Las demás aerocicletas estaban acopladas al la suya. Si él despegaba, los demás vehículos también despegaran, con o sin sus pasajeros.
Luis echó un vistazo a su alrededor.
Teela Brown ya estaba en el aire. Se había quedado contemplando la pelea desde arriba con el ceño fruncido en preocupada expresión. Ni se le había ocurrido que podría intentar ayudarles.
Interlocutor había iniciado una frenética actividad. Ya había derribado media docena de enemigos. Mientras Luis le miraba, el kzin blandió su linterna de rayos láser y destrozó el cráneo de un hombre.
Los hombres velludos formaban un círculo indeciso a su alrededor.
Multitud de manos de largos dedos intentaron derribar a Luis de su vehículo. Estaban a punto de conseguir su propósito cuando a Luis se le ocurrió conectar la envoltura sónica.
Los nativos chillaron al sentirse apartados violentamente. Luis escudriñó el aparcamiento en busca de Nessus.
El titerote estaba intentando llegar hasta su aerocicleta. Armado con una barra de metal procedente de alguna vieja máquina, uno de los nativos le cortó el paso.
Cuando Luis les localizó, el hombre blandía la barra sobre la cabeza del titerote.
Nessus esquivó el golpe. Giró sobre sus piernas delanteras, situándose de espaldas al peligro, pero también en dirección contraria a su aerocicleta.
El reflejo de huida del titerote podría ser su muerte, a menos que Interlocutor o Luis lograran ayudarle a tiempo. Luis abrió la boca para gritar y el titerote completó su movimiento giratorio.
Luis cerró la boca.
El titerote avanzó hacia su aerocicleta. Nadie intentó detenerle. El casco trasero iba dejando huellas ensangrentadas sobre la tierra apisonada.
El círculo de admiradores de Interlocutor seguía fuera de su alcance. El kzin les escupió a los pies —un gesto humano, no kzinti—, dio media vuelta y montó en su aerocicleta. Tenía la linterna de rayos láser ensangrentada hasta el codo.
El nativo que había intentado interponerse en el camino de Nessus yacía en el lugar donde cayera. La sangre iba formando un charco a su alrededor.
Los demás estaban en el aire, Luis se encumbró tras ellos. Desde lejos, logró adivinar las intenciones de Interlocutor y le gritó:
—¡Alto ahí! No es necesario.
Interlocutor blandía el instrumento excavador modificado:
—¿Tiene que ser necesario? —dijo.
Pero bajó la mano.
—No lo hagas —le imploró Luis—. Sería una masacre. ¿Qué pueden hacernos ahora? ¿Tirarnos piedras?
—Pueden utilizar tu linterna de rayos láser contra nosotros.
—No pueden. Es tabú.
—Eso dijo el dignatario. ¿Le crees?
—Sí.
Interlocutor guardó el arma. Luis suspiró aliviado; temía que el kzin arrasara la ciudad.
—¿Cómo debió surgir este tabú? ¿Una guerra atómica?
—O un bandido armado con el último cañón de rayos láser del Mundo Anillo. Es una lástima que no se lo podamos preguntar a nadie.
—Te está sangrando la nariz.
Luis advirtió de pronto unas fuertes punzadas de dolor en la nariz. Acopló su aerocicleta a la de Interlocutor y comenzó a hacerse una cura. Abajo, un gentío enfurecido y desconcertado llenaba los campos cercanos a Zignamuclikclik.
—Deberían haber caído de rodillas —se lamentó Luis Wu—. Es lo que me ha despistado. Y la traducción que decía «constructor» cuando en realidad la palabra adecuada era «dios».
—¿Dios?
—Los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo se han convertido en dioses para ellos. Tendría que haberme llamado la atención el silencio. ¡Nej! Excepto el sacerdote, los demás permanecían callados como en misa. Todos parecían escuchar una antigua letanía. Pero, yo no daba pie con bola.
—Una religión. ¡Qué raro! Pero no tendrías que haberte reído —dijo con expresión severa la imagen de Teela en el intercom—. Nadie se ríe en la iglesia, ni siquiera los turistas.
Volaban bajo un cacho cada vez más pequeño de sol de mediodía. En el firmamento veían brillar el Mundo Anillo sobre su propia superficie con sus relucientes franjas azules, cada vez más nítidas.
—En ese momento me pareció gracioso —explicó Luis—. Aún me lo parece. Han olvidado que viven en un anillo. Creen que es un arco.
Un sonido siseante penetró en la envoltura sónica. Por un instante quedaron envueltos en una especie de huracán, luego el ruido cesó bruscamente. Habían cruzado la barrera del sonido.
Zignamuclikclik se fue perdiendo en la distancia. La ciudad nunca conseguiría descargar sus iras sobre los demonios. Lo más probable era que no volviera a verlos.
—Parece un arco —dijo Teela.
—De acuerdo. No debí reírme. Con todo, tenemos suerte.
