Cualquiera que me conociera de niño habría confirmado sin vacilar que dormir era una de mis principales aficiones. Ni siquiera la relativa incomodidad de una litera a ras del suelo en el exterior del camarote del capitán suponía un obstáculo en este aspecto, pero había descubierto que, desde que nos hiciéramos a la mar, mis sueños se habían vuelto mucho más vívidos de lo que eran cuando compartía el lecho con mis hermanos en el establecimiento del señor Lewis. No sabía si se debía al bamboleo del barco o a los efectos del infame mejunje que el señor Hall tenía el optimismo de llamar comida, pero mis ensueños estaban llenos de misteriosas criaturas y tierras extrañas, poblados de hermosas doncellas que me hacían señas desde sus cámaras y repletos de aventuras que me enardecían casi todas las noches. Esos sueños ya no me asustaban como al principio; de hecho, me había acostumbrado tanto a ellos que ese amanecer en concreto no me impresioné cuando abrí los ojos a la tenue luz y vi a una colorida bestia inclinada sobre mí, mostrando los dientes y con los ojos desorbitados, señalando con un dedo directamente hacia mi corazón, al tiempo que siseaba una y otra vez una palabra en tono venenoso.
—Renacuajo —decía la criatura, susurrando las sílabas con voz profunda y agresiva, repitiéndolo sin cesar—: Renacuajo, renacuajo, asqueroso renacuajo.
Contemplé la visión durante unos segundos, parpadeando enérgicamente, y me pregunté por qué no despertaba de ese sueño tan curioso —pues sin duda había de tratarse de un sueño— para volver a la relativa banalidad de mi hogar a bordo. Al cabo de unos instantes, como fuera que la imagen no se disolvía, me llevé una mano a la cara y retrocedí un poco en la litera mientras volvía a la conciencia para apartarme de la espantosa criatura. Con horror creciente comprendí que no se trataba de trance alguno, ni de una invención por haberme dormido poco después de tomar ron con queso, sino de la vida real. Mi propia vida real. La criatura que se alzaba ante mí era de carne y hueso, pero iba enmascarada y pintada. Solté un jadeo de sorpresa y consideré si sería sensato levantarme de un salto de la litera y echar a correr lo más rápido posible, cruzar el gran camarote y subir a cubierta, donde sin duda los hombres acudirían en mi defensa, vista mi nueva posición heroica. Sin embargo, antes de que atinase a hacerlo, un grupo de figuras con similares atuendos emergió por detrás de la criatura y cada una de ellas profirió a su vez aquel horrible siseo como en un eco de la voz de su señor.
—Renacuajo —repitieron una y otra vez—. Renacuajo, renacuajo, asqueroso renacuajo.
—¿Qué es esto? —exclamé, perdido en algún lugar entre el miedo y la incredulidad, pues ahora que mis ojos se habían abierto del todo veía que la criatura y sus cinco esclavos no eran bestias míticas salidas de las profundidades para atormentarme, sino los guardiamarinas, con extravagantes atuendos que vete a saber dónde habían encontrado, los rostros pintados, y con poses de actores en una farsa—. ¿Qué queréis de mí? —quise saber, pero antes de que acertase a pronunciar otra palabra, dos de los esclavos, a quienes reconocí bajo la pintura como el guardiamarina Isaac Martin y el ayudante del carpintero Thomas McIntosh, cayeron sobre mí.
Me levantaron entre los dos; cada uno me agarraba por una axila y una pierna, y me izaron en el aire ante los vítores de los demás. Su líder, el tonelero Henry Hilbrant, guió la procesión a través del gran camarote hacia las escaleras que conducían a cubierta.
—¡Bajadme! —grité, debatiéndome entre la rebeldía y la desesperación, pero mi voz se perdió dentro de mí, tan atónito estaba ante aquel inesperado giro de los acontecimientos.
