Read Muerto y enterrado Online
Authors: Charlaine Harris
Puede que mi abotargada mente empezase a desperezarse. Había comprendido que eran los matones del enemigo de mi bisabuelo, y que habían asesinado a mi abuelo Fintan y crucificado a Crystal.
—Yo, en vuestro lugar, no lo haría —repliqué, bastante a la desesperada—. Hacerme daño, digo. Porque, después de todo, ¿qué pasa si ese Breandan no consigue lo que quiere? ¿Qué pasa si gana Niall?
—En primer lugar, eso no es nada probable —dijo Número Dos. Sonrió—. Planeamos ganar y pasárnoslo en grande en el proceso. Especialmente si Niall quiere verte; lo más probable es que pida una prueba de vida antes de rendirse. Tenemos que mantenerte viva… pero cuanto más terribles sean las condiciones, más deprisa se rendirá. —Su boca estaba llena de los dientes más largos y afilados que nunca había visto. Algunos de ellos estaban cubiertos de diminutos puntos plateados brillantes. Era espantoso.
A la vista de esos dientes, esos horribles dientes brillantes, se me evaporaron los restos del conjuro que habían usado contra mí, cosa que lamenté en gran medida.
Durante la siguiente hora, que se me antojó la más larga de mi vida, estuve completamente lúcida.
Me resultó turbador y estremecedor ser capaz de soportar tanto dolor sin morir.
Habría preferido la muerte, desde luego.
Sé mucho sobre los humanos, ya que leo sus mentes todos los días, pero no sabía gran cosa acerca de la cultura feérica. Me inclinaba a creer que Número Uno y Número Dos jugaban en su propia liga, ya que era incapaz de imaginar a mi bisabuelo reírse porque yo sangrara. Y albergaba también la esperanza de que no disfrutase cortando a un ser humano con un cuchillo, como hacían Uno y Dos.
Había leído libros según los cuales la gente que era sometida a tortura se iba «a otro sitio» durante el trance de dolor. Me esforcé por encontrar un sitio al que ir mentalmente, pero no conseguí alejarme de esa habitación. Me concentré en los duros rostros de la familia de granjeros de la foto, y lamenté que estuviese tan polvorienta y no pudiese verlos mejor. Lamenté que la foto estuviese torcida. Sabía que esa buena familia se horrorizaría al presenciar lo que estaba ocurriendo en ese momento.
En algunos momentos, cuando la pareja de hadas no se estaba ensañando conmigo, me costaba creer que siguiese despierta y que eso estuviese ocurriendo de verdad. Seguí aferrándome a la esperanza de que vivía inmersa en una fea pesadilla y que despertaría de ella… antes que después. Desde muy joven supe que hay crueldad en el mundo, creedme, lo sé, pero me costaba imaginar que esa pareja estuviese disfrutando con ella. Para ellos yo no era una persona, no tenía identidad. Eran completamente indiferentes a mis planes de vida, a los placeres futuros que pretendía disfrutar. Podía haber sido un cachorro extraviado o una rana que hubiesen capturando en un riachuelo.
Yo misma pensaba que hacer esas cosas a un cachorro o a una rana eran actos horribles.
—¿No es ésta la hija de los que matamos? —le preguntó Uno a Dos mientras yo gritaba.
—Sí. Intentaron pasar por una corriente durante una riada —respondió Dos, como si rememorase un feliz recuerdo—. ¡Agua! ¡Para un tipo con sangre del cielo! Pensaron que el bote de hierro los protegería.
—Los espíritus del agua se los llevaron encantados —dijo Número Uno.
