Authors: Christopher Moore
Que fue lo que pasó.
Al día siguiente de presenciar el ataque de los gatos en el SOMA, el garrido de los loros en los árboles despertó al Emperador de San Francisco en el refugio que se había hecho en las escaleritas del parque de Telegraph Hill. El sol se asomaba por el horizonte, más allá del puente de la bahía, tiñendo el agua de oro rojo bajo la neblina azul de la mañana.
El Emperador se arrastró para salir de la pila de gomaespuma, se levantó y se estiró; sus articulaciones crujieron por el frío como antiguas puertas de iglesia. Los perros, Holgazán y Lázaro, asomaron el morro fuera del abrigo gris, olfatearon el alba, y, con el canto de los loros, decidieron que era por la mañana y salieron como mariposas apresuradas en busca del lugar ideal donde echar la primera meada del día.
Los tres miraron una cincuentena o así de loros garrir mientras volaban alrededor de la torre Coit y se dirigían hacia el embarcadero cuando, de pronto, dejaron de volar, estallaron en llamas y cayeron en la plaza Levi como una humeante tormenta de cometas moribundas.
—Vaya, eso no se ve todos los días —dijo el Emperador, rascándole las orejas a Lázaro a través de los vendajes. El retriever era una versión perruna de la momia, vendado de las orejas a la cola tras su encuentro con los gatos vampiro.
El veterinario de la misión había querido retenerlo en observación, pero el retriever no había pasado ni una sola noche separado del Emperador desde que se encontraron el uno al otro, y el veterinario no tenía sitio para un monarca tan alto y corpulento, por no hablar del animoso terrier de Boston, así que los tres fueron a acurrucarse bajo la gomaespuma.
Holgazán lanzó un bufido, que traducido del perro significaba: «Esto no me gusta».
Y es que, como cantaba la famosa rana, no es fácil ser verde.
Fu
El Honda tuneado de Stephen Perro Fu Wong estaba lleno de ratas. Bueno, no todo, porque el asiento del pasajero estaba ocupado por Jared Lobo Blanco, el APS de emergencia de Abby. (Más bien el APSE.)
—¿Necesitas usar todas las blancas? —preguntó Jared. Medía metro ochenta y cinco, era muy flaco y más pálido que la Muerte follándose un muñeco de nieve. Llevaba la cabeza afeitada a ambos lados y en el centro lucía una cresta sin laca que le caía sobre los ojos salvo cuando se tumbaba o miraba hacia arriba. Además del abrigo de cenobita en PVC negro que le llegaba hasta el suelo, llevaba puestas las botas Skankenstein® de vinilo rojo con plataforma que llegan al muslo de Abby, que tenía todo el derecho del mundo a ponerse por ser su APS. Lo que preocupaba a Fu no era que Jared llevase botas de chica, sino que eran las botas de una chica con pies claramente pequeños.
—¿No te hacen daño?
Jared se apartó el pelo de los ojos.
—Bueno, ya lo dijo Morrisey: «La vida es sufrimiento».
—Creo que lo dijo Buda.
—Estoy seguro de que Morrisey lo dijo antes, allá por los ochenta.
—No, fue Buda.
—¿Has visto alguna vez una foto de Buda llevando zapatos? —preguntó Jared.
Fu no podía creerse que estuviera manteniendo esa discusión. Y lo que era peor, no podía creerse que la estuviera perdiendo.
—Arriba tengo unas Nike que pueden valerte si necesitas cambiarte de zapatos. Vamos a descargar las ratas. Tengo que ponerme a trabajar.
Jared ya llevaba en el regazo cuatro jaulas de plástico con dos ratas blancas en cada una, así que se arrastró fuera del Honda y cojeó sobre las plataformas rojas hasta la salida de incendios.
—No se te ocurra pintarlas de negro —dijo Jared, mirando dentro de las cajas de plexiglás mientras Fu le abría la puerta—. Yo lo hice con mi primera rata, Lucifer. Fue trágico.
—¿Trágico? Nunca lo habría supuesto. Déjalas en el suelo del salón. Mañana cogeré prestado el camión del trabajo y traeré mesas plegables donde ponerlas.
Además de graduarse en biología molecular, rescatar varias veces a Abby, crear el suero antivampiro y trucar el Honda, Fu trabajaba a tiempo parcial en Stereo City, donde se especializaba en decirle a la gente que necesitaba un televisor más grande.
—¿Sigues en ese trabajo? —dijo Jared mientras se tambaleaba escaleras arriba—. Abby dice que tenéis tanta pasta como para mandarlo todo a tomar por culo.
¿Por qué se lo había contado? Se suponía que no debía contárselo. ¿Es que se lo contaba todo? ¿Por qué tenía que tener amigos? Cuando fue la celebración de Janucá le había dado cinco mil dólares del dinero de Tommy y Jody, pese a que ninguno era judío. «Porque no pienso permitir que la sociedad me convierta en la zorra navideña del niño Jesús zombi, por eso», había dicho. «Y porque me ayudó a cuidar de la condesa y de mi señor Flood cuando tenían problemas.»
