Seijūrō.

—Humm. Es de Miyamoto Musashi.

—¡Sí! —exclamó Ryōhei.

—¿La has abierto?

—Sí. Hablé con los demás y decidimos que podría ser importante, de modo que la abrimos y leímos.

En vez de ver por sí mismo qué decía la carta, Seijūrō, con cierta vacilación, preguntó:

—¿Qué dice?

Aunque nadie se había atrevido a mencionárselo, Musashi había permanecido en el fondo de la mente de Seijūrō. Aun así, casi se había convencido a sí mismo de que nunca volvería a tropezar con aquel hombre. La súbita llegada de la carta poco después de que Akemi hubiese pronunciado el nombre de Musashi le causó escalofríos en la espina dorsal.

Ryōhei se mordió el labio, encolerizado.

—Por fin ha ocurrido. La primavera pasada, cuando se marchó después de jactarse tanto, yo estaba seguro de que nunca volvería a poner los pies en Kyoto, pero... ¡imagínate qué presunción! ¡Mira, echa un vistazo! Es un desafío, y tiene el descaro de dirigirlo a toda la casa de Yoshioka y firmarlo solamente con su nombre. ¡Cree que puede retarnos a todos!

Musashi no indicaba ninguna dirección, ni había en la carta indicación alguna de su paradero, pero no había olvidado la promesa que envió por escrito a Seijūrō y sus discípulos, y con aquella segunda carta la suerte estaba echada. Declaraba la guerra a la casa de Yoshioka. Sería necesario librar la batalla, y sería una lucha hasta el final..., una lucha a muerte de samurais empeñados en preservar su honor y reivindicar su destreza con la espada. Musashi ponía en juego su vida y desafiaba a la escuela Yoshioka a que hiciera lo mismo. Cuando llegara el momento, las palabras y las inteligentes estratagemas técnicas contarían poco.

El hecho de que Seijūrō todavía no lo comprendiera así era la mayor fuente de peligro para él. No veía que el día de ajustar cuentas estaba cerca y que no era momento de desperdiciar el tiempo en vanos placeres.

Cuando la carta llegó a Kyoto, algunos de los discípulos más leales, disgustados por la vida indisciplinada que llevaba el Joven Maestro, rezongaron airados por su ausencia en un momento tan crucial. Fuera de quicio por el insulto de aquel rōnin solitario, lamentaron que Kempō ya no viviera. Tras una acalorada discusión, accedieron a informar a Seijūrō de la situación y hacerle regresar a Kyoto de inmediato. No obstante, ahora que la carta le había sido entregada, Seijūrō se limitó a colocarla sobre sus rodillas sin hacer ademán de abrirla.

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