Me vi obligado a hacerlo despacio, con largas brazadas por debajo del agua para evitar que se oyese el chapoteo. Me parecía poco probable que alguien lo oyera, pero preferí excederme de cauteloso. Además, lo que me había parecido una distancia corta y superable desde la
Bounty
era otra cosa bien distinta desde el agua, y la isla se me antojó de pronto terriblemente lejana. Con resolución, sin embargo, me armé de valor y nadé como si mi vida dependiese de ello, y no sólo mis pasiones.
Cuando por fin llegué a la orilla sentí los pulmones a punto de estallar, tan agotado estaba. Me quedé ahí tendido, jadeando, y traté de masajearme los pies congelados, pero tenía las manos tan frías que apenas podía moverlas. Una parte de mí deseaba quedarse ahí tendido y dormir, pero sabía que si lo hacía corría el riesgo de que el señor Christian o Heywood me descubrieran, y acabar colgando de una soga por traidor. De manera que me puse en pie y avancé con precaución por el bosque hacia el hogar de Kaikala.
Llegué al cabo de un rato, pero cuando escudriñé entre los juncos no conseguí verla. Rodeé la cabaña y distinguí a su hermana y sus padres, los tres dormidos, pero ella no estaba. Me pareció extraño. Me senté en la arena y reflexioné. Al cabo de un momento me pregunté si no estaría esperándome en nuestro sitio de siempre, junto a la laguna. Tal vez había imaginado que yo volvería por ella (aún tenía que decidir cómo colarla a bordo de la
Bounty
y ocultarla durante el viaje de regreso) y me esperaba allí cada noche, suponiendo que yo la encontraría.
Ese pensamiento me dio nuevas fuerzas para ponerme en pie y alejarme de la pequeña aldea en dirección a la cascada. No era fácil encontrar el camino de noche y sin luna, y me equivoqué varias veces. Al final me vi obligado a detenerme cada pocos metros y calcular dónde me encontraba. El tiempo no estaba de mi parte. Tenía que encontrar el sitio, luego a ella, solazarme en su compañía, planear la huida y regresar al barco antes de que alguien descubriera mi ausencia; incluso en ese preciso momento el capitán podía estar llamándome para que le llevara té. Ya no me preocupaba el frío, sino el peligro de ser capturado.
Tras lo que me pareció mucho tiempo, por fin crucé una serie de bosquecillos que me resultaron familiares y deduje que ya estaba cerca. El corazón me dio un vuelco ante la expectativa de encontrarla allí esperándome y traté de no pensar qué haría si no era así. Empezó a llegarme el suave chapotear de la laguna y no tardé en estar muy cerca. Titubeé, escudriñando entre los árboles, deseando observar a mi enamorada unos instantes sin que ella me viera, y no quedé decepcionado, pues la vislumbré entre las ramas, tendida a orillas del lago, aguardándome.
Sonreí. El corazón me latió con fuerza. Y no me avergüenza admitir que de pronto me excité mucho. Sin embargo, preferí esperar. Sólo quería observarla un poco más. Entonces ella habló.
—Tú prometer llevarme contigo a Inglaterra —dijo, y sonreí de oreja a oreja. Era perfecta; hasta captaba mi presencia—. ¿No traicionarás? ¿Llevarme contigo para hacer conmigo una gran dama?
Abrí la boca para responder, para decirle que sí, por supuesto, que nunca la abandonaría y jamás la traicionaría. Levanté un pie, dispuesto a salir de entre los árboles y hacerla mía. Pero antes de que acertara a moverme, otra voz respondió a su pregunta:
—Por supuesto que lo haré. Te llevaré a donde quieras. Te lo prometí, y soy un hombre de palabra.
—Pi-taa —repuso Kaikala ronroneando como un gatito—. Cómo deseo ser la esposa de ti. Cuidaré tu palacio y seré buena con criados, si se portan bien. Y contigo haré amor cuatro, cinco veces al día. Siempre que quieras.
