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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

Murciélagos (14 page)

BOOK: Murciélagos
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»Luego entré en un recinto enorme con forma de templo, cuyas columnas se alzaban hasta el cielo; allí había un trono de sangre coagulada sobre el que se sentaba un monstruo con cuerpo de hombre del que salían cuatro brazos con sus correspondientes manos, su horrible bocaza de hiena echaba espumarajos de sangre y de placer: era el dios de la guerra de tantas tribus salvajes que le tributan víctimas para que les sea concedida la victoria sobre sus enemigos.

»Corrí espantado por los hedores de la corrupción que llenaban el lugar y salí a la calle, y allí quedé paralizado de asombro frente a un palacio cuya magnificencia y esplendor sobrepasaba todo lo que yo había conocido hasta ese instante. Sin embargo, cada piedra, cada cumbrera, cada escalón me parecieron tan extrañamente familiares, como si hubiese sido yo mismo quien lo construyera en mi imaginación.

»Y sintiéndome casi como el dueño de casa, subí por la blanca escalera de mármol hasta que pude leer el nombre del verdadero propietario, que no era otro que… mi propio nombre: Johann Hermann Oberheit.

»Entré al gran salón y pude verme vestido de púrpura sentado ante una mesa ricamente servida, atendido por mil esclavas, y en cada una de ellas reconocí a una de las tantas mujeres codiciadas alguna vez por mis sentidos, aunque sólo fuese por un fugaz instante.

»Me sentí invadido por un odio indescriptible al descubrir que este ser —mi propio sosias— se regalaba aquí en la abundancia desde que yo tenía uso de razón, puesto que había sido yo mismo quien le diera vida otorgándole así todas las riquezas por mí anheladas, en tanto permitía que toda la fuerza mágica del yo manara de mi alma para malgastarse en un sin fin de esperanzas.

»Y súbitamente pude ver con claridad que toda mi vida había sido nada más que eso: esperar cosas, que esa espera no era sino una especie de sangría inacabable, y que todo el tiempo que me quedaba para percibir y sentir el presente apenas si sumaba horas. Lo que hasta ese momento había considerado como el contenido de mi vida reventó ante mis ojos como una pompa de jabón. Y ahora estoy en condiciones de decirle, amigo mío: todo lo que realizamos en esta tierra da a luz nuevas esperanzas; todo nuestro planeta está bañado por los vahos pestilentes que despiden todos los presentes muertos en el instante mismo de haber nacido. ¿Quién no ha experimentado alguna vez esa debilidad enervante que nos acomete cuando nos hallamos en la sala de espera de un médico, un abogado o un funcionario? Lo que llamamos vida no es más que la sala de espera de la muerte. Y entonces, en aquel momento, comprendí qué es el tiempo: nosotros mismos no somos sino imágenes hechas de tiempo, cuerpos que parecen ser materiales y que no son nada más que tiempo coagulado.

»Y ese marchitarse diario, camino de la tumba, ¿qué otra cosa es sino un nuevo convertirse en tiempo bajo la apariencia de esperanzas e ilusiones…? ¡del mismo modo que el hielo que puesto al calor se convierte nuevamente en agua!

»Y cuando esta convicción se hizo luz en mí pude ver que el cuerpo de mi sosias comenzaba a temblar y que su cara se distorsionaba de miedo. Y entonces también supe qué es lo que debía hacer: luchar sin tregua contra esos fantasmas que nos chupan la savia de nuestras venas igual que los vampiros.

»¡Oh, ellos, esos parásitos de la vida humana saben muy bien por qué les conviene permanecer invisibles a los ojos del hombre; la peor canallada del diablo consiste precisamente en hacer como si no existiese.

»Ya partir de mi visita al país de las tempijuelas he desalojado para siempre de mi existencia los conceptos esperanza e ilusión.

