Súbitamente, un olor dulce y perturbador, como de arraclán o adelfilla, invadió la habitación.
«Lo trae el viento desde el parque», quise decir, pero Eshcuid ya se había adelantado a mi desesperado intento por despejar ese aire de pesadilla que nos envolvía: había introducido la punta de una aguja en el globo y murmuraba algo como: «Es extraño que este lago, un punto tan minúsculo, figure en el mapa», y en ese mismo momento la voz de Radspieller volvió a despertar y lo interrumpió con tono agudo:
—¿Alguien puede explicarme por qué ya no me persigue más de día y de noche… como antes la imagen de su eminencia el gran cardenal Napellus? En el Código Nazareno, el libro de los azules monjes gnósticos, escrito 200 años antes de Cristo, está la profecía para el neófito: «Quien riegue la planta mística con su propia sangre hasta el fin, será fielmente acompañado por ella hasta las mismas puertas de la vida eterna; pero al impío que ose arrancarla lo enfrentará cara a cara con la misma muerte, y su espíritu vagará sin derrotero para perderse en las tinieblas hasta que llegue la nueva primavera». ¿Dónde está el valor de estas palabras? ¿Se ha muerto acaso? Yo sólo les diré una cosa: contra mí se estrelló una profecía de dos milenios. ¿Por qué no viene a enfrentarme cara a cara para que yo pueda escupirle en la suya, a él, el cardenal Nap… —Un tartajeante estertor le arrancó a Radspieller la última sílaba de la boca; había visto la planta que el botánico colocara horas antes sobre el alféizar de la ventana y la miraba con ojos desorbitados. Mi primera intención fue la de levantarme y correr en su ayuda.
Pero un grito de Giovanni Braccesco me retuvo:
La corteza apergaminada del globo se había desprendido bajo la insistente presión de la aguja de Eshcuid del mismo modo en que se desprende la cascara de una fruta madura, y ante nosotros quedó al descubierto una gran esfera de cristal…
… En su interior podía verse el resultado de una obra de artesanía excepcional: la figura de un cardenal con capa y sombrero, que en la mano traía como quien porta una vela encendida una planta con flores de cinco pétalos de un azul acerado.
Paralizado de espanto como estaba, apenas si atiné a girar la cabeza hacia donde se encontraba Radspieller.
Estaba nuevamente parado junto a la ventana, rígido y cadavérico, y tan inmóvil como la estatuilla de la esfera de cristal; y como ella sostenía en su mano el acónito azul, en tanto que no podía quitar la vista del rostro del cardenal.
Sólo el brillo de sus ojos revelaba que aún estaba vivo; pero nosotros comprendimos claramente que su espíritu se había hundido para ya nunca más volver en la noche de la demencia.
Eshcuid, Mr. Finch, Giovanni Braccesco y yo nos despedimos a la mañana siguiente, casi sin palabras: las últimas horas de la noche anterior aún repercutian en nuestras mentes pesarosas y el desconcierto sellaba nuestros labios.
He seguido viajando por el mundo, solo y sin plan previo, pero nunca me he vuelto a encontrar con ninguno de ellos.
Una sola vez, después de muchos años, mi camino me llevó hasta aquella región: del castillo ya no quedaban más que los muros, pero entre las ruinas se extendía, quemado por el sol de las alturas, en un gran cantero azul:
el
Aconitum napellus.
Especie de documento
Para decir quien soy no hace falta decir mucho. De los 25 a los 60 años de edad fui ayuda de cámara del Conde du Chazal. Hasta entonces había sido ayudante de jardinero en el convento de Apanua, que viene a ser el mismísimo lugar en el que pasé los obscuros días de mi primera juventud y donde gracias a la bondad del abate aprendí a leer y escribir.
Cuando llegó el día de mi confirmación, siendo que yo era huérfano, mi padrino —el viejo jardinero del convento— aprovechó la oportunidad y me adoptó como hijo, y desde entonces llevo el apellido Meyrink.
Hasta donde puedo recordar, siempre me pareció tener un aro de hierro alrededor de la cabeza, que parece como si me apretara lo que hay adentro, no dejando que se desarrolle lo que la gente llama fantasía. Casi podría afirmarse de mí que me falta un sentido interior para las cosas, Pero, eso sí, mis ojos y mis oídos son agudos como los de un salvaje.
Cuando bajo los párpados puedo ver con toda claridad las siluetas negras y rígidas de los cipreses, tal cual se destacaban de los semidesmoronados pero siempre bien blanqueados muros del convento, veo los ladrillos —gastados por tantas pisadas— que cubrían el piso de los corredores en cruz, los puedo ver uno por uno y hasta podría contarlos, pero, sin embargo, todo eso me resulta frío y mudo… no me dice nada, y yo leí una vez que las cosas saben hablarles a los hombres.