—Necesito mantener mi tapadera —dijo Fu—. Por los impuestos.
Lo cual era verdad, en parte. Necesitaba mantener esa tapadera porque, al igual que Abby, no había dicho a sus padres que se había ido de casa. Estaban tan acostumbrados a que estuviera en la escuela, en el laboratorio o en el trabajo, que ni se habían dado cuenta de que no dormía en casa. También ayudaba el que tuviera cuatro hermanos y hermanas menores, todos con un programa de estudios y trabajo demencialmente sobrecargado. Sus padres insistían mucho en lo del trabajo duro. Si trabajabas duro, las cosas te irían bien. Olían a kilómetros de distancia el trabajo duro, o su ausencia. Podía salirse con la suya viviendo en un loft propio, con su novia espeluznantemente sexi y haciendo extraños experimentos genéticos con no muertos, pero si dejaba el trabajo lo notarían al segundo.
Fu y Jared necesitaron veinte minutos para subir todas las ratas y alinearlas a lo largo de toda la salita de estar.
—No iremos a hacerles daño, ¿verdad? —dijo Jared, alzando una de las jaulas de plástico para mirar a los ojos de sus ocupantes.
—Vamos a convertirlas en vampiros.
—Ah, mola. ¿Ahora?
—No, ahora no. De momento, tienes que darles de comer y asegurarte de que haya agua en todas las jaulas.
—¿Y luego? —preguntó Jared, apartándose el pelo de los ojos.
—Luego puedes irte a casa. No tienes que vigilarlas todo el tiempo mientras no empiece el experimento.
—No puedo ir a casa. Les dije a mis padres que me quedaba en casa de Abby.
Fu se sintió repentinamente horrorizado ante la idea de tener que pasar la noche en el loft con un centenar de ratas, dos vampiros bronceados y Jared. Sobre todo con Jared. Igual debía irse y dejar a Jared vigilando las ratas, hacer acto de presencia ante sus padres, para despistarlos de su estilo de vida en un loft, con novia occidental y sin un trabajo duro.
—Entonces puedes quedarte —dijo Fu—. Volveré por la mañana.
—¿Qué pasa con ellos?
Jared movió la cabeza hacia las figuras bronceadas de Jody y Tommy.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Puedo hablarles? No acabé de contarle mi novela a Jody.
Jared se había pasado una noche muy larga contándole a Jody la primera parte de la novela que iba a escribir, una historia erótica de terror protagonizada por él mismo y su rata mascota, Lucifer Segundo.
—Bueno —dijo Fu. No le gustaba pensar en las dos personas, bueno, vampiros, aunque se parecían mucho a la gente, que había ayudado a aprisionar en un cascarón de bronce. Le ponía la carne de gallina, lo cual era muy poco científico—. Pero sin tocar —añadió.
Jared puso morritos y se sentó en el sofá, casi el único sitio de todo el espacio salón-cocina que no estaba cubierto de jaulas de plástico para ratas.
—Bueno, pero antes de irte, ¿me ayudas a quitarme estas botas?
Fu se estremeció. Hacía menos de una hora que los policías se habían llevado a Abby y ya la echaba tanto de menos como a un brazo cortado. Era embarazoso. ¿Cómo podían las hormonas y la presión hidrostática hacer que se sintiera de ese modo? El amor era muy poco científico.
—Lo siento. Tengo que irme a toda leche.
Sabía que un auténtico héroe, uno de esos que Abby le acusaba de ser, habría ayudado a Jared.
Jared
En una ocasión,Abby Normal se ofreció a pagarle a Jared un tatuaje que dijera: «Peligro. No administrar cafeína sin la supervisión de un adulto».
Y Jared preguntó:
—¿Puede ser en rojo? ¿Tiene que ser en la frente? Mejor en un lado para dejarme crecer el pelo sobre él si no me gusta.
¿Estoy siendo muy emo? ¿Quieres jugar a Bloodfeast en la Xbox? En Urban Outfitters tienen estuches de pelo verde para el iPod. Me gustan los caramelos de chocolate blanco. Marilyn Manson tendría que ser arrastrado por un coche de payasos hasta morir. Ay, coño, soy tan alérgico a este lápiz de ojos que podría llorar.
—Oh, Dios mío —dijo Abby—, ¡eres como si Insoportable e Irritante hubieran tenido un hijo por el culo!
—¿Qué intentas decirme? —preguntó Jared.
Lo que intentaba decirle, aunque entonces Abby no lo sabía, era que bajo ninguna circunstancia podía dejarse a Jared solo en un apartamento con tiempo y café en abundancia, que era lo que acababa de hacer Fu. Tras dar de comer, poner agua y bautizar a todas las ratas (la mayoría con nombres franceses sacados del ejemplar que tenía Abby de Les fleurs du mal de Baudelaire), Jared empezó a preparar expresos y ya llevaba nueve tazas medianas cuando decidió representar el resto de su novela de vampiros por escribir, Lo oscuro de la oscuridad, ante un centenar de ratas enjauladas en plástico y dos vampiros atrapados en bronce.