—Pienso, señor Oberheit, que yo me desmoronaría con el primer paso si decidiera seguir el terrible camino que emprendió usted —dije al cabo de un rato—, puedo imaginar, eso sí, que mediante el trabajo continuo y sin descanso se pueden adormecer dentro de uno tanto la esperanza como la ilusión; sin embargo…

—¡Sí, pero nada más que adormecerlos! En lo más profundo del alma, la esperanza permanecerá viva y al acecho. ¡Hay que darle con el hacha en sus mismas raíces! —me interrumpió Oberheit—. ¡Conviértase en un autómata aquí en la tierra! Tome solamente el fruto que lo esta llamando… si con ello se combina la más mínima espera, retire la mano y verá que todo le será dado… maduro y a su debido tiempo. Al comienzo le parecerá estar deambulando a través de un páramo desconsolador, a lo mejor por largo tiempo, pero de pronto se hará la luz a su alrededor, y usted podrá ver todas las Cosas —las bellas y las feas— animadas por un brillo distinto e insospechado. Y entonces ya no habrá para usted nada «trascendente» ni nada «intrascendente», pues todas las cosas habrán ganado —por su misma intrascendencia— una trascendencia igual; y entonces podrá decir de usted mismo: me hago a la mar sin playas timoneando mi barco de velas blancas.

Esas fueron las últimas palabras que me dijera Johann Hermann Oberheit; nunca más lo he vuelto a ver.

Entretanto han pasado muchos años y yo me he esforzado en lo posible por aprender la enseñanza que él me impartiera, pero la esperanza no quiere abandonar mi corazón.

Sé que soy demasiado débil como para arrancar la mala hierba de raíz, y ya no me extraña que entre las muchas tumbas de los cementerios tan pocas lleven la inscripción:

EL CARDENAL NAPELLUS

Aparte de su nombre: Hieronymus Radspieller, sólo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado —ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza— le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y donde todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del Sud, o que el lago —como un ojo enorme siempre abierto al cielo— reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto.

Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

—Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos —arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición. —Casualmente hoy me enteré por medio de la vieja mandadera que lleva la correspondencia al otro lado del desfiladero, que corre el rumor de que en su juventud fue monje en un convento donde se flagelaba día y noche; algunos parecen afirmar, incluso, haber visto que su espalda está totalmente cubierta de cicatrices —intervino Mr. Finch, trayendo un novedoso aporte a una de las tantas conversaciones en las que se barajaban conjeturas en cuanto a la personalidad de. Hieronymus Radspieller—; y a propósito: ¿no les parece extraño que tarde tanto? Ya deben ser más de las once.

—Hoy hay luna llena —dijo Giovanni Braccesco señalando con su mano mustia hacia la ventana, a través de la cual se divisaba la plateada franja de luz que se extendía sobre el lago—; nos será muy fácil ver su bote si nos asomamos.

Al corto rato oímos pasos que subían la escalera; pero era Eshcuid, el botánico, que venía a reunirse con nosotros después de una de sus largas caminatas.

Traía consigo una planta casi tan alta como él con flores de un azul acerado.

—Este es sin duda el ejemplar más grande de esta especie que se haya encontrado jamás; nunca hubiese creído que un «matalobos azul» creciera en estas alturas —dijo lacónicamente y depositó la planta con un sin fin de precauciones sobre el alféizar de la ventana.

«Le va igual que a todos nosotros», pensé mientras lo observaba, y tuve la sensación de que Mr. Finch y Giovanni Braccesco estaban pensando en aquel momento lo mismo que yo, «viejo como es, anda de un lado a otro sobre esta tierra como alguien que debe buscar su propia tumba sin poderla nunca hallar; colecciona plantas que mañana estarán secas; ¿por qué?, ¿para qué? Parece no importarle. Sabe que su quehacer es estéril, como lo sabemos nosotros del nuestro, pero también a él lo debe haber desmoralizado la triste certeza de que todo lo que se comienza termina siendo inútil, tanto las empresas grandes como las pequeñas. Ya desde muy jóvenes comenzamos a ser como moribundos cuyos dedos tantean inquietos las ropas de la cama y que no saben de donde asirse; como moribundos que saben: la muerte está en esta habitación, qué importa entonces si en el momento mismo de morir las manos están plegadas o si están apretadas como puños».

—¿Adonde piensa ir cuando acá haya terminado la temporada de pesca? —preguntó el botánico después de echarle una última mirada a su planta y sentándose lentamente junto a la mesa.

Mr. Finch pasó los dedos de una mano por sus blancos cabellos, mientras con la otra seguía jugando distraídamente con un anzuelo; finalmente sé encogió de hombros sin levantar la vista.

