Muerto y enterrado (21 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto y enterrado
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Me saqué el móvil del bolsillo. Llamé a Andy Bellefleur.

—Bellefleur —contestó hoscamente.

No éramos precisamente amigos, pero me alegré de oír su voz.

—Andy, soy Sookie —dije, tratando de no hablar demasiado alto—. Escucha, hay dos tipos con Arlene en su caravana y hay unas piezas muy largas de madera en su camioneta. No saben que lo sé. Planean hacer conmigo lo mismo que hicieron con Crystal.

—¿Tienes algo que pueda llevar ante un tribunal? —preguntó con cautela. Andy siempre había creído oficiosamente en mi telepatía, lo que no significaba necesariamente que fuese un fan mío.

—No —admití—. Están esperando a que aparezca. —Me arrastré para acercarme un poco, cruzando los dedos para que no estuviesen mirando por las ventanas de atrás. En el compartimento de carga de la camioneta había también una caja de clavos extralargos. Tuve que cerrar los ojos mientras el horror atravesaba mi ser.

—Weiss y Lattesta están conmigo —dijo Andy—. ¿Estarías dispuesta a testificar si accedemos a echarte una mano?

—Claro —aseguré, dispuesta a todo. Sencillamente sabía que no me quedaba más remedio. Podía significar el fin de cualquier sospecha sobre Jason. Sería una recompensa, o al menos una retribución, por la muerte de Crystal y su bebé. Pondría a algunos de los fanáticos de la Hermandad entre rejas y quizá sirviera de lección para el resto—. ¿Dónde estáis? —pregunté, temblando de miedo.

—Ya estamos en el coche, de camino al motel. Estaremos allí dentro de siete minutos —dijo Andy.

—He aparcado detrás de la casa de los Freer —le informé—. Tengo que dejarte. Alguien sale de la caravana.

Whit Spradlin y su colega, cuyo nombre no recordaba, bajaron los peldaños y descargaron las tablas de madera de la camioneta. Las piezas ya tenían las dimensiones adecuadas. Whit se volvió a la caravana y dijo algo. Al poco tiempo, Arlene apareció por la puerta y descendió los peldaños con el bolso al hombro. Caminó hacia la cabina de la camioneta.

¡Maldita sea, iba a meterse y a marcharse, dejando el coche aparcado para aducir que no estaba allí! En ese instante, cualquier vestigio de ternura hacia ella que me quedara desapareció de un plumazo. Miré el reloj. Aún quedaban tres minutos para que llegase Andy.

Besó a Whit y saludó con la mano al otro hombre. Ambos se metieron en la caravana para esconderse. Según su plan, yo llegaría por delante, llamaría a la puerta y uno de ellos la abriría y me arrastraría al interior.

Fin de la partida.

Arlene abrió la cabina, llaves en mano.

Tenía que quedarse. Era el eslabón débil. Lo sabía a ciencia cierta: intelectual y emocionalmente, aparte de con el otro sentido.

Aquello prometía ser horrible. Acumulé fuerzas.

—Hola, Arlene —saludé, saliendo de mi escondite.

Dio un respingo.

—¡Dios bendito, Sookie! ¿Qué estás haciendo en mi jardín trasero? —Hizo aspavientos para recuperar la compostura. Su mente era una maraña de ira, temor y culpabilidad. Y pesar. Juro que algo de eso también había.

—Estaba esperando para verte —dije. Ya no sabía qué hacer a partir de ahí, pero al menos le había hecho perder algo de tiempo. Quizá tuviera que retenerla físicamente. Los hombres del interior no se habían dado cuenta de mi repentina aparición, pero eso no duraría a menos que fuese extremadamente afortunada. Y últimamente no me sonreía la suerte, así que como para confiar en la suerte extrema.

Arlene se había quedado quieta, con las llaves en la mano. Resultaba muy fácil meterse en su cabeza, rebuscar en su interior y leer la horrible historia que tenía escrita.

—¿Cómo es que te vas, Arlene? —pregunté con voz muy tranquila—. Deberías estar dentro, esperando a que llegase.

Lo vio todo claro y cerró los ojos. Culpable, culpable, culpable. Había intentado construir una burbuja mental para mantenerse a raya de las intenciones de los hombres, para mantenerlas lejos de su corazón.

—Te has pasado —dije. Noté que mi propia voz sonaba desapegada y neutra—. Nadie va a comprenderlo ni a perdonarlo. —Ante la certeza de que lo que decía era totalmente cierto, sus ojos se abrieron como platos.

Pero yo estaba demasiado ocupada con mi propia conmoción. De repente, supe con toda seguridad que ella no había matado a Crystal, y esos hombres tampoco; planeaban crucificarme para emular la muerte de Crystal sencillamente porque les pareció una gran idea, una forma muy clara de afirmar su opinión sobre el anuncio de los cambiantes. De hecho, pensaban que no me resistiría demasiado, ya que sólo era simpatizante de los cambiantes, no uno de ellos. En su opinión, yo no era tan fuerte. Me parecía increíble.

—Eres una triste excusa de mujer —le espeté a Arlene. No podía parar, y no creía que pudiese sonar más objetiva—. Nunca has sido capaz de decirte una sola verdad, ¿no? Aún te ves como una chica guapa y joven de veinticinco años, y esperas que algún hombre se te acerque para reconocerte esas virtudes. Alguien que cuide de ti, que te quite de trabajar, que mande a tus hijos a colegios privados, donde nunca tendrán que codearse con nadie que sea diferente de ellos. Eso no va a pasar nunca, Arlene. Tu vida es así. —Hice un gesto de la mano para mostrar la caravana, el jardín lleno de maleza y la vieja camioneta. Era lo más duro que había dicho nunca, y cada palabra era pura verdad.

Se puso a gritar. No parecía ser capaz de parar. Le miré a los ojos. Ella insistió en esquivar mi mirada, pero fue incapaz.

—¡Maldita bruja! —sollozó—. ¡Eres una bruja, eres una de esas cosas horribles!

Si hubiese tenido razón, quizá yo habría podido evitar lo que ocurrió a continuación.

En ese momento, Andy hizo su aparición en el jardín de los Freer, como lo había hecho yo momentos antes. Pensaba que tenía tiempo para acercarse a la caravana. Oí su coche más o menos a mi espalda. Toda mi atención estaba centrada en Arlene y en la puerta trasera de la caravana. Weiss, Lattesta y Andy se pusieron detrás de mí justo cuando Whit y su amigo salieron como una estampida por la puerta de la caravana, rifles en mano.

Arlene y yo nos encontrábamos entre los dos bandos armados. Sentí el calor del sol sobre mis brazos. Sentí como una fría ráfaga de aire jugueteaba con un mechón de mi pelo y me lo cruzaba por la cara. Vi la cara del amigo de Whit sobre el hombro de Arlene y al fin recordé que se llamaba Donny Boling. Se acababa de cortar el pelo. Lo delataban los dos centímetros más clareados de la base de su nuca. Llevaba una camiseta de «maquinaria agrícola Orville». Sus ojos eran de color barro. Apuntaba a la agente Weiss.

—Tiene hijos —dije—. ¡No lo hagas!

Abrió mucho los ojos, asustado.

Donny me apuntó con su rifle. «Dispárala», pensó.

Me eché al suelo justo cuando el rifle se disparó.

—¡Tiren las armas! —gritó Lattesta—. ¡FBI!

Pero no lo hicieron. Ni siquiera creo que oyesen sus palabras.

Así que Lattesta abrió fuego. No podía decirse que no los hubiera advertido.

Capítulo 12

Un instante después de que el agente especial Lattesta pidiera a los dos hombres que tiraran las armas, las balas volaron por el aire como el polen de pino en primavera.

