Motín en la Bounty (36 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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—¿Yay-Ko todavía contento? —preguntó.

—Oh, sí —me apresuré a responder—. Muy feliz, gracias.

—¿Yay-Ko no abandonará a Kaikala cuando marchar?

—Jamás —prometí—. Si tengo que elegir, me quedaré en la isla contigo.

Esa respuesta no pareció gustarle.

—Pero yo no quiero en la isla —insistió—. Quiero marchar.

—Y lo harás —aseguré—. Cuando yo me vaya.

—¿Cuándo?

—Pronto —prometí—. Nuestro trabajo no tardará en concluir y nos marcharemos. Entonces te llevaré conmigo.

Eso pareció satisfacerla y se inclinó para besarme. Rodé por la hierba con ella y al cabo de un instante volvía a estar encima, haciéndole el amor, ajeno a cualquier cosa que no fuera el acto que estábamos realizando y el placer que ella me daba. O casi ajeno, vamos. Pues en un momento especialmente desafortunado me encontré con que me distraía el sonido de una ramita al partirse allí cerca. Me detuve en mis movimientos y miré alrededor.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Qué? —preguntó ella mirando a su vez—. No pares, Yay-Ko, por favor.

Vacilé, convencido por un instante de que había alguien ahí cerca, entre los matorrales, observando nuestro juego, pero el bosque había vuelto a sus sonidos de siempre y meneé la cabeza, convencido de que eran tonterías mías.

—No importa —dije, y la besé—. Debo de haberlo imaginado.

Una hora después, emergí de la cascada a la que había ido a lavarme antes de separarnos. Cuando me acercaba a ella, empapado y apartándome el pelo de los ojos, me hizo sentir incómodo que ella observara mi desnudez, pese a todo lo que habíamos hecho.

—No mires —le pedí, tapándome.

—¿Por qué no?

—Me da vergüenza.

—¿Y qué es? —preguntó frunciendo el entrecejo; era una palabra que ninguno de los nativos conocía.

—No importa —dije, poniéndome los pantalones y luego la camisa por la cabeza—. Ahora he de irme, Kaikala. El capitán no tardará en echarme de menos y más vale no hacerlo esperar.

Se incorporó y me besó una última vez, y mis manos se deslizaron por su espalda hasta el trasero, que le pellizqué alegremente. Por supuesto, volví a excitarme, pero no había tiempo para satisfacer mi deseo, pues mi vida no valdría nada si el capitán no me encontraba cuando me necesitara. Por fin nos despedimos, convinimos en vernos otra vez la tarde siguiente y me volví por donde había llegado, entre los árboles, vislumbrando su hermosa silueta a medida que me alejaba de aquel escondite nuestro.

Mientras andaba con una sonrisa de satisfacción en el rostro, bajé la vista y advertí las huellas de mis botas que aplastaban la hierba y señalaban el lugar que acababa de abandonar, donde Kaikala y yo hacíamos el amor todos los días. Fruncí el ceño al comprender que cualquiera que se acercase a ese sitio podía seguirlas y descubrirnos. Resolví ser más cauteloso en el futuro.

A veces soy un poco tonto.

Transcurrieron varios minutos antes de que me detuviera en seco, ruborizado de vergüenza, rabia y sospecha. Bajé la vista una vez más. Yo nunca me ponía las botas cuando iba a reunirme con Kaikala. Iba descalzo.

Aquellas huellas no eran mías.

11

Un muchacho es capaz de hacer cosas bien raras por amor, y reconozco que es así al llegar a una parte de mi relato que me resulta doloroso exponer y humillante recordar.

En la isla había muchas costumbres con las que nosotros, como ingleses, no estábamos familiarizados, pero una en particular se había vuelto una especie de moda pasajera entre los marineros: el arte del tatuaje. Fue el capitán Cook, en su primera visita a las islas del Pacífico en el
Endeavour
, cuya tripulación incluía a un joven William Bligh, quien permitió por primera vez que la tripulación imitara las tradiciones de los pobladores al adornar sus cuerpos con coloridas marcas que permanecían indelebles para siempre. Cuando regresaron a Inglaterra y exhibieron esos símbolos de la experiencia, se dijo que buen número de damas fueron presas de desvanecimientos, pero en los últimos diez o quince años se había vuelto más y más común que un lobo de mar considerase un signo de honor permitir que lo tatuaran. Había visto muchos de esos dibujos en los brazos y torsos de los marineros en Portsmouth. Unos era diseños pequeños y cuidadosos; otros, brillantes y de vivos colores, como si las imágenes pudiesen cobrar vida y bailar una giga.

Kaikala me lo sugirió una tarde mientras nadábamos en nuestra laguna privada. Desde el incidente en que me pareció que nos espiaban mientras hacíamos el amor, me había vuelto más cauteloso. No era que formar alianzas con las nativas transgrediese ninguna norma; bien al contrario, se consideraba normal. Pero no me complacía la idea de que otro me observara mientras me hallaba dedicado a tan descarado asunto, y de haber descubierto quién nos había visto ese día, le habría dado un buen mamporro.

Había emergido de mi zambullida y corría a toda velocidad en torno a la laguna, para quemar mi exceso de energía y secarme a un tiempo, cuando advertí que Kaikala me miraba y reía. Aflojé el paso hasta detenerme, desanimado al instante creyendo que se burlaba de mi desnudez, pero cuando exigí una explicación para su arrebato, se limitó a encogerse de hombros y decirme que era blanco hasta lo imposible.

—Bueno, soy un hombre blanco —expuse—. ¿Qué esperabas?

—Pero demasiado blanco —insistió—. Yay-Ko parece un fantasma.

Puse mala cara. Era cierto que cuando había abandonado Portsmouth más de un año atrás era un individuo bastante pálido, pero sin duda, por lo que a mí concernía, había cambiado para mejor en el transcurso de ese tiempo. Para empezar, era un año y tres meses más viejo, y eso se notaba en el tamaño del cuerpo, en mi postura y mi cutis, en lo rubicundo de mis mejillas, en la longitud de mi pito y en mi fuerza masculina. Y en cuanto al color, bueno, pues el sol de Otaheite me había dotado, a mis ojos al menos, de un atractivo tono dorado.

—¿Cómo puedes decir eso? —repuse—. Nunca he estado tan bronceado.

—¿Son todos los ingleses demasiado blancos? —quiso saber.

—Tengo un bonito tostado —protesté—. Pero sí, lo son.

—Nunca casarte conmigo con esa piel tan blanca —declaró, y bajó la vista para contemplar su propio cuerpo con tristeza. Seguí su mirada y me acerqué a ella para acariciarle el hombro.

—¿Por qué? —quise saber—. Pensaba que estábamos de acuerdo.

—¿No ver a los hombres de aquí? Ya sabes qué hacer.

Exhalé un suspiro. Llevaba un tiempo pensando que aquello se acercaba y no lo estaba deseando. Muchos miembros de la tripulación se habían sometido ya al proceso de tatuado. El perro, Heywood, había sido para mi sorpresa de los primeros en hacerlo, plantándose en el muslo derecho la insignia de tres piernas de la isla de Man, de donde procedía. (No me sorprendió en absoluto que se oyeran sus gritos en toda la isla y probablemente desde Inglaterra cuando le aplicaban el adorno). Otros habían seguido su ejemplo para mejorarlo. James Morrison llevaba la fecha de nuestra llegada a Otaheite estampada en el antebrazo. Hasta el señor Christian se había sometido al proceso y tenía un curioso dibujo en la espalda, una criatura que no me resultaba familiar, con los brazos extendidos y mirando al observador como si deseara comérselo vivo, y recientemente se había añadido diseños nativos en los brazos, los hombros y el torso, de forma que parecía estar convirtiéndose más en un nativo que en un inglés.

—Antes de casarse —me informó Kaikala—, un hombre tatuarse.

—Bueno, quizá uno pequeño —sugerí, pues nunca he tolerado bien el dolor—. Una pequeña bandera en el hombro.

—No, no —repuso ella riendo—. Un hombre no puede casarse sin adornos adecuados. Tatuaje protege de los espíritus malignos sellando lo sagrado en el interior del hombre.

Lo medité un poco y negué con la cabeza.

—Oh, no. Por nada del mundo. —Sabía exactamente a qué se refería, porque sólo unas semanas atrás había visto someterse al proceso a un muchacho de la isla que se preparaba para casarse. He aquí en qué consistía: las nalgas se tatuaban por completo de un tono casi negro. El joven permaneció tendido medio día en un bloque y permitió que dos artistas completaran el trabajo, uno trabajando en la izquierda y otro en la derecha, y pese a lo doloroso que parecía no soltó un solo grito durante todo el proceso. Lo admiré por ello, pero cuando se incorporó para que todos lo vieran, hombres y mujeres por igual, se me antojó ridículo, con su piel recién oscurecida. También oí decir que no pudo sentarse durante casi dos semanas; de hecho, todavía parecía caminar con cierta dificultad.

—Lo siento, Kaikala —dije—, pero no puedo hacer una cosa así. Aunque soportara el dolor, que no es el caso, no quiero pasarme el resto de mi vida con el trasero pintado. No lo aguantaría. Me daría vergüenza.

Pareció abatida, pero algo en mi tono o mi forma de expresarlo le reveló que hablaba en serio, pues se limitó a asentir y pareció aceptar mi negativa.

—Entonces uno pequeño —sugirió, recurriendo a mi anterior oferta y, de mala gana, asentí; si tenía que hacerse, se haría. Después de todo, quería complacerla.

Y así, al cabo de dos días fui llevado ante el tío de Kaikala, que era un maestro en tatuajes, y le expliqué qué quería y dónde. Había llevado conmigo un palo grueso para poder morder algo mientras se creaba la obra de arte. No le había contado a nadie qué diseño había elegido, ni siquiera a Kaikala, y me negué a que estuviera presente mientras se hacía. En mi insensatez, oh Virgen santísima, en la inocente insensatez de mis quince años, creía haber dado con algo que me aseguraría su corazón para siempre. Cuando le expliqué lo que quería, el nativo se me quedó mirando como si estuviera chiflado, pero al ver que yo insistía, se limitó a encogerse de hombros y a decirme que me desnudara. Cogió entonces las vasijas de tinta y los huesos de animal, que eran las herramientas de su oficio, y se dispuso a crear su siguiente obra maestra.