—No sé —contestó al rato Giovanni Braccesco, como si la pregunta hubiese estado dirigida a él.

Debe haber pasado fácilmente una hora sin que habláramos una sola palabra; el silencio era tan total, que podía oír el latido de mis sienes.

Por fin se abrió la puerta y en el vano de la misma quedaron enmarcados el cuerpo y la cara pálida y afeitada de Hieronymus Radspieiler.

Su expresión era reposada y senil, como siempre, y su mano permaneció firme y tranquila mientras se servía una copa de vino y la alzaba como brindando a la salud de los presentes; pero en la habitación reinaba un clima de excitación contenida que había entrado, a mí no me cabía la menor duda, junto con él, transmitiéndose muy pronto a todos nosotros.

Sus ojos —que siempre parecían cansados y que tenían la peculiaridad de que sus pupilas nunca se contraían ni se dilataban, como si no reaccionaran a la luz, igualitos a botones de chaleco con un punto negro en el centro, según Mr. Finch— hoy parecían afiebrados e inquietos y recorrían indecisos las paredes y los estantes de libros, sin quedar fijos en ninguna parte.

Giovanni Braccesco promovió un tema de conversación y comenzó a hablar acerca de nuestros extraños métodos para pescar esos bagres viejísimos y gigantescos, totalmente cubiertos de musgo, que viven allá abajo, en las profundidades inescrutables del lago, rodeados de una noche sin principio ni fin, que desdeñan todo manjar que pueda brindarles la naturaleza y que sólo se interesan por las formas caprichosas y extravagantes que nacen de la imaginación de los pescadores: manos de lata plateada y brillosa que realizan movimientos extraños en el agua, o murciélagos de vidrio rojo que esconden entre sus alas los ganchos traicioneros.

Hieronytnus Radspieller no prestaba atención.

Para mí resultaba evidente que sus ideas estaban en otra parte.

Súbitamente estalló, era como cuando alguien se desprende violentamente de un secreto que ha estado guardando celosamente por demasiado tiempo y cuya fuerza sus labios ya no pueden contener:

—Hoy, por fin mi sonda tocó fondo.

Nosotros nos miramos consternados sin entender nada.

Pero yo había quedado tan impresionado por la extraña emoción que había vibrado en sus palabras, que no me pude concentrar enseguida en las explicaciones que nos dio a continuación acerca de los diversos procesos de medición y arqueo de aguas profundas: habría allí abajo —a muchas brazas de profundidad— torbellinos tan vertiginosos que rechazan cualquier sonda, la mantienen flotando en el agua e impiden que toque fondo, salvo que intervenga una coincidencia favorable.

Y de pronto de su discurso se desprendió una frase como un disparo:

—Esta es la parte más profunda de la tierra a la que pudo llegar un instrumento hecho por la mano del hombre. —Estas palabras se grabaron a fuego en mi conciencia, sin que yo pudiera hallar una razón por la cual me resultaran tan inquietantes. En ellas se ocultaba sin duda un doble sentido fantasmal y, por un instante, me pareció que por su boca alguien invisible se estaba dirigiendo a mí por medio de símbolos obscuros e indescifrables.

Me era imposible quitar la vista de la cara de Radspieller; ¡qué espectral e irreal me pareció en ese momento! Si cerraba mis ojos podía verlo como aureolado por temblorosas llamitas azules; «los fuegos de San Telmo», pensé, «los fuegos de la muerte», y me vi obligado a apretar fuertemente los labios para que estas palabras, que me quemaban la lengua, no salieran de mi boca como un grito.

Por mi mente comenzaron a pasar, como en un sueño, algunos párrafos pertenecientes a libros escritos por Radspieller que yo había leído en mis ratos de ocio, asombrado siempre por la cantidad de conocimiento que allí se evidenciaba, en algunas partes daba rienda suelta a su odio contra la religión, la fe, la esperanza y todo lo que en la Biblia hay de promisión.

Es el contragolpe —comprendí— que arroja su alma a las miserias de la tierra luego de un ascetismo ardiente y de una juventud atormentada por el éxtasis religioso: es el movimiento de péndulo propio del destino y que lanza a los hombres de la luz a la sombra.

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