—Es difícil decirlo, señor —contestó al fin; una respuesta poco entusiasta y no muy digna de él.
—Pues piense, hombre —insistió el capitán, controlando el mal genio—. Es usted un hombre de recursos, señor Fryer. Si fuese usted, ¿adónde iría?
—Capitán, confío en que no esté sugiriendo…
—Oh, no estoy sugiriendo nada parecido, hombre —espetó—. No se sulfure, por el amor de Dios. Le estoy preguntando si fuera usted a hacer algo así, y ya sabemos todos que jamás lo haría —añadió con sarcasmo—, ¿adónde iría?
—Es complicado —manifestó por fin el maestre—. Los árboles del pan están muy diseminados, de forma que los señores Christian y Heywood se mueven por distintas zonas de la isla recogiendo los especímenes durante todo el día. Les llegaría el olor a carne si fuera como usted sugiere. Sin embargo… —Se dio golpecitos en la nariz, considerándolo.
—¿Qué, señor Fryer?
—Señor, en la orilla nordeste hay una zona de matorrales, árboles altos y espesura demasiado densa para que crezca el árbol del pan. En realidad no queda muy lejos de aquí, no más de veinte minutos andando. Es una zona expuesta donde los vientos que soplan hacia el interior quedan atrapados, de manera que, en teoría, un hombre que quiera disimular el olor de la carne no haría mal en cometer su delito en ese sitio.
El capitán asintió.
—¿Le parece probable? —quiso saber.
—Confío en que no lo sea. Pero, en mi opinión, es el único sitio en que puede tener lugar algo así.
—Entonces vayamos allí juntos. Usted y yo.
—¿Ahora?
—Pues claro que ahora. —El capitán se puso en pie con una expresión afable en el rostro, sin duda contento de tener algo constructivo que hacer al fin, una oportunidad de ejercer su autoridad una vez más—. Tynah ha expresado su desagrado hacia nuestra tripulación. De continuar el asunto, podría decidir que ya no somos amigos y sentirse poco dispuesto a ayudarnos. En cuyo caso todo nuestro trabajo aquí no habría servido de nada. ¿Le gustaría que pasara eso, señor Fryer?
—No, por supuesto que no.
—Entonces, en marcha. Turnstile, tráeme mi bastón.
Y con eso salieron de la cabaña para su paseo. No sabía qué iban a encontrar, o si hallarían algo siquiera, pero sentí lástima del bellaco que pillaran si resultaba que el señor Fryer estaba en lo cierto.
El capitán, después de todo, estaba esperando una oportunidad como ésa.
Las veladas en la isla solían ser tranquilas. Cuando los hombres acababan su trabajo se disponían a disfrutar de sus viandas y, luego, de los placeres con las damas. Las nativas estaban encantadas de quedarse en la playa encendiendo fuegos, interpretando danzas, haciéndonos sentir como dioses entre hombres. Cuando la playa se llenaba de tripulantes y nativas todo eran risas y disipación. Esa misma noche, la del día en que el capitán y el señor Fryer emprendieron su paseo, la playa estaba más llena que nunca, pero no había risas ni ambiente para licencia o disipación algunas.
La tripulación estaba reunida en filas, con los oficiales en los extremos, y todos adoptaban la expresión sorprendida de quien ha olvidado cuál es su papel en la vida y acaba de darse un topetazo al poner los pies de nuevo en la tierra. Corriendo por la playa y cada vez más consternados, docenas de nativos, en su mayoría mujeres, chillaban y lloraban presas de la desesperanza.
Y en el centro de esa multitud se hallaban el capitán Bligh, el señor Fryer y el ayudante del contramaestre, James Morrison; de cara a ellos, atado a un tocón, desnudo de cintura para arriba y exhibiendo la espalda, se encontraba el tonelero Henry Hilbrant.