Mis padres no murieron en un accidente. Fueron asesinados. A pesar del dolor, tomé nota de eso, aunque en ese momento no podía ir más allá de asumir la información. Intenté hablar mentalmente con Eric para que me encontrase gracias a nuestro vínculo. Pensé en el único telépata adulto al que conocía, Barry, y empecé a mandarle mensajes, aunque sabía que estaba condenadamente lejos como para poder intercambiar pensamientos con él. Para inconfesable vergüenza mía, casi al final de esa hora, incluso traté de ponerme en contacto con mi primo pequeño Hunter. Sabía muy bien que no sólo era demasiado joven para comprender, sino que… no podía hacerle eso al crío.
Perdí toda esperanza y aguardé a la muerte.
Mientras las hadas hacían el amor, pensé en Sam y en lo feliz que me haría si pudiera verlo en ese instante. Quise pronunciar el nombre de alguien a quien amase, pero la garganta ya no me respondía de tanto gritar.
Pensé en la venganza. Anhelaba tanto la muerte de Uno y Dos que me dolían las entrañas. Ojalá alguien, alguno de mis amigos sobrenaturales —Claude, Claudine, Niall, Alcide, Bill, Quinn, Tray, Pam, Eric, Calvin, Jason…— los descuartizase miembro a miembro. Quizá las otras hadas pudieran tomarse el mismo tiempo con ellos que ellos se estaban tomando conmigo.
Uno y Dos habían dicho que Breandan me quería viva, pero no hacía falta ser telépata para saber que no iban a poder cumplir con su parte. Se iban a dejar llevar por la diversión, como pasó con Fintan y con Crystal, y no habría marcha atrás.
Estaba segura de que iba a morir.
Empecé a alucinar. Creí ver a Bill, lo cual no tenía ningún sentido. Probablemente estuviese en mi jardín, preguntándose por mi paradero. Él estaba en el mundo que sí tenía sentido. Pero hubiese jurado que lo veía asomarse furtivamente detrás de las criaturas que disfrutaban jugando con sus cuchillas afiladas. Tenía el dedo posado sobre sus labios, como si me instase a guardar silencio. Como no estaba allí de verdad, y como mi garganta estaba demasiado entumecida como para decir nada de todos modos (ya ni siquiera era capaz de lanzar un grito en condiciones), no me resultó difícil seguir sus instrucciones. Una sombra negra lo seguía de cerca, una sombra coronada por una llama pálida.
Dos me pinchó con un cuchillo que se acababa de sacar de la bota, un cuchillo que brillaba como sus dientes. Ambos se inclinaron más cerca de mí para embriagarse con mi reacción. Yo apenas podía emitir sonidos raspados. Tenía la cara anegada en lágrimas y sangre.
—Mira cómo croa la ranita —dijo Uno.
—Escúchala. Croa, ranita. Croa para nosotros.
Abrí mucho los ojos y clavé la mirada en ella, mirándola claramente por primera vez desde hacía largos minutos. Tragué e invoqué todas las fuerzas que me quedaban.
—Vas a morir —anuncié con absoluta certeza. Pero ya lo había dicho antes, y el efecto se había perdido con la primera vez.
Forcé a mis labios para que sonrieran.
El hombre apenas tuvo tiempo de adoptar una expresión de perplejidad cuando algo brillante pasó entre su cabeza y sus hombros. Luego, para mi profundo placer, él quedó cortado en dos trozos y yo recibí un baño de sangre tibia. Me duché en ella, cubriendo las costras de mi propia sangre reseca. Pero tenía los ojos despejados, y pude ver cómo dos pálidas manos aferraban el cuello de Dos, la elevaban en el aire y la zarandeaban. Su desconcierto fue sumamente gratificante en el momento en que un par de dientes, casi tan afilados como los suyos se clavaban en su largo cuello.
No estaba en un hospital.
Pero sí en una cama, aunque no la mía. Estaba un poco más limpia, vendada y muy dolorida; de hecho, sentía un dolor atroz. Al menos, la limpieza y las vendas me sabían a gloria. Por lo demás, el dolor… Bueno, era de esperar, comprensible y finito. Al menos ya nadie podía hacerme más daño del que me habían hecho. Así pues, decidí que me encontraba en un estado excelente.