No sabía qué propósito podrían abrigar. Los hombres que me llevaban estaban entre aquellos con quienes había formado agradables alianzas en las semanas anteriores; nunca habían mostrado indicio alguno de ir a asaltarme. No se me ocurría ningún insulto que proferirles; sus razones para arrancarme de mi sueño, por no mencionar la naturaleza de sus curiosas vestimentas, no tenían sentido para mí. Una parte de mí tenía miedo, pero confieso que sentía también un atisbo de desconcierto, y me preguntaba adónde me llevaban y con qué propósito.
Estaba amaneciendo cuando salimos a cubierta; los hombres allí reunidos aparecían bañados por la brumosa y amarillenta luz de la alborada. Una fina llovizna caía sobre nuestras cabezas. Para mi sorpresa, la dotación entera de la
Bounty
parecía estar esperándome, a excepción del capitán y la mayoría de los oficiales —los señores Fryer, Christian y Elphinstone estaban ausentes—, pero sí vi a mi Némesis, el señor Heywood, de pie un poco aparte de los hombres, observando los sucesos desde cierta distancia y sonriendo, como si se muriera de ganas de disfrutar de los placeres de lo que había de suceder, lo cual me dejó bien claro que no iba precisamente a recibir felicitaciones por aquella anterior secuencia de acontecimientos. Sin embargo, sólo le eché un breve vistazo, pues la imagen que se me ofreció en la dirección opuesta bastó para atraer mi mirada y dejarme sin aliento.
En el pasado había advertido que siempre que el capitán Bligh reunía a los hombres en cubierta para dirigirse a ellos, arrastraban los pies y se daban empujones para hacerse con los mejores sitios, cambiaban inquietos el peso de uno a otro pie durante el discurso y no formaban filas propiamente dichas ni guardaban orden alguno, un hecho que no parecía preocupar a nuestro comandante. Esa mañana, sin embargo, los tripulantes no hacían gala de desorden o indisciplina, sino que formaban pulcras filas de a cinco en fondo y una media docena a lo ancho. Cuando los que me llevaban me dejaron en el suelo, me asieron con fuerza de los hombros para impedir que huyera como alma que lleva el diablo. Confieso que la firmeza de sus toscas manos en mi persona empezó a inquietar mi joven corazón y deseé escapar de cualquiera que fuese el espantoso suceso que estaba a punto de ocurrir.
Pero ¿cuál era el aspecto más aterrador de toda esa escena? ¿Era acaso el hecho de que me hubiesen arrancado sin previo aviso de mi sueño, o las extrañas ropas que llevaban, o su presencia en cubierta cuando algunos deberían haber estado echándose un sueñecito en sus literas y otros ocupándose de la guardia? No, no era nada de eso. Era el silencio. Ningún hombre hablaba y lo único que se oía era el fragor de las olas contra el casco en nuestro lento avance a través de las aguas.
—¿Qué es todo esto? —pregunté tratando de parecer campechano, como si nada de aquello me importase un ápice y yo mismo hubiese elegido aparecer en cubierta en ese momento preciso de esa mañana precisa y de esa manera precisa—. ¿Qué está pasando aquí?
Al instante, las filas se abrieron para revelar una silla primorosamente pintada de un amarillo vivo y colocada en la cubierta de proa. John Williams, otro guardiamarina, que con frecuencia conversaba con el señor Christian y su tiralevitas Heywood, estaba sentado en la silla, con el rostro pintado de rojo y una corona en la frente. Levantó un dedo y me señaló.
—¿Es éste el renacuajo? —exclamó con una resonante voz impostada para la parodia—. ¿Es éste el asqueroso renacuajo?
—Es él, su majestad —respondieron los dos marineros que me sujetaban—. John Jacob Turnstile.
«¿Su majestad?», me dije, preguntándome qué juego sería ése, pues si John Williams era de la realeza, yo era un lagarto cubierto de escamas.
—Traédmelo —ordenó Williams.
Me habría encantado quedarme donde estaba, con los pies anclados en cubierta, pero mis dos guardianes me empujaron y los hombres avanzaron en círculo en torno a mí hasta que estuve ante aquel fantoche. Los marineros me vigilaban y en sus ojos encendidos reconocí una mezcla de violencia, lujuria y el demonio en persona.
