Motín en la Bounty (30 page)

Read Motín en la Bounty Online

Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Permítame su majestad que le ofrezca esta muestra de nuestra imperecedera amistad —declaró el capitán cuando el rey se inclinó para coger un espejo del interior. Era una bonita pieza, con marco de plata y borde dorado. El rey contempló su rostro en él y no pareció impresionarle lo que vio, aunque era un hombre que había tomado por esposa y compañera de lecho a una criatura de las profundidades, de modo que no sabía gran cosa de sus gustos. Sin embargo, aceptó el presente con elegancia antes de volver a dejarlo en el cofre, que tendió a un miembro de su séquito.

—Estoy desmayado por su amabilidad —declaró con cierto aburrimiento, pero estaba a punto de descubrir que el inglés del rey tendía a existir en el reino del superlativo—. ¿Puedo atreverme a confiar en que su visita será eterna?

—Nos gustaría quedarnos unos meses, si fuese posible —contestó el capitán—. El rey Jorge y el capitán Cook han enviado muchos más regalos para complacer a su majestad; se hallan a bordo de nuestro barco, pero se los traeremos enseguida.

—Estuve tan encantado que sin palabras —comentó el rey sin disimular un bostezo—. Y mientras están aquí, ¿hay muchas cosas que hayamos ofrecido a cambio?

—Su generosidad no conoce igual —respondió el señor Bligh, y confieso que en ese punto pensé que bien podían ponerse a bailar juntos un vals, tan encantados estaban con su mutua compañía—. Y, ya que lo pregunta, hay algo que su majestad, haciendo gala de amabilidad y beneficencia, podría proporcionarnos.

—¿Lo cual será?

Y fue entonces cuando salió a la luz la cuestión de los frutos del árbol del pan.

4

Dos días después de nuestra llegada a Otaheite, el capitán me despertó una mañana temprano sin excesivas ceremonias, de un puntapié en el pecho que me desplazó de mi hamaca. Desperté de golpe y tan a punto estuve de soltar un juramento que media frase había salido de mi boca antes de poder contenerme. Tragué saliva con nerviosismo y lo miré con una mezcla de vergüenza y consternación, pero él se limitó a sonreír.

—Exprésate en lenguaje respetuoso, joven Turnstile —me advirtió, arrojándome un puñado de documentos—. Puede haber damas cerca. En fin, ¿qué haces durmiendo a estas horas?

Enarqué una ceja y lo miré, preguntándome si se estaría burlando de mí. Cierto que la mañana era radiante, pero estaba seguro de no haber dormido más de dos o tres horas, y de hecho deseaba dormir muchas más.

—Discúlpeme, capitán. —Traté de ahogar un bostezo—. ¿Hay algo que necesite de mí?

—Tu compañía, joven. Y tus brazos para llevar esos pequeños artículos. Voy a visitar Punta Venus esta mañana y he pensado que te convendría un poco de ejercicio. Te pondrás fofo en estas islas, todos los hombres lo harán, ya he visto antes cómo ocurría. Un paseo decente te sentará bien.

Fruncí el ceño y solté un enorme bostezo, algo que nunca habría hecho delante de él en nuestros puestos correspondientes bajo cubierta, y él me miró con desaprobación. Me dije que era poco posible que el capitán estuviese interesado en mi salud y que más bien ocurría que necesitaba una bestia de carga, pero no importó, porque antes de que yo atinase a pronunciar una palabra más, él había emprendido el camino hacia el este, y qué otra opción me quedaba que seguirlo y morderme la lengua. Hacía una mañana calurosa, de eso sí me acuerdo, y puesto que me había excedido con el grog la noche anterior, había tenido alucinaciones durante el sueño y aún no me sentía muy bien. Contemplé los vastos alrededores mientras alcanzaba al señor Bligh y le hice una pregunta indecorosa.

—¿Queda lejos, señor?