—Tripulación —empezó el capitán dando un paso al frente—. Me he dirigido antes a ustedes con respecto a la disciplina y su relajo durante nuestra estancia en esta isla. Pues bien, la cosa ha llegado demasiado lejos: hemos descubierto que hay un ladrón entre nosotros. Como sabéis, les dejé bien claras las normas con respecto al comercio, el trueque y el robo. Pero esta mañana nuestro anfitrión, su majestad el rey Tynah, me ha reprendido por la continua pérdida de sus cochinillos a manos de uno de los nuestros. Más tarde he descubierto al señor Hilbrant a solas con una de sus mal ganadas presas, disfrutando del tocino, ¡disfrutando sin vergüenza alguna del tocino, debo decir! Y he de añadir que no pienso tolerarlo. Señor Morrison, dé un paso al frente y prepare el látigo.
El ayudante del contramaestre se apartó del señor Fryer antes de revelar el látigo de nueve colas que había ocultado a la espalda y blandirlo en el aire para liberar sus zarcillos. Ante su aparición, las nativas prorrumpieron en tremendos gritos de dolor que me helaron el corazón.
—Adelante —indicó el señor Bligh.
Morrison empezó con los latigazos y todos los fuimos contando mentalmente. Cuando pasamos de la primera docena me encontré con que no podía apartar los ojos de la cara de Hilbrant, que soltaba un grito de agonía cada vez que el artilugio tomaba contacto con su piel desgarrada. Más inquietantes aún eran los alaridos de las mujeres que nos rodeaban, algunas de las cuales se llevaban piedras de la playa a las frentes para rasparse la piel y dejar que manara la sangre y les corriera con dramatismo por los rostros. Los hombres las observaban y advertí el dolor que les producía, pues todos habían establecido estrechos vínculos con ellas y detestaban verlas infligirse daño de esa manera. Busqué en vano a Kaikala, pero me tranquilizó ver que no se había unido a ellas en aquella autoflagelación; supuse que se habría quedado en su cabaña.
Por fin los latigazos se detuvieron en las tres docenas, un precio terrible por el robo de un animal tan ignorante como el cerdo, y Hilbrant cayó al suelo cuando le cortaron las ataduras.
—¡No habrá más robos! —exclamó el señor Bligh, deambulando ante nosotros con el rostro arrebatado por la ira, y juro que en ese momento apenas lo reconocí.
Nuestras miradas se cruzaron y me pareció que no me identificaba siquiera. Ése no era el hombre que se había ocupado de mí cuando caí enfermo al principio de mi viaje en la
Bounty
; el mismo que casi se había conmovido al descubrir la verdad de mis hazañas en el establecimiento del señor Lewis. Ni era la clase de padre afectuoso que me había llevado a las montañas para enseñarme su nombre grabado en un árbol muchos años antes, y que me había permitido añadir mi nombre al suyo. Era una persona completamente distinta. Alguien que se estaba derrumbando ante nuestros ojos.
Miró hacia donde la
Bounty
aguardaba fondeada, bañada por el resplandor de la luna llena. Lo observé y vi que se le demudaba el rostro cuando sus ojos se posaron en el navío; por Dios, su mirada fue tan tierna como si entrara en su alcoba londinense por primera vez en dos años para descubrir a su adorada Betsey sentada al tocador en enaguas, y ella se volviese a mirarlo y le sonriera. Tragó saliva, soltó un jadeo y los ojos se le llenaron de lágrimas antes de apartar la mirada para volver a posarla en nosotros.
—¡Estamos aquí para trabajar, tripulación! —exclamó—. No para robar, coquetear o satisfacer nuestros deseos carnales. Para trabajar. ¡Por la gloria del rey Jorge! Que el entretenimiento de hoy sirva de lección a todos y sea una advertencia de lo que le ocurrirá al siguiente que se atreva a desobedecerme. Esto de hoy parecerá leve en comparación, lo prometo.
Y entonces, agotado por su propia rabia, se volvió para dirigirse con paso vacilante a su cabaña, con la cabeza gacha en gesto de consternación. Los hombres lo observaron afligidos mientras las mujeres continuaban gritando y lacerándose el rostro. Por mi parte, sólo pude centrarme en una palabra que el capitán había utilizado, tan horrorizado quedé ante su elección: entretenimiento.