Era ya última hora de la tarde cuando volví al campamento y desde cierta distancia oí al capitán Bligh gritar mi nombre. Por su tono, era evidente que llevaba un rato llamándome, así que traté de obligar a mis piernas a avanzar más rápido, pero padecía un dolor tan atroz que se me hacía difícil moverme. Tenía la frente empapada en sudor y la camisa pegada a la espalda. Me alegraba al menos de que estuviera anocheciendo, porque la brisa fresca aliviaba mis padecimientos.

—Turnstile —dijo el capitán cuando entré en su cabaña—. ¿Dónde diantre te habías metido, muchacho? ¿No has oído que te llamaba?

—Le ruego me disculpe, eminencia —repuse, contemplando las caras de todos los oficiales (los señores Christian, Fryer, Elphinstone y Heywood), que se hallaban en torno a la mesa con semblantes serios—. Estaba en otra parte y he perdido la noción del tiempo.

—Con su chica, seguro —intervino el señor Christian—. ¿No se ha enterado, capitán, de que el joven Tunante ya no es inocente?

Miré furioso al primer oficial y luego al capitán, ruborizándome, pues no quería que esas cuestiones privadas se discutieran en su presencia. Hay que decir en su favor que pareció avergonzado a su vez y negó con la cabeza.

—Eso no me interesa, Fletcher —replicó con desdén—. Turnstile, té, por favor, cuanto antes. Todos lo necesitamos.

Asentí y me dirigí al fuego para hervir el agua. Mi mirada se cruzó con la de Heywood; esbozaba una mueca de desagrado y supe que no le había gustado el intento del señor Christian de burlarse de mí. Quizá, me dije, estaba al corriente de quién era mi amada y, sabedor de que era la criatura más hermosa de la isla, la quería para sí. Dejé la tetera sobre las llamas y fui en busca de las tazas con cuidado de no empeorar mis dolores.

—Turnstile —dijo el capitán, interrumpiendo su conversación para mirarme—. ¿Te encuentras bien, muchacho?

—Voy tirando, capitán. Voy tirando.

—Pareces moverte con cierta dificultad.

—¿De veras? Estaría sentado en una mala postura y las piernas se me han agarrotado.

Frunció el ceño, negó con la cabeza como para desechar aquella tontería y volvió a mirar a los oficiales.

—Bueno, entonces será mañana por la mañana. ¿En torno a las once?

—A las once, pues —musitaron algunos, y no pude evitar advertir el aire de consternación que los envolvía.

El señor Fryer se dio cuenta de mi curiosidad y se volvió hacia mí.

—No te habrás enterado de la noticia, Turnstile, imagino, si estabas ausente ocupándote de… otros asuntos.

—¿La noticia, señor? ¿Qué noticia?

—El cirujano Huggan —explicó—. Esta tarde ha encontrado la salvación.

Me lo quedé mirando y traté de entender a qué se refería.

—¿La salvación? ¿Tenía problemas?

—El señor Fryer quiere decir que nos ha dejado —intervino el señor Elphinstone, lo cual todavía entendí menos, pues difícilmente podía concebir que hubiese llegado otro barco a Otaheite sólo para llevarse al borrachín de nuestro cirujano.

—Que ha muerto, Tunante —espetó el señor Christian—. El cirujano Huggan se nos ha ido. Lo enterraremos por la mañana.

—Oh —repuse—. Lamento oírlo, señor. —Lo cierto es que me importaba bien poco, puesto que en todo el tiempo que conocía a ese hombre apenas había intercambiado unas palabras con él. Estaba permanentemente ebrio; era tan obeso y tenía tales costumbres que sentarse a su lado equivalía a correr un inminente peligro de asfixia.

—Sí, bueno, parece que no te habría venido nada mal un cirujano, Turnstile —dijo el capitán, alzando la voz en tanto se levantaba y se acercaba a mí—. No sé qué te pasa, muchacho, que caminas de la forma más curiosa y sudas como un caballo.

—No es nada, señor… ¡oh! —Al tratar de apartarme de él me moví demasiado rápido y el dolor en mis zonas bajas fue tan agudo que me llevé ambas manos al trasero para aliviarlo.

—¿Te han tatuado, Tunante? —quiso saber el señor Elphinstone con cierta diversión en la voz.

—No —contesté—. Bueno, sí. Pero nada de importancia, sólo…

—Dios santo. Ya imagino qué se ha hecho —intervino el señor Christian, levantándose y sonriendo—. Cree que va a casarse con su fulana y se ha tatuado el trasero de negro para ella.

Si ya antes no quería seguir con aquella burla, la mención de que Kaikala era una fulana fue demasiado y sentí enormes deseos de desafiarlo y exigir satisfacción, pero decidí guardar silencio.

—Déjanos verlo, Turnstile. Pasarás semanas sin poder sentarte si tengo razón.

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