—¿Si queda lejos qué? —preguntó, y se volvió para mirarme como si mi presencia fuese una absoluta sorpresa para él y no algo que acababa de exigir.

—Punta Venus —repuse—. El sitio al que me lleva.

Me miró con expresión burlona y por un instante creí que se iba a echar a reír, algo que no le había visto hacer hasta entonces.

—No te estoy llevando a ningún sitio, Turnstile. Me estás acompañando, como es mi deseo. Aunque estemos en tierra, sigo siendo el capitán y tú el criado, ¿no es así?

—En efecto, señor.

—Esto es lo que sucede cuando los barcos atracan en estas islas —continuó, mirando al frente—. Lo he observado en muchas ocasiones. Todos olvidamos nuestro lugar. La disciplina disminuye. El orden natural de las cosas se subvierte. Si no hubiésemos disfrutado de un viaje tan apacible hasta aquí, confieso que semejantes cuestiones me tendrían más preocupado —declaró, y me complació que creyera que había sido un viaje apacible. Para mí, había incluido dramatismo de sobra—. Pero en respuesta a tu pregunta, Turnstile, si tanto te importa —concedió al fin—, no, no queda lejos.

—Bueno, pues me alegra oírlo, señor. Pues creo que mi salud está algo perjudicada esta mañana.

—No me sorprende. No creas que no me han llegado noticias de tus correrías. Puedes tener por seguro que tengo ojos y oídos por toda la isla.

No supe muy bien si eso era cierto o no, pues, por lo que había visto hasta el momento, los hombres se habían acostumbrado a la vida en la isla y se adaptaban de maravilla a la nueva situación. No me pareció probable que ninguno de ellos anduviese haciendo de informante o chivato. En todo caso, sospechaba que el capitán se sentía un poco solo ahora que, transitoriamente, habíamos dejado atrás los estrechos confines de la vida en la
Bounty
. Existe una gran diferencia entre poder ver a los hombres que uno tiene a su mando siempre que quiera y no poder hacerlo.

—¿Mis correrías, señor? —pregunté—. No sé a qué se refiere.

—¿Sabes que tenía dieciocho años cuando probé por primera vez el alcohol? —señaló; caminaba a tan buen ritmo que temí caerme en mis intentos de no quedarme atrás—. Y juro que ni siquiera me gustó. Por supuesto, sé que todos necesitáis un poco de tiempo libre tras el largo viaje, y prometí que lo tendríais, pero esto no puede seguir así mucho tiempo más. Tenemos un trabajo que hacer, como bien sabes. La obligación está antes que el placer. Tú no eres mucho mayor que mi propio hijo, William. De encontrarlo a él en el estado en que te he encontrado esta mañana, le habría dado una buena patada en el trasero, y él me lo habría agradecido, además.

Sospeché que no habría sido así, pero resolví guardar silencio y me limité a seguirlo a medida que ascendíamos.

—Es curioso, pero tenía más o menos tu edad la primera vez que vine a Otaheite —mencionó al cabo de un rato—. Unos años mayor, pero no muchos.

Asentí con la cabeza y consideré lo que había dicho. Sin duda, el capitán era un caballero de edad avanzada, como le había oído decir en aquella ocasión, de treinta y tres o treinta y cuatro por lo menos, lo que significaba que hacía más de una década que no ponía el pie en esas orillas.

—¿Con el capitán Cook, señor?

—Sí, con él —respondió con tristeza.

Titubeé antes de volver a hablar; había algo que me rondaba la cabeza desde nuestra llegada a la isla, pero no sabía muy bien cómo expresarlo.

—Señor —dije al fin—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, Turnstile —contestó riendo—. Vaya, parece que te aterrorice preguntarme algo. ¿Tanto miedo me tienes?

—No. Es sólo que podría creerme un bribón por preguntarlo y no me entusiasma la idea de recibir una tanda de latigazos.