—Podemos dejar atrás nuestros errores —dijo Luis—. Todo lo que tenemos que hacer es emprender el vuelo. Nada puede atraparnos.
—Hay errores que siempre nos persiguen —dijo Interlocutor-de-Animales.
—Es curioso que seas tú quien lo diga. —Luis se rascó la nariz pensativo; la tenía más insensible que un bloque de madera. Cuando se disipara el efecto del anestésico, ya estaría curada.
Por fin se decidió a hablar:
—¿Nessus?
—Sí, Luis.
—Cuando estábamos allí observé una cosa. Decías que estabas loco, pues das muestras de valor. ¿Verdad?
—Hablas con mucho tacto, Luis. Tu delicadeza...
—Hablo en serio. Al igual que los demás titerotes, has estado sacando deducciones a partir de una premisa falsa. Por instinto, los titerotes dan media vuelta para huir del peligro. ¿No es eso?
—Sí, Luis.
—Pues te equivocas. Un titerote le vuelve instintivamente la espalda al peligro. Pero lo hace para poder hacer uso de la pierna trasera. Ese casco tuyo es un arma mortal, Nessus.
En un solo movimiento, el titerote había girado sobre sus piernas delanteras y había lanzado una coz con la única pierna trasera. Luis recordó que tenía las cabezas echadas hacia atrás y muy separadas, formando un triángulo en torno a su enemigo. Nessus había proyectado su casco directamente al corazón de un hombre y lo había hecho salir despedido a través de la espina dorsal astillada.
—No podía salir corriendo —explicó Nessus—. Ello me hubiera alejado de mi vehículo. Era demasiado arriesgado.
—Pero en ese momento no te detuviste a pensarlo —insistió Luis—. Fue un gesto instintivo. Automáticamente volvéis la espalda al enemigo. Os volvéis y dais una coz. Los titerotes cuerdos dan media vuelta para luchar, no para huir. No estás loco.
—Te equivocas, Luis. La mayoría de los titerotes huyen del peligro.
—Pero...
—La mayoría siempre es cuerda, Luis.
¡Animal gregario! Luis desistió. Levantó la mirada justo a tiempo para ver desaparecer el último trocito de sol.
Hay errores que siempre nos persiguen...
Pero Interlocutor debía de referirse a otra cosa al pronunciar esa frase. ¿A qué?
En el cenit se apiñaba un anillo de rectángulos negros. El que ocultaba el sol estaba rodeado de una aureola color perla. Encima se alzaba el arco parabólico del Mundo Anillo, azul contra el cielo sembrado de estrellas.
El conjunto parecía obra de un niño pequeño que se hubiera puesto a ordenar las piezas de un juego de Construcción de Ciudades sin saber exactamente lo que hacía.
Cuando emprendieron la huida de Zignamuclikclik, Nessus iba conduciendo el grupo de aerocicletas. Luego le había pasado el mando a Interlocutor. Llevaban toda la noche volando. Por fin, sobre sus cabezas, un resplandor más intenso en un extremo de la pantalla central les indicó la proximidad del alba.
Durante todas esas horas de vuelo, Luis había ideado una forma de visualizar la escala del Mundo Anillo.
Se basaba en una proyección de Mercator del planeta Tierra —igual que los mapas murales rectangulares de uso corriente en las escuelas— en la que el ecuador apareciera representado en escala 1:1, de modo que una persona situada en el ecuador vería exactamente lo mismo que si estuviera sobre la verdadera Tierra. Pero, sobre la extensión del Mundo Anillo podían trazarse cuarenta mapas como ése, uno a continuación del otro.
Un mapa como el que estaba imaginando tendría una superficie superior a la de la Tierra. Sin embargo, después de delimitarlo sobre la topografía del Mundo Anillo, bastaría apartar la vista un instante, para ser luego incapaz de volver a localizarlo.
Las herramientas que sirvieron para construir el Mundo Anillo permitían efectos aún más interesantes. Esa pareja de océanos salados, uno a cada lado del anillo, tenían una superficie mayor que la de cualquier mundo del espacio humano. A fin de cuentas, los continentes no eran más que inmensas islas. Hubiera sido posible incluir toda la Tierra en uno de esos océanos y aún hubiera sobrado espacio en las orillas.
«No debí reírme —pensó Luis—. A mí mismo me ha costado bastante llegar a hacerme una idea de la escala de este... artefacto. ¿Por qué esperar una mayor perspicacia en los nativos?» Nessus había sido el primero en darse cuenta. Dos noches atrás, cuando vieron el arco por primera vez, Nessus gritó e intentó esconderse.
—Oh, nej, qué más da...
No tenía importancia. Y menos cuando se podían dejar atrás todos los errores a una velocidad de casi dos mil kilómetros por hora.
Interlocutor llamó a Luis y le transfirió el mando de la flotilla. Luis se puso al mando mientras Interlocutor descabezaba un sueño.
Y comenzó a amanecer a mil doscientos kilómetros por segundo.