—John Jacob Turnstile —dijo entonces—. ¿Sabes por qué se te ha traído ante el tribunal del rey Neptuno?
Me lo quedé mirando y no supe si debía reírme en su jeta o dejarme caer de rodillas e implorar clemencia.
—¿El rey Neptuno? —pregunté—. ¿Y ése quién diantre se supone que es? —Traté de que mi voz no revelara temor, pero hasta yo mismo me di cuenta de que no había conseguido disimularlo y me maldije por mi cobardía.
—Tienes ante ti al rey Neptuno —declaró uno de los marineros que me rodeaban. Fruncí el ceño y negué con la cabeza—. ¡Tiembla en su presencia, asqueroso renacuajo, tiembla!
—Qué va a serlo —repuse—. Ése es John Williams, el que se ocupa de la cangreja mayor.
—¡Silencio! —exclamó éste—. Contesta a la pregunta que se te ha hecho. ¿Sabes por qué se te ha traído ante este tribunal?
—No —contesté negando con la cabeza—. Si esto es un juego, nadie me ha explicado las reglas, de manera que…
—Se te acusa de ser un renacuajo —interrumpió Williams—. Un asqueroso renacuajo. ¿Qué dices a eso?
Lo consideré y miré alrededor, deseando poder volver abajo, al consuelo y la seguridad de mi litera, pero las expresiones de los hombres bastaron para hacerme pensar que cualquier intento de echar a correr por mi parte no iba a acabar sino en llanto.
—No sé qué es eso —reconocí por fin—. De manera que no creo que pueda serlo.
Williams extendió los brazos y miró a los hombres.
—Esta mañana hemos cruzado al fin esa magnífica línea central que divide el globo en dos —anunció con voz estentórea y teatral—, la que separa el norte del sur, un hemisferio de otro, esa marca a la que llamamos el Gran Ecuador, y una vez hecho eso, el rey Neptuno exige su sacrificio. Un renacuajo. Una persona que nunca haya atravesado el cinturón ecuatorial.
Abrí la boca, pero no logré articular palabra alguna. Empecé a recordar historias oídas sobre los rituales que se llevaban a cabo cuando los barcos cruzaban el Ecuador, las cosas que se les hacía a marineros novatos que nunca habían cruzado esa línea, pero no conseguí acordarme de los detalles exactos. Sabía, sin embargo, que no era nada bueno.
—Por favor —rogué—, tengo que ocuparme del desayuno del capitán dentro de poco. ¿No puedo volver a…?
—¡Silencio, renacuajo! —exigió el rey Neptuno, y di un brinco de sorpresa—. Criados —dijo entonces mirando a los hombres que me flanqueaban—. Exhibid al renacuajo.
Me soltaron entonces un instante, pero al hacerlo uno de ellos se puso detrás de mí y me sujetó mientras me arrancaban la camisa del cuerpo. Los marineros prorrumpieron en grandes vítores y les grité que me dejaran en paz, pero en ese punto me toquetearon más manos, y por más que pataleé y forcejeé, me quitaron también los pantalones, y luego la ropa interior, y en unos sombríos instantes me encontré ahí, en el centro de la cubierta, desnudo como el día en que nací, sin otra cosa que las manos para proteger mi pudor. Alcé la vista justo cuando el sol asomaba por detrás de una nube y su brillo me deslumbró un momento. Debido a eso y al temor por hallarme allí con mi intimidad expuesta, por no mencionar la aprensión ante lo que ocurriría después, me sentí mareado, sin fuerzas, y mi mente regresó a momentos del pasado que había tratado de olvidar. Momentos en que mi humillación había sido igualmente brutal.
… es un chico muy apuesto señor Lewis pero que muy apuesto y de dónde eres mi guapo amiguito de Portsmouth quizá conocerás a un amigo mío en particular un muchacho que juraría que no es mayor que tú de nombre George Masters conoces a George no es así qué extraordinario tenía la impresión de que a los muchachos como tú me refiero a muchachos tan apuestos os agrada vuestra mutua compañía no es así…
—Hemos recibido informes sobre tus crímenes, el principal de los cuales es haberte hecho pasar por irlandés —continuó el rey, y sacudí la cabeza para concentrarme en sus palabras, mirándolo presa del asombro.