Pretendía que sonase a broma, pero en cuanto las palabras salieron de mis labios comprendí que no había hecho bien en decirlas. Quizá no fueron las palabras en sí, sino el tono, porque el capitán se volvió y su alegre semblante de antes se había ensombrecido, como había visto ocurrir en otras ocasiones.

—¿Una tanda de latigazos? —preguntó—. ¿Es eso lo que piensas de mí tras casi un año trabajando a mi lado? ¿Que azotaría a un niño por una pregunta poco afortunada?

—No, señor, no me refería a eso —me apresuré a contestar, tratando de arreglar mi metedura de pata, pues, aunque estaba cansado y me habría venido bien quedarme durmiendo, me gustaba estar en compañía del capitán y apreciaba que tuviera buena opinión de mí. Nunca había disfrutado de la ventaja de contar con un padre, pues el señor Lewis había sido lo más cercano a ello y bien pocos consejos tenía para ofrecer, pero el capitán desempeñaba cada vez más ese papel en mi vida—. Me ha entendido mal.

—Y que lo creas precisamente tú —espetó con tono de reproche—. ¿Cuántas tandas de latigazos me has visto administrar desde que partimos de Portsmouth?

—Sólo una, señor.

—Sólo una, señor —repitió con expresión furibunda—. ¿Y eres consciente de que eso, en sí, constituye una especie de récord en la armada británica? Creo que el número menor de tandas de latigazos a bordo de un barco que haya recorrido la misma distancia que nosotros es de diecisiete. ¡Diecisiete, Turnstile! Y yo he administrado una, e incluso ésa habría preferido evitarla. El nuestro es un expediente disciplinario insuperable, y creía haber demostrado que toda la tripulación podía considerarme un amigo.

Después de eso se instaló un denso silencio entre nosotros. Advertí que el capitán se debatía entre la rabia y los sentimientos heridos, y fui consciente de que si me precipitaba en decir algo, no haría sino provocar más dramatismo por su parte, de modo que esperé un rato antes de pedirle disculpas.

—Antes me he explicado mal —aseguré con el tono más arrepentido de que fui capaz—. No pretendía ofenderlo.

—Entonces quizá deberías aprender a pensar antes de hablar —espetó sin mirarme. Juro que me sentí como si fuésemos una vieja pareja de casados, perdidos entre las pasiones gemelas del amor y el resentimiento.

—Sí, es cierto —admití—. Lo ignoraba casi todo de la vida en el mar antes de embarcar en la
Bounty
, pero sí sé por los marineros que conocí en Portsmouth que los azotes y los golpes son la norma en otros barcos, no la excepción como han sido en el nuestro.

—Así es —convino, aplacado por fin—. Me pregunto si los demás son conscientes de eso. No me parece que sientan gratitud alguna, aunque tampoco la espero. Un capitán no puede esperar nunca el afecto de sus subordinados, pero sí he tratado de fomentar una atmósfera armoniosa a bordo. Me he empeñado en ello día y noche. Pero tenías una pregunta que hacerme, Turnstile, antes de esta penosa digresión.

—Sí, señor. Sólo me intrigaba por qué le dijo al rey de la isla que el capitán Cook le mandaba saludos y que estaba vivo y llevaba una existencia relajada en Londres, cuando usted más que nadie sabe que está…

—¿Muerto? Por supuesto que lo sé, muchacho; ¿no estaba acaso con él en tan terrible momento? —Exhaló un suspiro y sacudió la cabeza—. Quizá me consideras un mentiroso, pero la cosa es más complicada de lo que imaginas. Tynah y el capitán Cook forjaron una buena amistad en la última ocasión que los ingleses visitaron estas islas, una cordialidad que nos facilitó cuanto necesitábamos en aquel viaje y permitió que nuestra misión finalizase con éxito. Me pareció que si sabía que al capitán Cook lo habían matado en otra isla, nuestra relación podía resentirse, pues acaso consideraría que yo recelaba de él. Tal vez supondría que habíamos venido para vengar la pérdida y estimaría que le interesaba atacar a él primero. Y por nuestra parte probablemente fracasaríamos a la hora de conseguir el fruto del árbol del pan, que es la razón de que estemos aquí entre estos salvajes. Son negociaciones delicadas, muchacho, y he de tratar con cautela a nuestros anfitriones si pretendo tener éxito.