¿«Pi-taa»? Contuve el aliento y qué vi entonces sino la figura de un hombre desnudo, poco más que un adolescente en realidad, que apareció a la derecha y se tendió junto a ella. Abrí mucho los ojos y juro por Dios que jamás había sentido un dolor tan profundo en mi corazón.
Era Heywood. El perro en persona.
En ese preciso instante comprendí que había sido él quien me había seguido la otra vez, quien se había sentado a mirarnos mientras hacíamos el amor, meneándosela de paso, sin duda. Y me había convertido en un cornudo, me había robado lo que era puro, con la promesa de llevarla a Inglaterra. Yo habría cumplido, me dije; habría encontrado la manera de hacerlo. Miré alrededor. Vi una rama caída y me incliné para recogerla. Supe que no tenía más que blandirla una vez, y que los pocos sesos que tuviera el perro quedarían desparramados sobre el cuerpo de Kaikala. Y si volvía a golpear, los de ella acabarían flotando en el lago junto a los del traidor. La agarré con fuerza.
No sé si el señor Heywood o Kaikala llegaron a oír mis pasos mientras me alejaba de ellos por el bosque. Ya no me importaba que me apresaran o me creyeran un desertor. En mi vida había hecho muchas cosas y sido muchas cosas, pero había una cosa que yo no era: un asesino.
Regresé rápidamente a la playa, con el corazón destrozado, los ojos anegados y una sensación de agonía indescriptible, el dolor del amor. El espantoso dolor del amor. No sabía quién era, dónde estaba, cómo iba a sobrevivir a esa traición. Sin embargo, de algún modo conseguí llegar a la orilla, meterme en el agua, cuya gélida temperatura apenas me molestó, y llegar de nuevo a la escala de cuerda. Corrí el mayor riesgo posible, ascendiendo sin precaución alguna hasta cubierta, sin preocuparme de que me descubrieran, pero nadie me vio. Y por fin regresé a la cubierta inferior, al pasillo que llevaba al camarote del capitán y a mi litera.
Esa noche, la noticia de que los tres desertores habían sido apresados y los llevaban de vuelta a la
Bounty
se difundió como la pólvora.
El capitán estaba en su camarote, trazando un rumbo hacia las Indias Occidentales, adonde debíamos dirigirnos en breve con las plantas del árbol del pan, cuando el señor Elphinstone recorrió a grandes zancadas el pasillo e irrumpió sin llamar. Como es natural, yo me hallaba ocupado en retirar los platos de la cena del señor Bligh.
—Señor —dijo, tomándonos por sorpresa a los dos, y el capitán se volvió en redondo y se llevó una mano al pecho, sobresaltado.
—Por Dios bendito, hombre, tenga un poco de cuidado al entrar en mi camarote, ¿quiere? Me ha dado un susto de muerte.
—Discúlpeme, capitán, pero he supuesto que querría saberlo de inmediato. Los señores Fryer y Linkletter se aproximan al barco en un bote; han vuelto de la isla.
El capitán se lo quedó mirando y luego se volvió hacia mí, moviendo la cabeza en un gesto de negativa.
—Pero con qué me viene ahora, señor Elphinstone… —Exhaló un suspiro—. ¿Por qué diantre iba a interesarme que el señor Fryer esté volviendo al barco?
—Porque trae consigo a Muspratt, Churchill y Millward, señor. Los ha capturado.
Eso le dio un giro bien distinto al asunto. El capitán dejó sus cartas y salió disparado hacia cubierta. Lo seguí al mismo ritmo, porque sería un acontecimiento que valdría la pena ver y una distracción en una velada aburrida.
Habían pasado dos días desde que descubriera la traición de Kaikala, y para colmo de males con el señor Heywood. No me entraba en la cabeza cómo ella había permitido que se le acercara aquel alfeñique granujiento, pero estaba claro que Kaikala nos había utilizado a los dos. Deseaba salir de Otaheite casi tanto como los marineros anhelaban quedarse en la isla. Me sentía un idiota por haber confiado en ella: a saber cuántos otros le habrían hecho promesas parecidas a cambio de sus favores. Sin embargo, no conseguía odiarla, porque había sido mi primer amor, y el mero hecho de pensar en ella me provocaba un intenso dolor y me humedecía los ojos. En cuanto al perro, no quise enfrentarme a él por el momento. Había sido tan idiota como yo.
La cubierta de la
Bounty
estaba atestada y todos guardaron silencio mientras el capitán ocupaba su sitio en la borda para observar cómo llegaba y era izado el bote. Ni el señor Fryer ni el señor Linkletter, que llevaban algún tiempo dedicados a la búsqueda de los tres fugitivos, mostraban una expresión triunfal; de hecho, si he de ser fiel a mis recuerdos, diría que parecían más bien abatidos, pues la pena por deserción era la horca y últimamente el capitán había demostrado no estar de humor para indulgencias.
La tripulación, por su parte, observaba a sus descarriados compañeros con una mezcla de emociones: por su culpa estábamos otra vez confinados en el barco y nadie había podido solazarse con su amiguita en una semana. Aun así, formaban parte de la marinería, y los hombres admiraban el coraje que esos tres habían tenido al escapar. De manera que nadie dijo nada: nos limitamos a quedarnos allí observándolos.
—Capitán —dijo el señor Fryer, el primero que subió a bordo, quitándose el sombrero—. Los tres desertores: William Muspratt, John Millward y Charles Churchill.
El señor Bligh inspiró hondo por la nariz y asintió despacio.
—¿Dónde los ha encontrado, señor Fryer?
—En Tettahah —contestó, indicando una parte de la isla a unos ocho o diez kilómetros de distancia—. Reunidos alrededor de una hoguera.
—¿Estaban comiéndose un cochinillo robado, por casualidad?
—No, señor.
El capitán enarcó una ceja expresando cierta sorpresa.
—Bueno, eso al menos dice algo a su favor. —Y a continuación añadió dando un paso al frente—: Caballeros, levanten la cabeza. Déjenme echarles un vistazo.
Los tres obedecieron lentamente y por primera vez les vi las caras; las tenían muy sucias. John Millward, el más joven, parecía haber llorado, porque una serie de surcos y chorretones le afeaban las tersas mejillas. Charles Churchill tenía un ojo a la funerala, adornado con una variedad de tonos violáceos y verdes.
—Señor Churchill —dijo el capitán—, ¿qué le ha pasado en el ojo?
—Una disputa, señor —respondió en tono contrito—. Una tontería, por mi culpa.
—No me diga. Bueno, caballeros, les hemos descubierto. ¿Qué tienen que decir?
Ellos guardaron silencio y todos contuvimos el aliento, a la espera de que se deshicieran en excusas. Sin embargo, cuando tomaron la palabra sus voces fueron patéticas de tan débiles, de manera que no oímos más que una serie de murmullos de disculpa.
—Es un poco tarde para lamentarlo —opinó el capitán—. Supongo que conocen ustedes la pena por deserción, ¿no? —Los hombres alzaron la mirada, Millward especialmente rápido y con cara de pánico, y el capitán torció el gesto—. Ya veo que sí. Su expresión revela que no lo ignoran. Y lo sabían cuando abandonaron sus puestos tanto como lo saben ahora.
—Capitán, si me lo permite, señor… —empezó de pronto Muspratt, pero el señor Bligh negó con la cabeza.
—No, señor Muspratt, no se lo permito. No pienso escucharlo ahora. Señor Morrison —exclamó dirigiéndose al ayudante del contramaestre, que estaba a menos de un metro de allí—. Usted y el señor Linkletter llévense a estos hombres bajo cubierta y pónganles grilletes. El castigo se les impondrá mañana.
—Sí, señor —contestaron los dos al unísono, y se llevaron a los prisioneros a la cubierta inferior, dejándonos a todos con una mezcla de excitación y puro espanto ante lo que vendría.
El capitán miró a la tripulación reunida y pareció a punto de decir algo, pero cambió de opinión, negó con la cabeza y se dirigió otra vez a su camarote. El señor Christian fue tras sus pasos, seguido de cerca por mí.
—¿Qué va a hacer, señor? —preguntó el primer oficial cuando estuvimos lejos de la tripulación.
—¿Que qué voy a hacer? —replicó Bligh volviéndose en redondo, sorprendido—. ¿Le parece que está en posición de preguntarme algo así, señor Christian?
—No, señor. Sólo quería saber…
—Existen ciertas normas inexcusables, señor —interrumpió el capitán—. Artículos y disposiciones de la ley marítima a los que debemos ceñirnos. Supongo que me ha seguido usted para sugerir indulgencia, ¿no? —Y añadió con cautela—: Para con sus amigos.
El señor Christian pareció desconcertado ante esas cuatro últimas palabras y las consideró con cautela antes de hablar. Me pareció, aunque quizá me equivocara, que ante esa frase tomó la decisión de cambiar de táctica.
—No, en absoluto, capitán —replicó con firmeza—. En realidad lo he seguido para hacerle saber que contará con todo mi apoyo cualquiera que sea su decisión.
—Eso por supuesto, Fletcher —respondió el capitán sonriendo—. Yo soy el capitán. Usted, un subordinado. Claro que me apoyará si no quiere sufrir las consecuencias.
Christian tragó saliva, nervioso, y comprendí que por algún motivo, durante la estancia en la isla la dirección del viento entre esos dos hombres había cambiado. El primer oficial ya no contaba con la confianza del capitán; de hecho, el señor Bligh parecía tenerlo en la misma consideración que había tenido al señor Fryer durante la primera parte del viaje. Lo atribuí a dos cosas: en primer lugar, al hecho de que el señor Christian, mucho más que cualquier otro, se había tomado demasiadas libertades con las damas de Otaheite, una perversión que no pasaba inadvertida al capitán; y, en segundo, al papel descubierto entre las pertenencias del señor Churchill con la lista de nombres de los desertores junto al del propio señor Christian. Era llevar la cosa muy lejos desafiar a un oficial con semejante acusación, pero la sospecha estaba ahí y el señor Bligh no podía permitirse ignorarla.
—Lo veré en cubierta por la mañana, señor Christian —dijo—. Reúna a la tripulación a las ocho en punto.
El primer oficial asintió en silencio y nos dejó. El capitán me miró.
—Ocúpate de que no me molesten, ¿quieres? —pidió en voz baja—. Esta noche he de reflexionar. Debo consultar con mi conciencia y con nuestro Señor.
No dije nada, consciente de la gravedad del asunto, pero él tomó mi silencio por consentimiento y cerró la puerta.
El señor Christian no tuvo que esforzarse en convocar a la tripulación, pues todos nos levantamos temprano y nos reunimos en cubierta antes de que apareciera el capitán, que había elegido uno de sus uniformes de gala, lo que me pareció mala señal. Los marineros, la mayoría de los cuales llevaba brazaletes negros como signo de solidaridad con sus deshonrados camaradas, guardaron silencio al verlo. Parecía cansado, como si no hubiese dormido y no tuviese clara aún su decisión.
Una vez en su puesto, dirigió un gesto al señor Fryer para que condujera a cubierta a los hombres encadenados. Los dos mayores, Churchill y Muspratt, se veían asustados pero enteros, dispuestos a aceptar su destino, pero el pobre John Millward, con sus dieciocho primaveras, parecía ya medio muerto y se le doblaban las piernas. Cuando salió a la luz del día lo vi mirar despavorido a todas partes, imagino que intentando averiguar si habían dispuesto ya una soga colgando del palo mayor. El hecho de que no fuera así no pareció consolarlo, pues temblaba visiblemente y apenas pudo mirar al capitán de puro miedo.