Widdowson se estaba impacientando cuando por fin apareció su cuñada. Ésta se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas y le miró burlona.
—Bueno, no es tan terrible como la había imaginado, Edmund.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, es una chica decente, eso salta a la vista. Pero eres un idiota. No podrías haberme engañado, ya lo sabes. Si hubiera habido algo… ¿me entiendes?… me hubiera dado cuenta en seguida.
—No me gusta que hables así —observó Widdowson, ácido—. En pocas palabras, suponías que me iba a casar con alguien a quien no pudiera confesarle la verdad.
—Naturalmente. Venga, cuéntame cómo la conociste.
Incómodo, Widdowson cambió de postura, pero al fin relató toda la historia. La señora Luke no dejaba de asentir, al parecer divertida.
—Sí, sí. Se las ha arreglado de maravilla. Vaya con la brujita. Tiene unos ojos muy bonitos.
—Si me has invitado para insultarme con tus comentarios…
—¡Tonterías! Estaré encantada de ir a la boda. Pero eres un idiota. Ahora dime, ¿por qué no acudiste a mí para que te encontrara una esposa? Conozco a dos o tres chicas de muy buena familia que se habrían abalanzado sobre un hombre con tu dinero. Y además guapas. Pero siempre has sido muy poco práctico. ¿Acaso no sabes, querido mío, que hay millones de señoras, señoras de verdad, esperando al primer hombre decente que les ofrezca quinientas o seiscientas libras anuales? ¿Por qué no has aprovechado las oportunidades que sabías que yo podía facilitarte?
Widdowson se puso en pie e irguió la espalda.
—Ya veo que no me entiendes en absoluto. Voy a casarme porque, por primera vez en mi vida, he encontrado a la mujer a la que puedo amar y respetar.
—Eso está muy bien y sin duda resulta encantador. Pero ¿por qué no amar y respetar a una chica de la alta sociedad?
—La señorita Madden es una señora —replicó indignado.
—Oh, sí, claro —canturreó la señora Luke, echando hacia atrás la cabeza—. En fin, tráela un día en que podamos almorzar tranquilamente. Ya veo que contigo no hay manera. No eres un hombre listo, Edmund.
—¿De verdad me estás diciendo —preguntó Widdowson con verdadera curiosidad— que hay señoras de la alta sociedad que se habrían casado conmigo porque dispongo de unos cuantos cientos de libras al año?
—Querido, te conseguiría una docena en dos o tres días. Chicas que serían esposas buenas y fieles por mera gratitud con el hombre que las salvó de… verdaderos horrores.
—Perdona si te digo que no te creo.
La señora Luke se echó a reír alegremente y la conversación siguió por esos derroteros durante otros diez minutos. La señora terminó por mostrarse muy agradable, elogió a Monica por su dulce rostro y encantadores modales y despidió a su solemne cuñado con una renovada promesa de honrar la boda con su graciosa presencia.
Cuando Rhoda Nunn volvió de sus vacaciones faltaba sólo una semana para la boda de Monica, tal había sido la rapidez con que todo se había decidido y dispuesto. La señorita Barfoot, que se enteró por Virginia de todo lo referente al señor Widdowson, se vio capaz de esperar lo mejor; un marido serio, maduro y con medios más que suficientes parecía, desde la perspectiva de la experiencia, una pareja perfecta para una chica como Monica. Esta forma de ver la situación hizo que Rhoda sonriera con desconfiada tolerancia.
—Y sin embargo… te he oído hablar con gran severidad de este tipo de matrimonios.
—No es el matrimonio ideal —replicó la señorita Barfoot—, pero hay tantas cosas en la vida que son mero compromiso. Después de todo, puede que ella sienta por él más de lo que imaginamos.