—Yo nunca he hecho eso —repuse, horrorizado ante la sugerencia—. Ni siquiera sabría cómo. El único irlandés que he conocido nació y se crió en Skibbereen, y lo colgaron por ladrón en el Muelle de las Ejecuciones.
—Hombres, ¿cómo declaráis al renacuajo? —exclamó el rey, y en torno a mí todos gritaron al unísono «¡Culpable!». Él esbozó entonces una sonrisa fiera y añadió—: La pena por hacerse pasar por irlandés es comerse una manzana irlandesa.
Asentí despacio. Si la humillación consistía en plantarme desnudo ante la tripulación del barco y comerme una pieza de fruta, pues muy bien; me dije que había padecido peores indignidades en mi vida, desde luego que sí, y que sin duda ésa no sería la última. Vi que el señor Heywood daba un paso al frente con algo que supuse la manzana. Cualquier cosa me esperaba de ese asno. Tal vez se la habría frotado contra sus vergüenzas, con la poca dignidad que tenía el muy perro. Cuando me la tendió, sin embargo, la miré asombrado, pues no era manzana en absoluto, ni irlandesa ni de otra clase.
—Pero si es una cebolla —objeté, alzando la vista.
—¡Cómetela, renacuajo! —exclamó el rey, y negué con la cabeza, pues no veía forma en la tierra verde del Señor o en las aguas azules del demonio de que pudiera hacer algo semejante.
En ese momento la bota de alguien me pateó con fuerza el trasero haciéndome caer despatarrado en cubierta, con una magulladura en las posaderas que aún habría de sentir durante una semana.
—¡Cómetela! —chilló y, viendo que no había alternativa a su proposición, me llevé aquella cosa asquerosa a la boca y traté de morderla—. Tienes que tragártela entera —dijo Neptuno.
—Pero voy a ponerme enfermo —supliqué, y habría dicho más de no haber avanzado de nuevo el señor Heywood hacia mí con tan asesina intención en el rostro que me afané en recuperar la cebolla y metérmela a la fuerza en la boca. No me quedó otra opción que abrir al máximo las mandíbulas y morder con fuerza para poder respirar, pero la esencia del bulbo me dejó sin aliento. Jadeé y las lágrimas me resbalaron por las mejillas—. Por favor —imploré de nuevo, volviéndome ahora hacia un lado para que dejaran de mirar tan fijamente mi desnudez, aunque mi pito estaba encogiéndose de terror ante la perspectiva del asalto que pudiesen tener planeado contra él—. No sé qué queréis que haga, pero…
—Renacuajo, se te acusa también de una conspiración para prender fuego a la catedral de Westminster —bramó Neptuno, y en esa ocasión sólo acerté a negar con la cabeza ante tan lunática idea—. Hombres, ¿cómo declaráis al renacuajo? —preguntó de nuevo, y volvió a oírse la sonora exclamación de «¡Culpable!», seguida por un tremendo patear de pies.
»Entonces tiene que besar a la hija del artillero —anunció el rey Neptuno, y se oyeron más vítores mientras me arrastraban por la cubierta hasta uno de los cañones y me inclinaban sobre él boca abajo, mientras un hombre me sujetaba por delante y otro de los tobillos. El dolor me recorrió el cuerpo al caer contra el frío metal y se me doblaron las rodillas. Creí saber qué vendría a continuación, por lo que forcejeé y grité, pero no, me equivocaba, pues uno de los guardiamarinas apareció en cambio con un cubo de pintura y una brocha y, para mi humillación, me pintaron el trasero de rojo y luego me dieron la vuelta y me embadurnaron también el pito. De pronto, fui arrancado del cañón y llevado de vuelta a donde había empezado. El rey alzó las manos y exclamó: