Read Muerto y enterrado Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Te sorprendió? —preguntó Dillon. Aunque no tenía esas finísimas arrugas que conferían a mi bisabuelo incluso más belleza, apenas parecía un poco más joven que Niall, lo que convertía su relación en algo mucho más desconcertante. Pero, cuando bajé la mirada sobre el cadáver una vez más, volví a poner los pies en el suelo.
—Y tanto que lo hizo. Yo estaba enfrascada cortando las malas hierbas del parterre y de repente estaba junto a mí, diciéndome cuánto deseaba matarme. Yo nunca le había hecho nada. Y me asustó, así que me levanté y le ataqué con la paleta. Le di en el vientre —expliqué, pugnando aún con las arcadas que me llegaban del estómago.
—¿Dijo algo más? —preguntó mi bisabuelo, intentando que sonase casual, pero parecía muy interesado en mi respuesta.
—No, señor —admití—. Parecía más bien sorprendido, y luego… murió. —Subí unos peldaños y me senté con pesadez en la escalera—. No es que me sienta culpable —seguí apresuradamente—. Pero quería matarme, parecía contento por ello y yo no le había hecho nunca nada. No lo conocía en absoluto, y ahora está muerto.
Dillon se arrodilló frente a mí. Me miró a la cara. No tenía un aspecto precisamente amable, pero sí menos indiferente.
—Era tu enemigo y ahora está muerto —dijo—. Es buena razón para el regocijo.
—No diría eso exactamente —repliqué. No sabía cómo explicarlo.
—Eres cristiana —dijo, como si acabase de descubrir que era hermafrodita o vegetariana.
—Sí, pero muy mala —afirmé apresuradamente. Sus labios se tensaron en lo que supe era un tremendo esfuerzo por no reírse. Yo no tenía muchas ganas de juerga, especialmente con el hombre que acababa de matar a pocos metros. Me pregunté durante cuántos años había paseado por el mundo Murry, ahora reducido a un montón sin vida, mientras su sangre manchaba la grava de mi camino. ¡Un momento! Ya no estaba. Se estaba convirtiendo en… polvo. No se parecía en nada a la desintegración gradual de los vampiros; era más bien como si alguien estuviese borrando a Murry.
—¿Tienes frío? —preguntó Niall. No parecía extrañarle la desaparición del cuerpo.
—No, señor. Sólo estoy irritada. Quiero decir que estaba tomando el sol y después fui a ver a Claude y Claudine, y mira cómo estoy ahora. —No podía quitar la mirada del cuerpo cada vez más desvanecido.
—Has estado tomando el sol y trabajando en el jardín. A nosotros nos gusta el sol y el cielo —dijo, como si eso fuese una prueba de que tenía una relación especial con la parte feérica de la familia. Me sonrió. Qué guapo era. Cuando estaba con él, me sentía como una adolescente, una adolescente con acné y grasa de bebé. Pero en ese momento, me sentía más bien como una adolescente asesina.
—¿Vais a recoger sus… cenizas? —pregunté. Me incorporé, tratando de parecer enérgica y decidida. Hacer algo me haría sentir un poco menos abatida.
Dos pares de ojos ajenos a mi mundo se me quedaron mirando inexpresivamente.
—¿Por qué? —preguntó Dillon.
—Para enterrarlas.
Parecían horrorizados.
—No, en la tierra no —dijo Niall, procurando sonar menos asqueado de lo que estaba—. No lo hacemos así.
—Entonces, ¿qué vais a hacer con ellas? —Había un montón de polvo brillante en mi camino de grava y en el parterre, y aún quedaba un torso visible—. No quisiera parecer insistente pero Amelia podría aparecer en cualquier momento. Aunque no suelo recibir muchas visitas quizá vengan de UPS o los de los contadores.
Dillon miró a mi bisabuelo como si de repente me hubiese puesto a hablar en japonés. Niall se lo explicó:
—Sookie comparte su casa con otra mujer, y ella podría regresar en cualquier momento.
—¿Vendrá alguien más a por mí? —pregunté, desviándome de la cuestión.
—Es posible —dijo Niall—. Fintan hizo mejor trabajo protegiéndote del que he hecho yo, Sookie. Incluso te protegió de mí, y eso que yo sólo quiero quererte. Pero no me quiso decir nunca dónde estabas. —Niall parecía triste, agobiado y cansado por primera vez desde que lo conocía—. He intentado mantenerte al margen de todo esto. Supongo que quería conocerte antes de que consiguieran matarme, e hice los arreglos a través del vampiro para que mis movimientos pasaran más desapercibidos… Pero al establecer ese encuentro, te he puesto en peligro. Puedes confiar en mi hijo Dillon. —Puso la mano sobre el hombro del hada más joven—. Si te trae un mensaje, puedes estar segura de que es mío. —Dillon sonrió de forma encantadora, mostrando unos dientes sobrenaturalmente blancos y afilados. Vale, por mucho que fuese el padre de Claude y Claudine, daba mucho miedo—. Volveremos a hablar pronto —dijo Niall, inclinándose para darme un beso. Su fino pelo brillante se derramó sobre mi mejilla. Olía maravillosamente, como todas las hadas—. Lo siento, Sookie —continuó—. Pensé que podría hacerles aceptar… Bueno, no pude. —Sus ojos verdes centellearon con la intensidad del lamento—. ¿Tienes…? ¡Sí, una manguera! Podríamos reunir todo el polvo, pero creo que sería más práctico que sencillamente… lo esparcieras.
Me abrazó y Dillon me dedicó un saludo burlón. Ambos se dirigieron hacia los árboles y se desvanecieron en la espesura, como los ciervos cuando te encuentras con ellos.
Así que eso era todo. Me dejaron en mi soleado jardín, sola, con un considerable montón de polvo brillante con forma de cuerpo sobre la grava.
Lo sumé a la lista de cosas extrañas que había hecho durante el día. Había atendido a la policía, tomado el sol, ido a un centro comercial con un par de hadas, cortado las malas hierbas y matado a alguien. Ahora tocaba retirar un cadáver reducido a polvo brillante. Y al día aún le quedaban horas.
Giré el grifo, desenrollé la manguera lo suficiente para llegar al punto deseado y oprimí la salida de agua para lanzar un fuerte chorro contra el polvo de hada.
Me sentía extraña.
—Cualquiera diría que me estoy acostumbrando —me dije en voz alta, desconcertándome más aún. No tenía ganas de sumar las personas a las que había matado, aunque técnicamente la mayoría no eran personas. Antes de los dos últimos años (puede que menos, si contaba los meses), nunca le había puesto un dedo encima a nadie movida por la ira, aparte de golpear a Jason en el estómago con mi bate de béisbol de plástico cuando le arrancaba el pelo a mis Barbies.
Me recompuse con fuerza. Lo hecho, hecho estaba. No había forma de volver atrás.
Quité el dedo de la salida de agua y giré el grifo hasta cerrarlo.
Costaba asegurarlo bajo los últimos rayos de sol de la jornada, pero juraría que había dispersado todo el polvo de hada.
—Aunque no de mi memoria —me confesé seriamente. Entonces tuve que ceder a la risa, y he de admitir que todo aquello parecía una locura. Estaba en mi jardín trasero, limpiando sangre de hada de mi camino mientras emitía serias declaraciones hacia mí misma. Sólo me quedaba recitar el monólogo de
Hamlet
que había tenido que memorizar en el instituto.
La tarde me había arrastrado con dureza a un lugar que no me gustaba.
Me mordí el labio inferior. Ahora que había superado definitivamente el golpe de saber que tenía un familiar vivo, debía afrontar el hecho de que el comportamiento de Niall era encantador (mayoritariamente), pero impredecible. Él mismo había admitido que me había puesto en un gran peligro sin saberlo. Quizá, antes de eso tendría que haber imaginado cómo era mi abuelo Fintan. Niall me había dicho que siempre había cuidado de mí sin hacerse notar, una idea escalofriante pero también emocionante. Niall era escalofriante y emocionante también. El tío abuelo Dillon parecía escalofriante a secas.
La temperatura caía a medida que avanzaba la oscuridad y entré en casa temblando. Puede que la manguera se helara esa noche, pero me importaba bien poco. Tenía ropa en la secadora y debía comer algo, ya que no había almorzado en el centro comercial. Se acercaba la hora de la cena. Tenía que concentrarme en las cosas pequeñas.
Amelia llamó mientras doblaba la colada. Me contó que estaba a punto de salir del trabajo y que iba a quedar con Tray para cenar e ir al cine. Me preguntó si quería acompañarlos, pero le dije que estaba ocupada. Amelia y Tray no necesitaban una sujetavelas, y yo no quería sentirme como una.
No me hubiese importado tener algo de compañía. Pero ¿qué podía aportar yo a una conversación social? «Vaya, esa paleta se le clavó en el estómago como si éste fuese gelatina».
Me encogí de hombros y traté de pensar en qué hacer a continuación. Compañía sin espíritu crítico, eso era lo que necesitaba. Echaba de menos al gato Bob (aquel que no había nacido gato y ya había dejado de serlo). Quizá podía hacerme con uno de verdad. No era la primera vez que me planteaba ir al refugio de animales. Pero, antes de hacerlo, sería mejor esperar a que pasase toda esa crisis con las hadas. No tenía sentido adoptar una mascota si sufría el riesgo de ser raptada o asesinada en cualquier momento, ¿verdad? No sería justo para el animal. Me sorprendí riendo, y supe que eso no podía ser buena señal.
Era hora de dejar de darle vueltas a la cabeza y de ponerse a hacer algo. Primero, limpiaría la paleta y la volvería a guardar. La llevé a la pila de la cocina, la fregué y la enjuagué. El hierro romo parecía adoptar un nuevo brillo, como un arbusto que recibe la lluvia tras una larga sequía. La sostuve bajo la luz y observé de cerca la vieja herramienta. Me estremecí.
Vale, había sido una sonrisa poco agradable. Desterré la idea y me relamí. Cuando consideré que la paleta estaba inmaculada, la volví a lavar y a secar. Me apresuré entonces por la puerta trasera, atravesé la oscuridad y la colgué en el lugar reservado para ella dentro del cobertizo de las herramientas.
Me pregunté si podría comprarme una nueva barata del Wal-Mart. No estaba segura de poder usar la de hierro la próxima vez que quisiera mover bulbos de junquillo. Me sentiría como si usase una pistola para limarme las uñas. Dudé si dejar la paleta bien equilibrada en su respectivo clavo. Al final me decidí y volví a llevármela a casa. Hice una parada en la escalera, admirando las últimas vetas de luz durante unos momentos, antes de que me empezara a rugir el estómago.
Había sido un día interminable. Estaba dispuesta a quedarme delante del televisor con un plato de algo nada saludable mientras veía algún programa que no fuese de ninguna utilidad para mi cociente intelectual.
Oí como las ruedas de un coche mordían la grava mientras se aproximaban por el camino y fui a abrir la puerta de rejilla. Esperé en la puerta para ver de quién se trataba. Quienquiera que fuese, me conocía de algo, porque el coche vino directamente a la parte de atrás.
En un día lleno de sobresaltos, ahí venía otro: se trataba de Quinn, quien se suponía que no podía poner sus grandes pies en la Zona Cinco. Conducía un Ford Taurus de alquiler.
—Oh, genial —me dije. Hacía un momento ansiaba compañía, pero no aquélla. Por mucho afecto que le tuviera a Quinn y por mucho que lo admirara, la conversación con él prometía ser tan desagradable como el día que acababa.