—Así que la malvada reina de Sangre se puso su consolador letal cromado y fue a por Lucifer Segundo. Pero Jared Lobo Blanco saltó hacia ella como un niño gordo a por una magdalena, parando el golpe con su daga desangradora, también llamada Dedé.
Jared hizo una pirueta, un movimiento que había aprendido a los seis años en clase de balé, y cortó el aire, bajo y rápido, empuñando hacia atrás la daga de doble filo como para cortarle la arteria femoral a su enemigo imaginario, un movimiento que había aprendido en Soul Assassin V en la Xbox (aunque era más difícil hacerlo con botas de plataforma que en el videojuego). La daga era bastante real, treinta centímetros de acero inoxidable al carbón con la empuñadura en forma de dragón. Jared la llevaba porque creía que le hacía parecer malote cuando se la quitaban los porteros de los clubs.
—¡Y entonces él le parte el arma en dos! —dijo, saltando y girando la hoja a su alrededor un poco demasiado rápido. Se torció el pie, perdió el equilibrio y, al caer, la daga hizo un profundo corte en la estatua de bronce.
—¡Ouch! —exclamó, sentado en el suelo, sujetándose el tobillo y meciéndose adelante y atrás en la posición de yoga conocida como «medio loto histérico». Entonces vio el corte que había hecho en el bronce, justo sobre la clavícula derecha de Jody.
—Perdona, condesa —dijo Jared, todavía sin aliento por la batalla—. No quería hacerte daño. Pero tenía que salvar a Lucifer Segundo. Tú habrías hecho lo mismo por el señor Flood si saliera en la historia.
Jared frotó el bronce con la manga, pero el corte era profundo y no desaparecería puliéndolo.
—Abby me va a matar. Te arreglaré, condesa. Aguanta un poco. Pasta de dientes. La usé en la pared aquella vez que nos bebimos el vodka de la madre de Abby y jugamos en el salón a guerras de dardos. Espera un momento.
Jared dejó caer la pesada daga al suelo, se puso en pie, se estremeció de dolor y se dirigió cojeando al cuarto de baño en busca de pasta de dientes.
Localizó un tubo de control natural del sarro con bicarbonato justo cuando el sol desaparecía por el oeste bajo el horizonte. En el salón, un chorro de niebla fino como un alfiler empezó a escaparse por el corte de la estatua de bronce. Seguramente no se habría arreglado con pasta de dientes.
Los Animales
En los últimos dos meses, los Animales, los integrantes del turno de noche de reponedores del Safeway de Marina, habían dado caza a un viejo vampiro, volado su yate en mil pedazos, robado millones de dólares en obras de arte que luego vendieron a centavos el dólar, gastado los cientos de miles restantes en juegos de azar y en una prostituta azul; habían sido convertidos en vampiros, despedazados por animales del zoo, quemados por lámparas solares cuando atacaron a Abby Normal y luego reconvertidos de nuevo, por Fu, en siete reponedores del Safeway que fumaban un pelín demasiada hierba. Y como suele pasar con los aventureros, tras la aventura se sentían un tanto aburridos y preocupados por si nunca volvería a pasarles algo emocionante.
Cuando uno ha combatido contra la oscuridad, luego se ha convertido en la oscuridad y luego se ha follado la oscuridad, lo de jugar a los bolos con pavos congelados y esquiar con la máquina enceradora como que no tiene la misma emoción. Cuando has compartido con tus colegas una prostituta azul en la que te has gastado cosa de medio millón de dólares, para que luego ella te mate y te resucite antes de perderse en la noche, resulta como el anticlímax lo de contarse unos a otros con qué tía ligaste el otro día. Después de todo, todos se pasaban las noches trabajando y el mayor, Clint, solo tenía veintitrés años, así que la mayoría de las historias que contaban eran burdas exageraciones, fantasías o descaradas mentiras. Había dejado de ser divertido hasta lo de crucificar los viernes a Clint con bridas de plástico en el expositor de patatas fritas, y la semana anterior lo habían dejado allí colgado, revolviéndose en los Doritos, y se habían ido a reponer los estantes antes de que él pudiera perdonarles porque no sabían lo que hacían. Es trágico, la verdad, ser joven, libre y estar aburrido hasta el letargo.
Así que cuando el Emperador de San Francisco apareció gritando por el aparcamiento y chocó de cara contra el escaparate de plexiglás, haciendo temblar los estuches de caramelos de todas las cajas registradoras, hasta el último de ellos dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la entrada de la tienda, esperando en el fondo de su corazón que estuviera pasando algo extraordinario.
Los siete, los Animales, se pararon a un lado del escaparate mientras el Emperador golpeaba en el otro, con sus leales sabuesos saltando y ladrando a su lado.
—Igual deberíamos dejarlo pasar —dijo Clint, de pelo rizado, cristiano renacido, exadicto a la heroína, encargado de cereales, café y zumos—. Parece tener problemas.
—Sí —dijo Gustavo, el portero, apoyándose en la fregona—. Muchos problemas.
—Parece asustado de cojones —dijo Drew, el esquelético Ichabod Crane de la zona de alimentos congelados y el médico del grupo—. Completamente asustado de cojones.