Se me ocurrió entonces que sería buena cosa que acabáramos enseguida nuestro trabajo y volviéramos a la
Bounty
, al mar, al viaje de regreso cuanto antes. En el aire había un demonio que no obedecía a los hombres ni al capitán, sino a aquellas criaturas gemelas que se miraban furiosas constantemente: el barco y la isla, la una llamando a su capitán, la otra engullendo a sus nuevos cautivos cada vez con mayor voracidad.
Cuando Kaikala y yo hicimos el amor por primera vez, no me avergüenza admitir que solté un grito de placer que no se pareció a ninguno de los que había oído hasta entonces en la isla. Estábamos en nuestro sitio de siempre, a orillas del arroyo cerca de la catarata, y ella me había ayudado y guiado hasta que mis nervios se vieron por fin vencidos por mi deseo y fui capaz de ser uno con ella. Después, tendidos los dos muy juntos, tan desnudos como un par de críos recién nacidos, me interrogó una vez más sobre la vida en Inglaterra.
—Tengo cuatro caballos —le conté—. Dos para mis carruajes y dos para montar. Los trato bien, por supuesto. Los alimento con la mejor avena, los mantengo limpios y cepillados. Es decir, que un criado lo hace por mí. Vive en los establos con los caballos. Y estoy por encima de él.
—¿Tienes un hombre para vivir con los caballos? —preguntó sorprendida, incorporándose sobre un codo. Reflexioné sobre el asunto. Nunca había conocido a alguien que tuviera caballos, de modo que no sabía muy bien quién se ocupaba de los animales y cuál era su residencia habitual. Aunque sí sabía más que ella, de modo que me creí bastante a salvo en mi mentira.
—Bueno… vive cerca —expliqué—. No en el… no en el establo en sí.
—¿Me dejarás montar tus caballos cuando yo en Inglaterra? —quiso saber, y asentí rápidamente con la cabeza, ansioso por complacerla.
—Por supuesto. Lo que tú quieras. Serás la esposa de un hombre famoso y rico. Nadie será capaz de decirte qué puedes y no puedes hacer. Excepto yo, por supuesto. Pues yo seré tu esposo y hay ciertas leyes sobre esas cosas.
Me sonrió y volvió a tumbarse. La cuestión del matrimonio había surgido en nuestro encuentro anterior, cuando ella había procurado tanto excitarme como nunca me habían hecho en la vida, y habíamos estado a punto de consumar nuestra relación de no ser por un infortunado accidente que me había ocurrido cuando ella jugaba con mis cosas. Entonces le había dicho que la llevaría conmigo a Inglaterra y la convertiría en una mujer elegante, y ella había parecido encantada con la idea.
Siempre que estaba con Kaikala, esas falsedades me salían con naturalidad y se me antojaban poco más que mentirillas inofensivas. No imaginaba que ella se viera realmente cruzando los mares hacia una nueva vida conmigo, y no estaba seguro de que creyera todas las cosas que yo le contaba sobre mi supuesta acomodada existencia en mi país. Suponía que era sólo un juego, algo que podían fingir dos jóvenes amantes para imaginar una vida distinta de la que llevaban.
—Pero ¿qué me dices de ti? —le pregunté—. ¿No echarás de menos a tu familia, tu hogar en Otaheite? No es probable que regresemos aquí, ¿sabes?
—Ah, no —se apresuró a decir negando con la cabeza—. No echo de menos. A mis padres no les importa de mí. Y tampoco les importa de ellos. Además, Yay-Ko, yo soy distinta.
—¿Distinta? ¿En qué sentido?
Se encogió de hombros y la observé recorrerse el escote con un dedo hasta el pecho y trazar círculos en torno al pezón con aire distraído. Quise besarlo pero, incluso después de todo lo que habíamos hecho, no me atrevía a hacerlo sin la debida invitación.
—Cuando yo niña, mi madre hablaba de los hombres que vinieron antes —explicó—. Ella con mi edad cuando estuvieron aquí.
—¿Los hombres que vinieron antes? —pregunté—. ¿Te refieres al capitán Cook y el
Endeavour
?
—Sí, ellos —confirmó—. Mi madre contaba qué amables eran, qué regalos trajeron, cómo se quedaron para hacer amor a las mujeres una vez y otra vez. —Solté un breve jadeo de sorpresa; no le avergonzaba relatar eso y la admiré por ello—. Era mi historia mejor. Le pedía que me la contara siempre. Y siempre la imaginaba en mi cabeza. Imaginaba cómo era, cómo eran esos hombres. Y pensaba que si volvían, después me llevarían con ellos. Esto es paraíso para ti, Yay-Ko. Para mí es prisión. Siempre cautiva aquí toda mi vida, sabiendo que hay algo más ahí fuera, un mundo que yo no veo. Y quiero verlo. Mis padres nunca marcharán. Nadie marcha de aquí. Nunca me enseñarán el mundo. Tanemahuta tampoco. Entonces esperé. Y entonces viniste tú.
Asentí, comprendiendo que las fantasías de la gente de todas partes tenían mucho más en común de lo que cabría imaginar, y al considerar de nuevo sus palabras, una resaltó entre ellas porque no la comprendí.
—¿Qué has dicho? —pregunté—. ¿Quién no te enseñará el mundo?
—Mis padres —dijo con una sonrisa.
—¿Y quién más?
Reflexionó sobre lo que había dicho.
—Tanemahuta —contestó—. Él tampoco.
Arqueé las cejas y me incorporé hasta sentarme, mirándola sorprendido.
—¿Quién es ése? No te he oído mencionar antes ese nombre.
—Nadie —contestó encogiéndose de hombros—. Nadie especial. Mi esposo, sólo mi esposo.
Me quedé boquiabierto.
—¿Tu esposo? ¿Estás casada? —Era una noticia nueva para mí y al punto sentí que la excitación por estar ahí desnudo junto a ella volvía a remitir.
—Casada antes —corrigió, como si fuese lo más natural del mundo—. Él murió.
—Ah —repuse algo aliviado pero no del todo feliz—. ¿Cuándo os casasteis?
—No sé —dijo, mirándome fijamente como si no entendiese mi interés—. Yo con doce años, creo.
—¿Doce? ¿Y cuántos tenía él?
—Era mayor. Nos casamos en su catorce cumpleaños.
Silbé por lo bajo y traté de imaginar que algo así ocurriera en Portsmouth. Te encerrarían por menos; lo sabía por propia experiencia.
—¿Qué le pasó? ¿Cómo murió?
—Hace un año —explicó—. Se cayó de un árbol una mañana; siempre hacía tonterías. No era chico listo. No como tú, Yay-Ko.
—¿Se cayó de un árbol?
—Y rompió el cuello.
Pensé en ello y volví a tenderme, sorprendido de que no hubiese oído hablar de él antes.
—¿Lo amabas? —pregunté.
—Pues claro —contestó—. Era mi marido. Lo amaba de mañana y de noche y a veces también de tarde —declaró. Fruncí el ceño, sospechando que no hablábamos de lo mismo—. ¿Para qué preguntas de él? —quiso saber entonces—. Él no importa. Murió. Nosotros vivos. Y tú vas a llevarme contigo en Inglaterra.
Asentí. No me hacía ilusiones de que Kaikala estuviese intacta antes de conocerme; después de todo era ella quien me había enseñado a hacer el amor, un arte en el que tristemente tenía bien poca destreza y seguía deseando aprender. ¿Y por qué debería haberme hablado de su pasado, después de todo? Yo no le había contado nada del mío, excepto un montón de mentiras descabelladas. Kaikala captó que mi humor había cambiado y se puso a horcajadas encima de mí, excitándome otra vez.