Es de puro sincero que digo siempre lo que pienso y lo que siento, y porque quiero tener el derecho a que me crean; y ahora tengo la esperanza de que alguna vez vengan hombres que lean lo que aquí escribo, y que sepan más que yo para que me puedan explicar —siempre que quieran y les esté permitido hacerlo— tantas cosas que ocurrieron y que me acompañaron durante todo el camino de mi vida como una cadena de adivinanzas que no tienen solución.
Y si contra toda suposición sensata estos escritos llegaran a las manos de cualquiera de los amigos de mi segundo amo: el magistrado Peter Wirtzigh (muerto y sepultado en Wernstein, junto al Inn, en el año de la Gran Guerra: 1914), y me refiero a los bien nacidos doctores Chrysophron Zagráus y Sacrobosco Haselmeyer, llamado también el «Tandshur rojo», espero que ambos caballeros sepan apreciar con justicia que no es indiscreción lo que me hace sacar a luz cosas que tal vez ellos habrán estado ocultando durante tantos años, y también que un anciano de 70 años como yo está por encima de ciertas fruslerías y que me veo obligado a proceder de esta manera por razones más bien espirituales, entre las cuales se cuenta un temor que llevo metido muy adentro de mi corazón: llegar a convertirme —después del deceso de mi cuerpo— en una máquina (los señores doctores ya saben de qué estoy hablando), lo que ya es una razón bastante buena, digo yo.
Pero volviendo a la historia que quiero contar: las primeras palabras que el conde du Chazal me dijo cuando me tomó a su servicio fueron éstas:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
Cuando con la conciencia bien tranquila le contesté que no, pareció quedar muy satisfecho.
Hoy, sus palabras me queman como el fuego, no sé muy bien por qué.
La misma pregunta, letra por letra, me la hizo 35 años más tarde mi segundo empleador, el magistrado Peter Wirtzigh:
—¿Hubo alguna vez en tu vida una mujer que tuviera importancia?
También entonces pude contestar que no, y lo podría contestar también ahora, pero cuando lo dije me sentí como una máquina sin vida y no como una criatura humana.
Cada vez que lo pienso, siento que en mi mente cosquillea una sospecha horripilante; no lo puedo expresar con palabras, pero… ¿acaso no existen también plantas que nunca llegan a desarrollarse por completo, que se van atrofiando desconsoladamente y permanecen siempre tristes y achaparradas (como si el sol no las alumbrara nunca), sólo porque cerca de ellas crece algún veneno que se nutre secretamente de sus raíces?
Durante los primeros meses me sentía bastante molesto en ese castillo solitario que estaba habitado solamente por el señor conde, la vieja Petronella (el ama de llaves) y yo, y que estaba literalmente repleto de utensilios extraños y antiguos, tales como mecanismos de relojería y telescopios… sin hablar de las extravagancias del propio señor conde. Ahí está por ejemplo el hecho de que me permitiera ayudarle para ponerse la ropa, pero para quitársela jamás; cada vez que yo me ofrecía a hacerlo, pues ello debería formar parte de mis obligaciones, siempre me contestaba que aún pensaba seguir leyendo; lo que no era otra cosa que un pretexto, porque en realidad, por lo menos así debo suponerlo, andaba dando vueltas entre las sombras de la noche y por las mañanas sus botas estaban llenas de lodo, aunque durante todo el día anterior no hubiese puesto los pies fuera del castillo.
Tampoco su aspecto era muy tranquilizante: pequeño y escuálido como era, su cabeza parecía no hacer del todo juego con el resto, y aunque me consta que no era jiboso en absoluto, durante muchísimo tiempo no pude librarme de la impresión de que sí lo fuese… es algo que no me puedo explicar por más que lo pienso y lo repienso.
Su perfil era muy agudo, y el hecho de que su mentón, ya de por sí sobresaliente, estuviese adornado con una barba puntiaguda que se curvaba hacia adelante, le daba decididamente el aspecto de una hoz. Por lo demás, hay que destacar que poseía una enorme fuerza vital: en todos los años que estuve a su servicio no puedo decir que haya envejecido visiblemente, lo único que se le iba acentuando era la forma de media luna de su cara, y ésta era cada vez más flaca.
En la aldea se contaban de él historias por demás extrañas: que no se mojaba cuando llovía y cosas por el estilo; también aseguraban que cuando pasaba de noche delante de las viviendas campesinas, en las casas se paraban todos los relojes.
Yo no prestaba atención a estas habladurías, porque la circunstancia de que a veces los objetos metálicos que había en el castillo, tales como cuchillos, tijeras, rastrillos, y otras tantas cosas más se volvieran magnéticas por un par de días, de modo que se les quedaban pegadas las plumas de acero, los clavos, etc., obedece a una manifestación de la naturaleza que no tiene nada de sorprendente… o mejor dicho… esa es la explicación que me dio el señor conde cuando ya le pregunté al respecto. El lugar en que estaba enclavado el castillo se situaba sobre terreno volcánico, me dijo, y agregó que semejantes fenómenos se relacionan directamente con la luna llena.