Tenía algunas lagunas en la memoria. No recordaba nada del tiempo transcurrido entre estar en la casa abandonada y la llegada a este nuevo lugar. Me venían destellos de lo ocurrido, sonidos de voces, pero no contaba con ningún relato coherente que los ordenase. Recordaba cómo se le desprendió la cabeza a Uno y sabía que alguien se había encargado de Dos. Deseaba que estuviese tan muerta como Uno. Pero no estaba segura. ¿De verdad había visto a Bill? ¿Quién era la sombra que iba detrás?
Oí unos chasquidos. Volví la cabeza muy levemente. Era Claudine, mi hada madrina, que estaba sentada junto a la cama, haciendo punto.
La estampa de Claudine haciendo punto me resultaba tan surrealista como la aparición de Bill en la cueva. Decidí volver a dormirme; una solución cobarde, lo admito, pero tenía derecho.
—Se pondrá bien —anunció la doctora Ludwig. Su cara pasó junto a mi cama, lo que vino a corroborar que no me encontraba en un hospital moderno.
La doctora Ludwig se hace cargo de los casos que no pueden acudir a un hospital normal porque el personal saltaría de miedo al verlos y el laboratorio no sería capaz de analizar adecuadamente las muestras de sangre. Pude ver el áspero cabello castaño de la doctora al pasar junto a la cama de camino a la puerta. Tenía una voz grave. Pensé que sería una hobbit… Bueno, en realidad no, pero se le parecía mucho. Aunque lo cierto es que llevaba zapatos, ¿verdad? Me pasé un rato intentando recordar si alguna vez le había mirado a los pies.
—Sookie —me llamó, al tiempo que sus ojos aparecían a la altura de mi hombro—. ¿Funciona la medicación?
No estaba segura de si era su segunda visita, o de si me había desmayado durante unos instantes.
—No me duele tanto —contesté. La voz me salió raspada y muy baja—. Me siento un poco entumecida. Eso es… excelente.
Asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Teniendo en cuenta que eres humana, has tenido mucha suerte.
Curioso. Me sentía mejor que cuando estaba en la casa, pero nunca habría dicho que pudiera considerarme afortunada. Intenté encontrar argumentos para apreciar mi buena suerte. No di con ninguno. Estaba desubicada. Mis emociones estaban tan maltrechas como mi cuerpo.
—No —repliqué. Intenté negar con la cabeza, pero ni los calmantes fueron capaces de disimular los dolores de mi cuello. Los pinchazos eran insistentes.
—No estás muerta —señaló la doctora Ludwig.
Pero había estado condenadamente cerca; prácticamente tenía un pie en la tumba. El rescate había llegado justo a tiempo. Si me hubieran liberado antes de ese momento, me habría reído todo el trayecto hasta la clínica sobrenatural, o dondequiera que me encontrase. Pero había tenido la muerte demasiado cerca (tanto como para ver todos los poros del rostro de la parca), y había sufrido demasiado. Esta vez no sería lo mismo.
Mi estado físico y emocional habían sido cortados, cercenados, pinchados y mordisqueados hasta quedar en carne viva. No estaba segura de si podría volver a la normalidad previa a mi secuestro. Eso le dije a la doctora Ludwig, con palabras mucho más sencillas.
—Están muertos, si eso te sirve de consuelo —dijo.
Por supuesto, eso me consolaba bastante. Deseaba no haber imaginado esa parte; temía que sus muertes hubiesen sido una dulce fantasía.
—Tu bisabuelo decapitó a Lochlan —explicó. Así parecía llamarse Uno—. Y Bill el vampiro le arrancó el cuello a su hermana Neave. —Ésa era Número Dos.
—¿Dónde está Niall ahora?
—Librando una guerra —respondió de modo sombrío—. Se acabaron las negociaciones y las maniobras. Ahora sólo hay muerte.
—¿Y Bill?
—Resultó malherido —me informó la pequeña doctora—. Ella lo hirió con su filo antes de desangrarse por completo. Y le devolvió el mordisco. El cuchillo era de plata y también tenía fragmentos de ese material en los dientes. Ahora la plata está en su sistema.
—Se curará —dije.
Ella se encogió de hombros.
Pensé que el corazón se me hundiría en el pecho y atravesaría la cama. No era capaz de contemplar la cara de tanta tristeza.
Me estremecí cuando mis pensamientos palparon más allá de Bill.
—¿Y Tray? ¿Está aquí?
Me miró en silencio durante un instante.
—Sí —dijo finalmente.
—Quiero verlo. Y a Bill también.
—No. No te puedes mover. Bill se encuentra en su descanso diurno. Eric vendrá esta noche. De hecho, dentro de un par de horas, y vendrá acompañado de al menos otro vampiro. Eso ayudará. El licántropo está demasiado malherido como para molestarlo.
No asimilé eso último. Mi mente iba por delante de mí. Era una carrera endemoniadamente lenta, pero empezaba a pensar con más claridad.
—¿Sabes si alguien se lo ha contado a Sam? ¿Cuánto tiempo he estado fuera? ¿Cuánto trabajo he perdido?
La doctora Ludwig se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que lo sabrá. Parece estar al tanto de todo.
—Bien. —Intenté cambiar de posición y me quedé sin aliento—. Necesito levantarme para ir al baño —le advertí.
—Claudine —dijo la doctora Ludwig, y mi prima dejó las agujas de tejer y se levantó de la mecedora. Por primera vez, me di cuenta de que mi preciosa hada madrina parecía haber pasado por una trituradora de madera. Tenía los brazos al descubierto, llenos de magulladuras, cortes y tajos. Su cara era un desastre. Me sonrió, no sin dolor.
Cuando me cogió en sus brazos, noté el gran esfuerzo que hacía. Normalmente, Claudine habría levantado un becerro entero sin esfuerzo.
—Lo siento —dije—. Puedo caminar, estoy segura.
—No te preocupes —contestó Claudine—. Mira, ya casi estamos.
Cuando completamos la misión me volvió a coger y me devolvió a la cama.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté. La doctora Ludwig se había ido sin decir palabra.
—Me tendieron una emboscada —respondió con su voz más dulce—. Unos estúpidos duendes y un hada. Se llamaba Lee.
—¿Eran del grupo de Breandan?
Asintió y retomó la labor de punto. Estaba confeccionando un pequeño jersey. Me pregunté si sería para un elfo.
—Así es —dijo—. Pero ya no son más que un amasijo de huesos y carne. —Parecía bastante satisfecha a ese respecto.
A este paso, Claudine nunca se convertiría en un ángel. No sabía muy bien cómo funcionaba la progresión, pero reducir a otros seres a la suma de sus partes elementales no era precisamente el mejor camino.
—Bien —afirmé—. Cuantos más seguidores de Breandan muerdan el polvo, mejor. ¿Has visto a Bill?
—No —dijo Claudine, demostrando su escaso interés.
—¿Dónde está Claude? —pregunté—. ¿Está a salvo?
—Está con el abuelo —explicó ella, y por primera vez parecía preocupada—. Están intentando encontrar a Breandan. El abuelo piensa que si elimina la cabeza, a sus seguidores no les quedará más remedio que dejar la guerra y jurarle lealtad.
—Oh —dije—. Y tú no has ido porque…
—Estoy cuidando de ti —dijo llanamente—. Y no creas que he escogido la alternativa menos peligrosa; apuesto a que Breandan está buscando este sitio. Debe de estar muy enfadado. Ha tenido que entrar en el mundo humano, que tanto odia, ahora que sus mascotas asesinas han muerto. Adoraba a Neave y a Lochlan. Llevaban siglos con él y eran amantes suyos.