Salió del coche y avanzó hacia mí con paso grácil, como siempre. Quinn es muy grande, va rapado al cero y tiene unos ojos tan púrpura como los pensamientos. Es uno de los pocos hombres tigre que quedan en el mundo, y puede que el único macho de su especie en el continente norteamericano. La última vez que lo vi, rompimos. No estaba orgullosa de cómo se lo dije ni del porqué, pero creí haber sido muy clara en cuanto al fin de nuestra relación.
Sin embargo allí estaba, y sus grandes y cálidas manos se posaron sobre mis hombros. Cualquier placer que hubiera podido experimentar al volver a verlo se desvaneció, ahogado por una oleada de ansiedad que me atravesó de lado a lado. Sentía que el aire se volvía más denso.
—No deberías estar aquí —le dije—. Eric ha rechazado tu solicitud, o eso me ha contado.
—¿Te lo pidió primero? ¿Sabías que quería verte?
Ya había oscurecido lo suficiente como para que se activara la luz de seguridad exterior. La cara de Quinn era toda franjas de dureza que enmarcaban una mirada amarilla clavada en la mía.
—No, pero ése no es el tema —dije. Sentí la ira traspasando el aire. Y no era la mía.
—Yo creo que sí.
Estaba anocheciendo. No era el momento de enzarzarse en una discusión prolongada.
—¿No lo zanjamos todo la última vez que hablamos?
No me apetecía montar otra escena, por muy bien que me cayese ese hombre.
—Dijiste que era todo lo que pensabas, nena. Yo creo que no.
Oh, genial. ¡Justo lo que necesitaba! Pero como sabía que la relación no había sido sólo cosa mía, conté hasta diez y contesté.
—Sé que no te di mucha cancha cuando te dije que no podíamos volver a vernos, Quinn, pero iba en serio. ¿Qué ha cambiado en tu situación personal? ¿Es que ahora tu madre puede cuidarse sola? ¿O ha madurado Frannie lo suficiente como para encargarse de ella si se escapa? —La madre de Quinn había pasado una racha horrible, acabando más o menos loca por ello. Bueno, dejémoslo en más. Su hermana, Frannie, era aún una adolescente.
Agachó la cabeza por un momento, como si se estuviese recomponiendo. Luego, volvió a mirarme directamente a los ojos.
—¿Por qué eres más dura conmigo que con los demás? —inquirió.
—No es así —dije al instante, pero al momento me pregunté si tenía razón.
—¿Le has pedido a Eric que deje Fangtasia? ¿Le has pedido a Bill que abandone su empresa informática? ¿Le has pedido a Sam que dé la espalda a su familia?
—¿Qué…? —empecé, tratando de establecer la relación.
—Me estás pidiendo que deje de lado a otras personas a las que quiero, mi madre, mi hermana, para poder estar contigo —dijo.
—No te estoy pidiendo que hagas nada —me defendí, sintiendo que la tensión en mi interior ascendía hasta niveles intolerables—. Te dije que quería ser la primera en la vida de mi novio. Y pensé (sigo pensando) que tu familia ha de ser lo primero, porque tu hermana y tu madre no son precisamente mujeres que se mantengan por sí solas. ¡No le he pedido a Eric que deje Fangtasia! ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y qué tiene que ver Sam? Ni siquiera se me ocurre una razón para mencionar a Bill. Es agua más que pasada.
—Bill adora su estatus tanto en el mundo vampírico como en el humano, y Eric ama su porción de Luisiana más de lo que te amará nunca a ti —dijo Quinn, y su tono parecía rezumar compasión hacia mí. Eso era ridículo.
—¿De dónde sale tanto odio? —le pregunté, extendiendo las manos abiertas ante mí—. No dejé de verte por ningún sentimiento hacia otra persona. Lo hice porque pensé que tu plato ya estaba a rebosar.