A pesar de encontrarme expuesta, ninguno de los proyectiles me alcanzó, lo cual me pareció absolutamente asombroso.

Arlene, que no se echó al suelo tan deprisa como yo, recibió un balazo que le rozó el hombro. La agente Weiss recibió esa misma bala en el pecho. Andy disparó a Whit Spradlin. El agente especial Lattesta erró a Donny Boling con su primer tiro, pero acertó con el segundo. Llevó semanas reproducir la secuencia, pero eso fue lo que pasó.

Y, de repente, cesó el tiroteo. Lattesta llamó al 911 mientras yo aún estaba tirada en el suelo, contando los dedos de manos y pies para asegurarme de que seguía intacta. Andy también se apresuró a llamar al departamento del sheriff para informar del altercado, así como de que un oficial y varios civiles estaban heridos.

Arlene gritaba por su pequeña herida como si le hubiesen arrancado un brazo.

La agente Weiss yacía sobre la maleza, sangrando, con los ojos muy abiertos y llenos de miedo, y la boca cerrada con fuerza. La bala le había atravesado por donde había levantado el brazo. Pensaba en sus hijos y su marido, y en morir aquí, en medio de la nada sin poder volver a verlos. Lattesta le quitó el chaleco y presionó la herida mientras Andy fue rápidamente a detener a los dos de las escopetas.

Fui incorporándome con lentitud hasta quedar sentada. De ninguna manera sería capaz de levantarme. Permanecí sobre las agujas de pino, contemplando a Donny Boling, que estaba muerto. No quedaba el menor signo de actividad cerebral en él. Whit seguía vivo, aunque no en muy buen estado. Después de que Andy echara un vistazo a Arlene y le mandara guardar silencio, ella dejó de gritar y se limitó a sollozar.

He tenido miles de cosas por las que culparme a lo largo de mi vida. Añadí este incidente a la lista mientras contemplaba como se derramaba la sangre de Donny por su costado izquierdo hasta formar un charco en el suelo. Nadie habría recibido un balazo si me hubiese limitado a montarme en mi coche y largarme. Pero no, tenía que intentar cazar a los asesinos de Crystal. Y ahora sabía, demasiado tarde, que esos idiotas ni siquiera eran los responsables. Me dije que Andy había pedido mi ayuda, que Jason la necesitaba también… pero, en ese momento, no imaginaba que pudiera sentirme bien por esto en un largo plazo de tiempo.

Durante un fugaz momento sopesé echarme al suelo de nuevo, deseando estar muerta.

—¿Estás bien? —preguntó Andy después de esposar a Whit y comprobar el estado de Donny.

—Sí —respondí—. Andy, lo siento. —Pero él ya había salido corriendo al jardín delantero para hacer señas a la ambulancia. De repente, había mucha más gente por todas partes.

—¿Estás bien? —me preguntó una mujer con el uniforme de técnico sanitario de emergencia. Sus mangas estaban cuidadosamente dobladas y mostraban unos músculos que no sabía que las mujeres pudieran desarrollar. Se podía ver la contracción de cada uno de ellos a través de la piel color moca—. Pareces conmocionada.

—No estoy acostumbrada a ver gente tiroteada —dije, lo cual era en su mayoría cierto.

—Creo que será mejor que vengas a sentarte en esta silla —sugirió, y señaló una silla plegable de jardín que había conocido días mejores—. En cuanto haya revisado a los que sangran, volveré contigo.

—¡Audrey! —la reclamó su compañero, un hombre cuya barriga sobresalía como un balcón—. Necesito que me eches una mano con esto. —Audrey salió corriendo en su ayuda mientras otro equipo de sanitarios emergió rodeando la caravana. Tuve más o menos la misma conversación con ellos.

