¿Cuánto tiempo habría durado este proceso? ¿Diez mil años?
¿Más?
—¡Nej! Me gustaría poder comentarlo con alguien. Puede ser un detalle importante.
Luis siguió escrutando el paisaje con gesto enfurruñado.
El transcurso del tiempo era distinto con el sol siempre directamente sobre sus cabezas. La mañana y la tarde no diferían en nada. Las decisiones parecían menos permanentes. La realidad menos real. «Algo parecido —pensó Luis— al instante de tiempo que se tarda en pasar de una cabina teletransportadora a otra.»
Ya lo tenía. Transitaban entre dos cabinas teletransportadoras, una situada en el «Embustero», la otra en el muro exterior del anillo. Sólo estaba soñando que sobrevolaban una vasta extensión de llanura gris en un triángulo de aerocicletas.
Siguieron volando rumbo a babor a través del tiempo detenido.
—¿Cuánto rato haría que nadie hablaba con nadie? Ya hacía horas que Luis le había hecho señal a Teela de que deseaba decirle algo. Poco después había intentado ponerse en contacto con Interlocutor. Las luces se habían encendido en sus paneles de mandos, pero las habían ignorado, igual como Luis ignoraba la que brillaba en el suyo.
—Se acabó —dijo de pronto Luis. Conectó su aparato de intercomunicación.
Captó una increíble cascada de música orquestas, hasta que el titerote advirtió su llamada. Luego...
—Debemos procurar que la expedición vuelva a agruparse sin derramamiento de sangre —dijo Nessus—. ¿Alguna idea, Luis?
—Sí. No es correcto iniciar una conversación de un modo tan brusco.
—Lo siento, Luis. Gracias por responder a mi llamada. ¿Cómo estás?
—Aburrido y disgustado, y todo por tu culpa. Nadie quiere hablar conmigo.
—¿Puedo hacer algo?
—Es posible. ¿Tuviste algo que ver con la modificación de las Leyes de Procreación?
—Estuve al frente del proyecto.
Luis soltó un bufido.
—Es lo peor que podías haberme dicho. ¡Espero que seas la primera víctima del control de natalidad retroactivo! Teela no volverá a dirigirme la palabra.
—No deberías haberte reído de ella.
—Ya lo sé. Lo que me preocupaba más de todo este asunto —explicó Luis— es comprobar que sois capaces de tomar decisiones de tamaña magnitud y luego cometéis estupideces tan grandes como, como...
—Supongo que Teela Brown no puede oírnos.
—No, claro que no. ¡Nej, Nessus! ¿Te das cuenta de lo que le has hecho?
—¿Por qué mencionaste el asunto si sabías que ello le tocaría tanto el amor propio?
Luis suspiró. Había resuelto un problema teórico y de inmediato había soltado la solución. No se le había ocurrido, jamás hubiera pensado, que más valía no dar a conocer la solución. No iba con su manera de pensar.
—¿Se te ha ocurrido alguna idea para volver a reunir la expedición? —preguntó entonces el titerote.
—Sí —dijo Luis, y cortó la comunicación.
Eso le daría algo en qué pensar.
El terreno fue descendiendo gradualmente y volvieron a sobrevolar una verde campiña.
Cruzaron otro mar y un gran delta. Pero el lecho del río estaba seco, al igual que el delta. Alguna alteración en el curso de los vientos debía de haber secado el manantial.
Luis perdió altura y entonces pudo comprobar que todos los canalillos que serpenteaban aparentemente al azar hasta constituir el delta habían sido esculpidos de modo permanente sobre el terreno. Los artistas del Mundo Anillo no se habían limitado a dejar que el río excavase sus propios canales. Y tenían razón; la capa de tierra que recubría el Mundo Anillo era demasiado delgada. Se imponía el recurso a métodos artificiales.
Pero los canales vacíos resultaban desagradables a la vista. Luis frunció los labios en señal de desaprobación y siguió adelante.
Pronto sobrevolarían unas montañas.
Luis llevaba toda la noche y buena parte de la mañana pilotando. No sabía exactamente cuántas horas. Ese inmóvil sol de mediodía constituía una trampa psicológica; podía alargar o comprimir el tiempo, y Luis no sabría decir si había ocurrido lo uno o lo otro.
Su estado de ánimo era ahora el característico de sus viajes sabáticos. Casi había olvidado las demás aerocicletas. Volar solo sobre una superficie de terreno sin fin, infinitamente variable, no difería gran cosa de adentrarse a solas en una nave individual más allá de las estrellas conocidas. Luis Wu estaba solo frente al universo, y el universo era como un juguete para Luis Wu. Entonces, el problema más acuciante del mundo entero se reducía simplemente a saber si Luis Wu continuaba satisfecho consigo mismo.
Casi se sobresaltó cuando sobre su panel de mandos apareció un rostro anaranjado.
—Debes de estar cansado —dijo el kzin—. ¿Quieres que pilote yo?
—Preferiría aterrizar. Tengo el cuerpo agarrotado.