—Sin duda ha sopesado las ventajas. Si las perspectivas que tú le ofreciste hubieran sido más de su gusto habría desestimado a su maduro admirador. Su destino se ha decidido en las últimas semanas. Probablemente la invitación a las veladas de los miércoles por la noche le dieran esperanzas de conocer hombres jóvenes.
—No veo mal alguno en eso —dijo la señorita Barfoot con una sonrisa—. Pero la señorita Vesper muy pronto le habría abierto los ojos sobre ese punto.
—A mí me costaba trabajo verla como a una joven capaz de conocer casualmente a hombres por caminos y carreteras.
—Y a mí, y eso hace que me sienta aún más contenta por lo sucedido. La pobre ha corrido un riesgo terrible. Ya ves, Rhoda, la naturaleza es demasiado poderosa para que intentemos dominarla.
Rhoda echó la cabeza hacia atrás.
—¡Y su hermana está encantada! Es realmente patético. El mero hecho de que Monica vaya a casarse hace que la pobre mujer sea incapaz de ver la mínima desgracia.
En el curso de la misma conversación, Rhoda apuntó pensativa:
—Me sorprende que el señor Widdowson sea tan confiado. No creo que en general los hombres, o por lo menos los que tienen dinero, pidan en matrimonio a chicas que se encuentran por ahí.
—Supongo que se dio cuenta de que éste era un caso excepcional.
—¿Cómo crees que pudo darse cuenta?
—No seas tan dura. En parte gracias a su experiencia en la tienda. Sus hermanas mayores nunca podrían haber encontrado marido así. La revelación, en un principio, debe de haber sido una conmoción para ellas.
Rhoda dio el asunto por zanjado y desde ese momento no mostró más que un leve interés en los asuntos de Monica.
Mientras tanto Monica disfrutaba de su liberación del trabajo y de la disciplina filosófica de Great Portland Street. Veía a Widdowson todos los días y le oía hablar de la vida que les esperaba, sin que ella hablara prácticamente ni una sola vez. Visitaron juntos a la señora Luke y almorzaron con ella. Monica no se sintió insatisfecha con la recepción que aquélla le dispensó y en secreto empezó a esperar que algún día se le concediera algo más que un mero vistazo a ese maravilloso mundo.
Lejos de su futuro marido, Monica estaba de un ánimo excelente, con pequeños y ocasionales ataques de alegría que no parecían demasiado naturales. Le había confesado a Mildred su intención de invitar a la señorita Nunn a la boda y estaba plenamente decidida a llevar adelante esa broma, como ella la consideraba. Cuando dicho deseo fue expresado por carta, Rhoda respondió con una cortés negativa; se sentiría totalmente fuera de lugar en una ceremonia así, pero esperaba que Monica aceptara su enhorabuena. Entonces Virginia fue enviada a Queen's Road y su insistencia fue tan conmovedora que por fin la profetisa aceptó. Cuando se enteró, Monica se puso a bailar de alegría y su compañera de Rutland Street no pudo evitar compartir su dicha.
La ceremonia se celebró en una iglesia de Herne Hill. Gracias a un extraño arreglo (como todo lo concerniente a esta pareja y como resultado de prejuicios personales y sociales), las pertenencias de Monica, incluido el vestido para la ocasión, fueron previamente trasladadas a la residencia del novio, a donde, en compañía de Virginia, se dirigió la novia por la mañana temprano. Fue una boda discretísima, aunque cumplió con todas las formalidades de rigor, puesto que Widdowson no mostró ninguna preferencia personal sobre la ceremonia. Estaban presentes Virginia (que conducía a la novia), la señorita Vesper (que sin duda tenía un aspecto extraño con un bonito vestido que le había regalado Monica), Rhoda Nunn (favorecida por un vestido sorprendentemente apropiado), la señora Widdowson (una figura imponente, con la evidente sensación de estar rodeada de gente rara) y, como amigo del novio, un tal señor Newdick, un oficinista nervioso y mustio de la City. La depresión era patente en todos los rostros, inclusive el de Widdowson. El hombre tenía un aspecto tan apagado y sombrío y se comportaba de forma tan extraña que perfectamente habría podido decirse que estaba allí por obligación. Monica estuvo llorando durante una hora antes de la ceremonia y parecía tremendamente triste. Hacía dos noches que no dormía; estaba muy pálida. La alegría de Virginia se esfumó justo antes de que llegaran los invitados y también ella derramó algunas lágrimas.