La agente Weiss fue la primera en ser transportada al hospital, y deduje que el plan era estabilizarla en el hospital de Clarice y luego llevarla por aire hasta Shreveport. Metieron a Whit en la segunda ambulancia. Luego llegó una tercera para Arlene. El muerto tuvo que esperar a la llegada del forense.

Yo esperé a lo que viniera a continuación.

Lattesta se quedó mirando a los pinos con expresión ausente. Sus manos estaban manchadas de sangre de haber presionado la herida de su compañera. Se agitó mientras lo miraba. La motivación volvió a llenar su cara y los pensamientos volvieron a fluir. Andy y él empezaron a intercambiar impresiones.

Para entonces, el jardín estaba atestado de gente, todos ellos febrilmente activos. Los tiroteos con oficiales de policía implicados no son muy habituales en Bon Temps o en la parroquia de Renard. Y si encima había agentes del FBI, la tensión y la expectación se multiplicaban considerablemente.

Muchas más personas me preguntaron si estaba bien, pero ninguna parecía animada a decirme qué hacer o a sugerirme que me moviera, así que permanecí sentada en la destartalada silla con las manos sobre el regazo. Me dediqué a contemplar la actividad y procuré mantener la mente en blanco. Fue imposible.

Me preocupaba la agente Weiss, y aún sentía la fuerza de la enorme ola de culpabilidad que me había inundado, si bien ésta iba disminuyendo. Debería haber estado triste por la muerte del tipo de la Hermandad, pero no lo estaba. Al cabo de un rato, pensé que iba a llegar tarde al trabajo si todo ese elaborado proceso no progresaba. Sabía que era una preocupación trivial mientras contemplaba la sangre que manchaba el suelo, pero también sabía que a mi jefe no se lo parecería.

Llamé a Sam. No recuerdo qué le dije, pero recuerdo haberle convencido para que no viniese a recogerme. Le conté que había mucha gente en la escena del crimen, y que la mayoría iba armada. Después, no me quedó nada que hacer, más que perder la mirada en el bosque. Estaba conformado por una maraña de ramas caídas, hojas y una variedad de capas marrones, salpicadas por pinos de diversas alturas. La claridad del día hacía que los patrones sombríos resultaran fascinantes.

Mientras contemplaba las profundidades boscosas, me dio la impresión de que algo me devolvía la mirada. Varios metros por detrás del linde de árboles había un hombre de pie; no, no era un hombre, era un hada. No puedo leer a las hadas con mucha claridad; no son tan vacías como los vampiros, aunque sí lo más parecido.

Pero era fácil leer la hostilidad en su postura. Ese hada no era del bando de mi bisabuelo. No le habría importado verme tendida en el suelo desangrándome. Estiré la espalda, repentinamente consciente de que no tenía la menor idea de si todos esos policías serían suficientes para mantenerme a salvo de ese ser. Mi corazón volvió a galopar alarmado, respondiendo a la adrenalina con algo de pereza. Quería decir a la gente que estaba en peligro, pero sabía que si señalaba al hada ante cualquiera de los presentes, no sólo se desvanecería entre los árboles, sino que podría estar poniendo en peligro más vidas. Y eso ya lo había hecho suficiente por ese día.

Cuando me levanté de la silla plegable sin un verdadero plan en mente, el hada me dio la espalda y se desvaneció.

«¿Es que no puedo tener ni un momento de tranquilidad?». Al paso de ese pensamiento, tuve que inclinarme y cubrirme la cara con las manos porque me entró la risa, y no era de las sanas. Andy se acercó y se puso delante de mí, tratando de mirarme a la cara.

—Sookie —dijo, y por una vez su voz era amable—. Eh, chica, no te derrumbes. Tienes que hablar con el sheriff Dearborn.

No sólo hablé con él, sino que también tuve que hacerlo con un montón más de gente. Más tarde, no recordaría ninguna de esas conversaciones. Eso sí, conté la verdad siempre que me preguntaron.

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