Debo dejar bien sentado que el señor conde tenía una opinión muy elevada de la luna, y para probarlo puedo dar como ejemplo los siguientes acontecimientos:
Ante todo quiero aclarar que al comienzo de cada verano, el 21 de junio, para ser exacto, venía de visita, no quedándose nunca más de veinticuatro horas, un personaje por demás curioso: el mismo doctor Haselmeyer, del que volveré a hablar más adelante.
El señor conde siempre se refería a él bajo el nombre de «Tandshur rojo», nunca he podido comprender por qué, ya que el doctor no sólo no era pelirrojo, sino que no tenía un pelo en toda la cabeza, ni cejas ni pestañas. Ya por aquel entonces daba toda la impresión de ser un anciano; tal vez eso se deba a la vestimenta tan ridículamente anticuada que lucía año tras año: un sombrero de copa de paño color musgo que se iba angostando hacia arriba hasta terminar casi en punta, un jubón holandés de terciopelo, escarpines con hebilla y calzones de seda negra que le llegaban hasta las rodillas de sus piernas peligrosamente cortas y delgadas; como les decía: tal vez sea por eso que parecía tan… «defenestrado», porque su voz cristalina, casi infantil, y sus labios graciosamente curvados como los de una muchacha, desmentían decididamente toda idea de senilidad.
Pero, por otro lado, me atrevería a suponer que en toda la tierra no se podrán encontrar ojos tan opacos y apagados como los suyos.
Sin por eso perderle el debido respeto, debo agregar que su cabeza era la de un hidrocéfalo, y que, para colmo de males, parecía ser asombrosamente blanda; tan blanda como un huevo duro sin cascara, y no me refiero a la parte correspondiente a la cara —tan redonda, que más sería imposible—, sino al cráneo mismo. Yo por lo menos podía ver claramente cómo, cada vez que se ponía el sombrero, le aparecía una especie de manguera exangüe por debajo del ala, y que cuando se lo quitaba siempre pasaba un buen rato hasta que su cabeza había recuperado felizmente su forma original.
Desde la llegada del doctor Haselmeyer hasta su partida, él y el señor conde se lo pasaban hablando ininterrumpidamente —sin comer, ni beber ni dormir— acerca de la luna, y lo hacían con un ardor tan sorprendente, que hasta el día de hoy no lo puedo entender.
Tan grande era la pasión de ambos, que si el 21 de junio coincidía con la luna llena, se paraban de noche junto al pequeño estanque del castillo, para pasarse horas y horas contemplando el reflejo de la esfera plateada que el agua devolvía.
Cierta vez, en que yo acerté a pasar junto a ellos, pude incluso ver que los señores arrojaban al estanque pequeños objetos blancos (seguramente serían migas de pan), y cuando el doctor Haselmeyer se percató de que yo los había observado, dijo apresuradamente:
—Sólo le estamos dando de comer a la luna… eh, perdón, quiero decir, a los cisnes. —Pero no había un sólo cisne en todo el estanque. Peces tampoco.
Y lo que tuve que escuchar esa misma noche está, a mi entender, secretamente relacionado con todo lo anterior, de modo que lo grabé palabra por palabra en mi cerebro y ahora lo llevo minuciosamente al papel:
Estando ya acostado pero todavía despierto, oí voces que llegaban desde la biblioteca, un lugar en el que jamás nadie ponía los pies y que estaba pegado a mi cuarto; atento a la novedad, pude escuchar al señor conde expresarse de la siguiente manera:
—Después de lo que acabamos de ver en el agua, mi querido y estimado doctor, tendría que estar yo muy equivocado si las cosas no hubiesen tomado para nosotros un cariz excelente y si la antigua frase de los Rosacruces:
post centum viginti anuos patebo,
o sea, «luego de 120 años me revelaré» no puede ser interpretada exactamente en el sentido de nuestros propios pensamientos. ¡Este es en verdad un solsticio invernal memorable! Podemos afirmar que durante la última cuarta parte del recientemente finiquitado siglo XIX todo lo mecánico ha ido ganando una supremacía rápida y segura… eso es algo que podemos dar tranquilamente por sentado; pero, si como cabe esperar, las cosas siguen de este modo, en el siglo XX la humanidad apenas si va a tener tiempo de ver la luz del día de tan ocupada que va a estar en mantener limpitas y en buenas condiciones de funcionamiento todas las máquinas con que va a contar para ese entonces.
»Hoy se puede afirmar con toda propiedad que la máquina se ha transformado en el digno gemelo del becerro de oro; al padre que maltrata a su hijo no le van a dar más de catorce días de arresto, pero a quien dañe cualquier cacharro callejero motorizado puede contar con que lo encierren por 3 años.
—Hay que reconocer que la fabricación de tales vehículos es bastante más costosa —argumentó el Dr. Haselmeyer.