Después se ofreció un desayuno, una pantomima aún más deprimente de lo que suelen ser ese tipo de pantomimas. El señor Newdick, temblando y exangüe, propuso un brindis a la salud de Monica. Widdowson, más sombrío y taciturno que nunca, respondió melancólico. Y por fin todo hubo terminado. Hacia la una los invitados empezaron a dispersarse. Monica llevó a Rhoda Nunn a un lado.
—Ha sido muy amable al venir —susurró, con un pequeño sollozo—. Todo esto me parece una estupidez y estoy segura de que habrá sentido deseos de estar lejos de aquí un montón de veces. Créame, le estoy tremendamente agradecida.
Rhoda puso una mano a cada lado del rostro de la joven y le dio un beso, pero no dijo nada. A continuación salió de la casa. Mildred Vesper, después de cambiarse de vestido en la habitación utilizada por Monica, como lo había hecho al llegar, se fue en tren a cumplir con sus obligaciones en Great Portland Street. La única que esperó para ver partir a la pareja a su luna de miel fue Virginia. Se iban a Cornwall y a la vuelta pasarían a visitar a la señorita Madden en su retiro de Somerset. Por el momento Virginia viviría en casa de la señora Conisbee, pero no como antaño. A partir de ahora sería convenientemente atendida y modificaría su dieta vegetariana por expresa recomendación de su médico, como le explicó a la casera.
Aunque esa misma tarde Everard Barfoot hizo una visita a sus amigas de Chelsea, la primera desde que Rhoda regresara de sus vacaciones en Cheddar, éstas no le dijeron nada sobre el acontecimiento que había marcado el día. Pero la señorita Nunn le pareció muy cambiada; estaba ausente, hablaba poco y parecía (y eso era una novedad en ella) muy baja de ánimo. Por alguna razón la señorita Barfoot salió de la habitación.
—Apuesto a que añora usted su viejo hogar —apuntó Everard, tomando asiento junto a la señorita Nunn.
—No. ¿Por qué lo dice?
—Sólo porque parece usted triste.
—Todos lo estamos a veces.
—Me gusta verla así. Deje que le recuerde que me prometió usted unas flores de Cheddar.
—Oh, desde luego —exclamó Rhoda, recuperando su tono de voz habitual—. Las he traído, científicamente prensadas en papel secante. Iré a buscarlas.
Volvió junto a la señorita Barfoot y la conversación se animó. Uno o dos días después, Everard se fue de la ciudad y estuvo fuera durante tres semanas, parte de ellas en Irlanda.
«Me he ido de Londres por un tiempo —escribió desde Killarney a su prima—, en parte porque temía haber empezado a aburriros a ti y a la señorita Nunn. ¿No te arrepientes de haber permitido que os visitara? La verdad es que no puedo vivir sin la compañía de mujeres inteligentes; la conversación con las mujeres, como la que tengo con vosotras dos, es uno de mis grandes placeres. Espero que no os canséis de mis visitas; para mí se han convertido en una necesidad, así lo he descubierto desde que salí de Londres. Pero es justo daros una tregua.»
«No temas —respondió la señorita Barfoot a esta parte de la carta—. No estamos en absoluto cansadas de tu conversación. La verdad es que me gusta mucho más ahora que en los viejos tiempos. Tengo la impresión de que gozas de un estado mental mucho más saludable y estoy segura de que la amistad de mujeres inteligentes (no esperes que ni la señorita Nunn ni yo caigamos en la falsa modestia) te hace bien. Vuelve a visitarnos cuando quieras. Serás bien recibido.»