—Pues hazlo. Tú diriges la flotilla.
—No deseo imponerle mi compañía a nadie. —Y de pronto advirtió que decía exactamente lo que sentía. No le había costado mucho recuperar el estado de ánimo de sus viajes sabáticos.
—¿Crees que Teela intentará esquivarte? Es posible que tengas razón, no me ha llamado ni a mí, aunque comparto la misma afrenta.
—Te lo estás tomando demasiado a pecho. No, espera, no desconectes.
—Prefiero estar solo, Luis. La ofensa del herbívoro es intolerable.
—¡Pero todo ocurrió hace muchísimo tiempo! No, no desconectes; ten piedad de un pobre viejo solitario. ¿Te has fijado en el paisaje?
—Sí.
—¿Has observado las regiones desérticas?
—Sí. En algunos puntos la erosión ha desgastado el lecho de rocas hasta dejar al descubierto la base indestructible del anillo. Algo debe de haber modificado gravemente las corrientes eólicas hace muchísimo tiempo. Una erosión de esa magnitud no puede producirse de la noche a la mañana, ni siquiera en el Mundo Anillo.
—Lo mismo opino yo.
—Luis, ¿cómo pudo producirse la decadencia de una civilización de tales dimensiones y tan poderosa?
—No tengo la menor idea. Seamos sinceros: imposible adivinarlo, ni siquiera con toda nuestra intuición y conocimientos. Incluso los titerotes poseen un nivel tecnológico inferior al del Mundo Anillo. ¿Cómo deducir lo que pudo haberles hecho volver al nivel de la primera edad de piedra?
—Tendremos que estudiar más detenidamente a los nativos —dijo Interlocutor-de-Animales—. Sería inútil confiar en su ayuda para trasladar al «Embustero» a cualquier parte. Debemos encontrar seres capaces de hacerlo.
Justo lo que Luis deseaba oír.
—Se me ha ocurrido una forma eficaz de entrar en contacto con los nativos siempre que queramos.
—¿Sí?
—Preferiría aterrizar para discutirlo con más calma.
—Puedes aterrizar cuando quieras.
Una alta y maciza cadena de montañas se interponía en la ruta de la flotilla de aerocicletas. Sus cumbres y los pasos que se abrían entre ellas tenían un resplandor nacarado que a Luis no le costó identificar. Los fuertes vientos que soplaban sobre la cordillera habían ido desgastando la roca hasta dejar al descubierto la mayor parte de la infraestructura de material base del anillo.
Luis hizo descender la flotilla en dirección a unas colinas. Decidió aterrizar junto a un arroyuelo plateado que brotaba de la montaña y luego se perdía en un bosque, también aparentemente interminable, extendido cual verde pelaje sobre la precordillera.
Teela se puso en contacto con él.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Estoy aterrizando. Me siento fatigado de tanto volar. Pero no cortes. Quisiera pedirte disculpas.
Ella desconectó.
—Ha respondido mejor de lo que esperaba —musitó Luis sin demasiada convicción. La próxima vez estaría más dispuesta a escuchar, sabiendo que pensaba disculparse.
—La idea se me ocurrió cuando hablábamos de «jugar a ser dios» —explicó Luis. Por desgracia, sólo podía tratar el asunto con Interlocutor, Teela había desmontado de su aerocicleta y había desaparecido en el bosque después de lanzarle una airada mirada.
Interlocutor asintió con su lanuda cabeza anaranjada. Sus orejas temblaban como pequeños abanicos chinos entre unos dedos inquietos.
—Podemos considerarnos razonablemente a salvo en este mundo —le dijo Luis— a condición de que permanezcamos en el aire. No me cabe la menor duda de que conseguiremos llegar a nuestro destino. Probablemente podríamos volar hasta el muro exterior sin tener que aterrizar, si ello fuera necesario; o podríamos aterrizar sólo en aquellos lugares donde asoma la infraestructura del anillo. Ningún animal de presa podría alimentarse de esa materia. Pero poca cosa averiguaremos si no aterrizamos. Y para salir de este gigantesco juguete necesitaremos de la ayuda de los nativos. Todo parece indicar que, a pesar de todo, alguien tendrá que remolcar el «Embustero» hasta seiscientos cincuenta mil kilómetros del lugar de nuestro aterrizaje.
—Ve al grano, Luis. Necesito un poco de ejercicio.
—Cuando lleguemos al muro exterior nos convendrá estar mejor informados sobre los anillícolas.
—Desde luego.
—¿Por qué no jugar a ser dioses?
Interlocutor titubeó:
—¿Qué quieres decir?
—Podemos representar perfectamente a los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo. No poseemos los poderes que ellos tenían, pero contamos con lo suficiente para presentarnos como divinidades ante los nativos. Tú podrías ser el dios...
—Gracias.
—...Teela y yo los acólitos. Nessus quedaría muy bien en el papel de demonio cautivo.
Interlocutor enseñó las garras:
—Pero Nessus no está aquí, y tampoco se nos unirá.
—Ahí está el problema. En...
—Esto no es negociable, Luis.
—Pues es una lástima. Necesitamos su ayuda para este proyecto.
—En ese caso, será mejor que lo olvides.
Luis seguía dudando en cuanto a esas garras. ¿Estarían sometidas a control voluntario o no? En cualquier caso, seguían amenazándole. Si hubieran estado hablando a través del sistema de intercomunicación, Interlocutor ya habría colgado.
Y ésa era la razón de que Luis hubiera insistido en discutirlo todo en tierra.
—Míralo bajo el aspecto intelectual. Serías un dios estupendo. Resultas terriblemente intimidante desde un punto de vista humano, aunque tendrás que concederme un margen de confianza y creer lo que te digo, pues no podría demostrártelo.
—¿Y para qué queremos a Nessus?
—A causa del tasp, para poder dispensar premios y castigos. En tu papel de dios, puedes hacer trizas a los incrédulos, sacarles las tripas y luego devorarlas. Ese será el castigo. Para las recompensas utilizaremos el tasp del titerote.
—¿No podríamos arreglárnoslas sin el tasp?
—¡Es una forma tan estupenda de recompensar a los fieles! Un estallido de puro placer, justo en el centro del cerebro. Sin efectos secundarios. Sin resaca. ¡Teóricamente el tasp es mejor que un orgasmo!
—Lo encuentro poco ético. Aunque los nativos no sean más que simples humanos, no quisiera convertirles en adictos al tasp. Sería más humanitario matarlos —dijo Interlocutor— Además, el tasp del titerote actúa sobre los kzinti, no sobre los humanos.
—Creo que te equivocas.
—Luis, sabemos que el tasp fue diseñado para ser empleado sobre la estructura cerebral de un kzin. Yo lo experimenté. Y tienes razón: fue una experiencia religiosa, diabólica.
—Pero no tenemos por qué suponer que el tasp no actuará sobre los humanos. Yo opino que también debe de ser efectivo. Conozco a Nessus. O bien su tasp es eficaz para nosotros dos, o dispone de dos tasps. Yo no estaría aquí si él no tuviera alguna manera de controlar a los humanos.
—Todo esto es terriblemente hipotético.
—¿Quieres que le llamemos y lo averigüemos?
—No.
—¿Qué perdemos con preguntárselo?
—No serviría de nada.
—Lo había olvidado. Falta de curiosidad —dijo Luis. La curiosidad de los primates estaba bastante atrofiada en la mayoría de las especies racionales.
—¿Intentabas despertar mi curiosidad? Ya veo. Querías comprometerme en una línea de actuación, Luis. Por mí, el titerote puede arreglárselas para llegar al muro exterior. De momento, tendrá que viajar solo.
Y sin dar tiempo a que Luis pudiera replicarle, el kzin dio media vuelta y desapareció en una mata acodada. Ello puso fin a la discusión de un modo tan tajante como si hubiera desconectado el sistema de intercomunicación.
El mundo se había derrumbado sobre Teela Brown. Sus sollozos eran terribles, desconsolados, toda una orgía de autocompasión.
Había encontrado un medio de dar rienda suelta a su dolor.
El tema dominante era el color verde oscuro. La vegetación se alzaba exuberante sobre su cabeza, demasiado densa para permitir el paso directo de los rayos solares. Pero a nivel del suelo clareaba lo suficiente para permitir caminar sin dificultad. Era un umbrío paraíso para amantes de la naturaleza.
Lisas y verticales paredes de roca, constantemente húmedas por efecto de una cascada, rodeaban una profunda charca de agua clara. Teela se había metido en la charca. El ruido de la cascada casi ahogaba sus sollozos; sin embargo, las paredes amplificaban el sonido en una sucesión de ecos. Era como si la naturaleza llorara con ella.
No había advertido la llegada de Luis Wu.
Abandonada en un mundo extraño, ni siquiera Teela Brown hubiera ido muy lejos sin su botiquín. Éste era una pequeña caja sujeta al cinturón y a la cual iba acoplado un circuito detector. Luis había ido siguiendo las señales del aparato hasta las ropas de Teela, apiladas sobre una mesa natural de granito junto a la charca.
Una oscura luz verdosa, el rumor del agua y los ecos de los sollozos. Teela estaba prácticamente debajo de la cascada. Debía de estar sentada sobre algo, pues sus brazos y sus hombros sobresalían a la superficie. Tenía la cabeza inclinada y su oscuro cabello negro le cubría la cara.
De nada serviría esperar que viniera a su encuentro. Luis se despojó de sus ropas y las dejó junto a las de ella. El frío le hizo estremecerse, pero se zambulló.
En el acto comprendió su error.
En sus viajes sabáticos, Luis raras veces topaba con mundos de constitución semejante a la de la Tierra. Y los pocos que encontraba solían ser tan civilizados como la propia Tierra. Luis no era tonto. Si se le hubiera ocurrido pensar que la temperatura del agua podía ser distinta...