Confieso que me sorprendió su uso de la palabra «salvajes»; pensaba que sentía mayor respeto por los isleños. Aunque bien es cierto que no la dijo con intención de insultar, sino más bien con el desdén natural hacia otras formas de vida que sólo puede sentir un caballero inglés.

—Ah —dijo entonces, deteniéndose para observar un claro que teníamos delante y que daba paso a un risco con vistas al valle—. Ven por aquí, Turnstile; quiero enseñarte una cosa, si estoy donde creo estar. Me parece que lo encontrarás bastante interesante.

Lo seguí con cuidado, pues el terreno se volvía inseguro bajo nuestros pies y un paso en falso podría haber significado un desgraciado resbalón que me habría precipitado hacia el valle, pero al cabo de unos instantes nos hallábamos junto a una serie de árboles altos y verdes que parecían llevar allí desde los albores de los tiempos. Me pregunté por qué me habría llevado hasta ese lugar y lo observé examinar la corteza de cada árbol. Fue de uno a otro, tocándolos y entrecerrando los ojos para mirarlos, y por fin pareció encontrar lo que fuera que buscaba, pues una sonrisa le iluminó el rostro y me indicó que me acercara.

—Aquí. —Señaló algo grabado en la madera—. Léelo.

Agucé la vista, acercándome más. Era difícil distinguir la letra, pero un examen más minucioso reveló las palabras: «Wm Bligh, c/Cook, abril 1769».

—Es usted, señor —anuncié perplejo, y me volví hacia él.

—Así es —contestó, encantado—. Subí aquí con el capitán una mañana para contemplar el valle y me permitió grabar mi nombre en el árbol. Cuando lo hacía, dijo que algún día yo mismo sería un capitán, quizá un gran capitán, y que cuando lo fuera volvería aquí alguna vez por encargo del rey.

Me quedé pasmado al pensar que estaba de pie en el sitio preciso en que lo había estado una vez el capitán Cook, y tendí una mano para tocar la corteza. Si mis hermanos del establecimiento del señor Lewis hubiesen podido verme en ese momento, se habrían puesto verdes de envidia.

—Debemos proseguir, muchacho —dijo poco después el capitán—. Hay mucho que ver en Punta Venus. Pero me pareció que esto podía interesarte.

—Así es, señor. Me pregunto… —Titubeé, sin saber muy bien si debía atreverme a proseguir.

—¿Qué te preguntas, Turnstile?

—Si algún día yo también seré un gran capitán —repuse casi avergonzado, como si la idea misma me sonara escandalosa incluso a mí. Su respuesta, sin embargo, me impresionó y decepcionó a un tiempo, pues se echó a reír de una manera ofensiva para mí.

—¿Tú, Turnstile? —exclamó—. ¡Pero si no eres más que un chaval, y un criado!

—Algún día creceré —protesté.

—La capitanía de la flota de Su Majestad es para… ¿cómo expresarlo…? Bueno, para los que proceden de buena familia, y para quienes cuentan con una educación refinada. Aquellos cuyas personalidades son de mayor calibre que las de los hombres salidos de la calle. Si Inglaterra ha de continuar siendo una gran potencia, esas tradiciones deben conservarse.

Other books

The Iron Chain by DeFelice, Jim
After The Dance by Lori D. Johnson
The Anatomy Lesson by Nina Siegal
Happy Ever After by Janey Louise Jones
Suckers by Z. Rider
River Of Life (Book 3) by Paul Drewitz