Ocurrió que el regreso de Everard a Londres fue casi simultáneo al del señor Thomas Barfoot y señora de Madeira. Everard fue en seguida a ver a su hermano, que por el momento se había instalado en Torquay. Su mala salud había dictado la elección de su residencia; Thomas padecía todavía las consecuencias de su accidente. Su esposa le había dejado en un hotel mientras ella se dedicaba a visitar parientes por toda Inglaterra. Los dos hermanos se mostraron un gran cariño después de su larga separación. Pasaron una semana juntos y planearon otro encuentro para cuando la mujer de Thomas hubiera vuelto a Londres.
Un compromiso obligó a Everard a volver a la ciudad. Tenía que acudir a la boda de su amigo Micklethwaite, que estaba a punto de celebrarse. El matemático había alquilado una casita cómoda, muy barata y muy pequeña, en South Tottenham, y allí trasladaron los muebles que habían pertenecido a su esposa desde la muerte de sus padres. Micklethwaite compró sólo algunas cosas. Discretamente, Barfoot había descubierto que aunque «Fanny» tenía gran inclinación por la música no tenía piano, ya que como el suyo estaba tan viejo no valía la pena pagar el coste del transporte. Y así, uno o dos días antes de la boda, Micklethwaite se quedó atónito ante la llegada de un instrumento de la marca Cottage, misteriosamente dirigido a una persona todavía inexistente, la señora Micklethwaite.
—¡Bribón! —gritó cuando al día siguiente Barfoot se presentó en la casa—. Esto es obra suya. ¿Qué demonios significa esto? ¡Un hombre que se confiesa pobre! Bueno, es la mayor muestra de cariño que jamás me hayan ofrecido. Tendrá a Fanny a sus pies. Con música en la casa, la vida será muy diferente para nuestra hermana ciega. ¡Maldita sea! Me voy a poner a llorar. Perdone, pero no estoy acostumbrado a recibir regalos. No me regalaban nada desde que iba a la escuela.
—Cuidado con lo que dice. ¿O no decía que la señorita Wheatley nunca dejaba de mandarle algo por su cumpleaños?
—¡Oh, Fanny! Pero nunca la he visto como a alguien separado de mí. Le doy mi palabra de que ahora me doy cuenta de que siempre ha sido así. Fanny y yo hemos sido una sola persona desde hace muchísimo tiempo.
Esa misma noche las hermanas llegaron del campo. Micklethwaite les dejó la casa y se mudó a un hotel.
Con no poca curiosidad Barfoot salió hacia South Tottenham la mañana de la ceremonia. Había visto una fotografía de la señorita Wheatley, pero era de hacía diecisiete años. Cuando estuvo en presencia de ella le embargó la compasión y un sentimiento que rara vez despertaba en él el rostro de una mujer: reverente ternura. Era imposible reconocer en esa cara los rasgos que mostraba su retrato. A los veintitrés años había tenido un atractivo dulce y sencillo en el que el ojo de cualquier hombre se habría posado con mucho gusto; a los cuarenta, estaba arrugada, tenía las mejillas hundidas y un cansancio cetrino e indeleble se había adueñado de su frente y de sus labios. Parecía más vieja que Mary Barfoot, aunque eran de la misma edad. Y todo eso simplemente por un poco de dinero. La vida de una mujer pura, amable y de buen corazón desgastada en una espera inútil y en el duro esfuerzo por el pan diario. Cuando Fanny le dio la mano y le agradeció con una modestia exquisita el regalo que había recibido, a Everard se le hizo un nudo en la garganta. Se avergonzaba de que los años la hubieran tratado tan mal. Al fijar la mirada en sus ojos
,
se alegró de ver la felicidad que brillaba en ellos, y la suave luz que todavía eran capaces de proyectar.