La línea que separa el día de la noche se llama terminátor. El terminátor de la Tierra resulta visible desde la Luna y también cuando uno está en órbita; pero no puede verse desde la superficie de la propia Tierra.
No obstante, las líneas rectas que dividían la luz de la oscuridad sobre el arco del Mundo Anillo eran todas terminátores.
La línea divisoria fue acercándose a la flotilla de aerocicletas desde giro. Se extendía desde el suelo hasta el cielo, desde babor-infinito hasta estribor-infinito. Parecía una visión del destino, algo así como una pared ambulante demasiado grande para circundarla.
Por fin les alcanzó. El halo relució sobre sus cabezas, luego comenzó a proyectar un intenso resplandor a medida que el retroceso de la pantalla dejaba al descubierto un reborde del disco solar. Luis contempló la noche que se extendía a su izquierda, y el día, a su derecha, mientras la sombra divisoria iba retrocediendo a lo largo de una infinita llanura. Curioso amanecer, con su coreografía que parecía hecha ex profeso para Luis Wu, el turista.
A lo lejos, en dirección a estribor, más allá del lugar donde la tierra se transformaba en bruma indefinida, comenzaron a dibujarse nítidamente los contornos de un picacho iluminado por la luz del sol naciente.
—Puño-de-Dios —dijo Luis Wu, arrastrando cada una de las palabras—. ¡Buen nombre para la mayor montaña del mundo!
Luis Wu, el hombre, se sentía dolorido. Si su cuerpo no conseguía adaptarse pronto a las nuevas circunstancias, se le agarrotarían las articulaciones y quedaría doblado para siempre como un cuatro. Por otra parte, sus bloques de comida comenzaban a saber a eso, a bloques. Y aún tenía la nariz algo insensible. Y seguía sin poder beber café.
Pero Luis Wu, el turista, estaba en la gloria.
Por ejemplo, había descubierto la mecánica del reflejo de huida de los titerotes. Nadie había imaginado nunca que pudiera ser también un reflejo agresivo. Nadie, excepto Luis Wu.
Y el señuelo para atraer vástagos de las estrellas. ¡Qué cosa más poética para soltar por ahí! Un procedimiento sencillo, inventado milenios atrás, según había dicho Nessus. Y a ningún titerote se le había ocurrido mencionar su existencia, hasta el día anterior.
Pero los titerotes estaban negados para la poesía.
¿Sabrían los titerotes por qué seguían las naves Forasteras a los vástagos de las estrellas? ¿Guardaban maliciosamente el secreto? ¿O lo habían descartado por considerarlo irrelevante para resolver el problema de sobrevivir eternamente?
Nessus había desconectado su aerocicleta del circuito de intercom. Probablemente dormía. Luis le hizo una señal, de modo que al despertar el titerote viera la luz encendida en su panel y le llamara.
¿Lo sabría?
Los vástagos de las estrellas: seres irracionales que poblaban el núcleo de la galaxia en gran número. Su metabolismo era el fénix solar, se alimentaban de la tenue capa de hidrógeno existente en el espacio interestelar. Su fuerza motriz era una vela de fotones, enorme y con una intensa reflexión, controlada igual que un paracaídas para zambullidas aéreas. Normalmente, los vástagos de las estrellas emigraban fuera del eje de la galaxia hasta los extremos del espacio intergaláctico, para poner allí sus huevos, y luego regresaban sin ellos. Los polluelos recién nacidos debían encontrar el camino de regreso sin ayuda, remontando el viento de fotones hasta llegar al núcleo caliente, rico en hidrógeno.
Los Forasteros siempre se movían en pos de los vástagos de las estrellas.
¿Por qué lo hacían? Un problema ocioso, pero verdaderamente poético.
O tal vez no tan ocioso. En medio de la primera guerra entre hombres y kzinti, un vástago de las estrellas hizo zig en vez de hacer zag. La nave Forastera que lo seguía pasó cerca de Procyon. Y se detuvo el tiempo suficiente para vender un motor hiperlumínico a la colonia de Lo Conseguimos.
El azar también podría haber llevado la nave al espacio kzinti en vez de al humano.
¿Y ésa era la época en que los titerotes habían comenzado a estudiar a los kzinti?
—¡Nej! Esto me pasa por dejarme llevar por mi imaginación. Disciplina, eso necesito.
¿Pero fue entonces o no? Seguro que sí. Nessus lo había dicho. Los titerotes habían estado estudiando a los kzinti, investigando la posibilidad de exterminarlos de un modo seguro.
Entonces, la guerra entre hombres y kzinti vino a resolver su problema. Una nave Forastera se aventuró en el espacio humano para venderles un motor hiperlumínico a los de Lo Conseguimos, mientras la armada kzinti iba adentrándose por la frontera opuesta. Cuando las naves de guerra humanas estuvieron equipadas con un motor auxiliar hiperlumínico, los kzinti dejaron de constituir una amenaza para el hombre y también para los titerotes.
Luis estaba anonadado.
—No les creo capaces de algo así —dijo—. Si Interlocutor se entera...