Motín en la Bounty (29 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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Para la mayoría de nosotros, la isla se llamaba Otaheite. Algunos utilizaban la palabra «Tahití» de vez en cuando, pues así aparecía en los mapas y así se refería nuestro gobierno a la misión que nos había encomendado, pero para la gente de allí, los nativos, los hombres y mujeres que habían pasado la vida en esas montañas y playas, la isla era Otaheite. El capitán prefería este nombre no sólo por respeto hacia su cultura, sino porque el capitán Cook también lo había empleado, y como es natural yo lo emulaba. Los hombres discutían sobre qué significaba la palabra en inglés —había distintas y exóticas sugerencias, algunas poéticas y otras vulgares—, pero a mí me parecía obvio y simple: paraíso.

Confieso que abrigaba sentimientos contradictorios la ruidosa tarde en que echamos anclas ante la isla y los primeros botes partieron hacia la orilla. Las maniobras previas al fondeo nos habían llevado casi un día entero, y en ese tiempo muchos nativos se habían congregado en la orilla y estaban enzarzados en una alegre y desenfrenada danza que me deleitaba y aterrorizaba a un tiempo. Había centenares de ellos y no sabía si eran amigos o enemigos, de modo que me mantuve un poco apartado de mis compañeros que no paraban de silbar en cubierta mientras se arriaban los botes. Y cuando avanzaron hacia la orilla yo me quedé atrás, no muy seguro de acceder a aquel territorio desconocido, nervioso ante lo que podría encontrarme allí.

—El último en subir y el último en bajar, ¿eh, chico? —comentó el señor Hall, poniéndose a mi lado y mirando hacia la orilla. Fruncí el entrecejo, no muy seguro de a qué se refería, pero él añadió—: Tú fuiste el último miembro de la tripulación en subir a bordo de la
Bounty
cuando nos hicimos a la mar, ¿no? ¿Vas a ser también el último en abandonarla?

—He pensado que el capitán podía necesitarme —respondí, pues no quería que advirtiese el temor en mi rostro y me llamara gallina—. Desembarcaré cuando él desembarque.

—Bueno, pues ya es tarde para eso, chico —dijo, propinándome una palmada en la espalda—. El capitán iba en el segundo bote, ¿no lo has visto? El señor Christian ha ido en el primero para parlamentar con los nativos, y cuando ha dado la señal se ha puesto en marcha el capitán. Mira, allá va, en dirección a la orilla.

Me sorprendió comprobar que así era, pues, aunque no me había cruzado esa mañana con el señor Bligh en parte alguna del barco, había esperado que me llevara con él cuando se fuera, cosa que debía de haber hecho cuando yo me hallaba bajo cubierta guardando en cajas algunos uniformes suyos. Lo cierto es que lamenté y hasta me dolió un poco que me hubiese dejado atrás, pues mi confianza estaba en su punto más bajo y habría agradecido su protección. En el transcurso del viaje mis compañeros habían contado muchas historias sobre lo maravillosa que sería la isla, pero en Portsmouth había oído también muchos relatos de cómo esos idilios podían acabar mal. ¿No era cierto, después de todo, que el mismísimo capitán Cook había muerto en una isla como ésa de la forma más cruel y brutal? ¿No se había visto separada la piel de sus huesos y partes de su cuerpo se habían perdido para siempre, mientras el resto se descomponía en el fondo del mar? ¿Y si el destino nos deparaba lo mismo a nosotros? ¿A mí? No me hacía ni pizca de gracia la idea de que me cocieran o me desollaran o me abrieran en canal.

—Caramba —continuó el señor Hall, y soltó un silbido al mirar hacia los nativos que bailaban en la orilla—. Te diré una cosa, Tunante, siento gran afecto y respeto por la señora Hall, que me ha dado ya seis lindas muchachas y cuatro chicos, aunque uno es medio tonto, todo hay que decirlo, pero me creería menos hombre si no estuviese deseando disfrutar de los placeres que esta isla ofrece. ¿No las ves? O más bien debería decir: ¿acaso puedes apartar los ojos de ellas?

Se refería, por supuesto, a las nativas que desfilaban por la playa o se acercaban a la
Bounty
en sus propios botes, arrojando guirnaldas al agua, sin avergonzarse de su semidesnudez. Quise mirarlas, pero no que los hombres me pillaran haciéndolo y se burlaran y me llamaran mariquita; al recordarlo ahora, pienso que fui un idiota al creer que, tras casi un año en el mar, les importaría un pimiento a mis compañeros qué hacía yo o adónde miraba. Tenían otras cosas en qué fijarse.

—¡Mire! —exclamé de pronto, pues una repentina actividad en la playa me había llamado la atención—. ¿Qué pasa ahí?

Desde la espesura había aparecido un gran trono, llevado a hombros por ocho hombres enormes, quienes lo dejaron con cuidado en la arena; unos instantes después ocho hombres más llegaron por la playa, llevando lo que parecía un segundo trono, éste ocupado por una criatura ataviada con una túnica y cuyas facciones no logré distinguir en la distancia. Los nativos le hicieron reverencias y él se bajó de un trono para subirse al otro. Sólo cuando estuvo sentado en el primero partieron más nativos en canoas, gritando y abofeteándose las mejillas de la forma más inquietante, en dirección al bote del capitán, que ya estaba cerca de la orilla, para acompañarlo hasta la isla.

Los sonidos aún reverberan en mis oídos. Quizá habrán asistido ustedes a celebraciones en Trafalgar Square para conmemorar una gran victoria en una u otra guerra. Quizá se habrán reunido ante la abadía de Westminster para ver a un rey recién coronado salir a saludar a sus súbditos. Pero a menos que hayan experimentado el clamor de gritos y vítores que se oía entre los isleños que se acercaban y los marineros que se desesperaban por recibirlos, no podrán entender el grado de aquel repentino delirio. Algunos de los nuestros saltaron por la borda y nadaron hacia los anfitriones. Otros se inclinaron para izar a las mujeres nativas hasta la
Bounty
y besarlas sin siquiera presentarse. Fuera como fuere, antes de darme cuenta me vi rodeado por isleñas que me ponían flores en torno al cuello y me acariciaban las mejillas, como si mi piel blanca bastara para excitarlas. Una me metió la mano bajo la camisa y me acarició el estómago, exhalando suspiros de placer como si yo fuera un tipo estupendo, y pese a la vergüenza que me embargó no fui capaz de detenerla ni de apartarme.

Cada muchacha y mujer que se nos acercaba iba desnuda de cintura para arriba y tenía una belleza que uno no habría visto ni aunque hubiese dado la vuelta al mundo una docena de veces. Y cada tripulante no podía sino mirarlas y soltar gritos de júbilo y pensar en los felices momentos que lo aguardaban, porque todos habíamos oído las historias de labios de marineros experimentados y sabíamos que aquél era un lujo digno de hombres que llevaban un año en el mar sin haber disfrutado de compañía femenina en todo ese tiempo.

Lo confieso: todo aquel asunto me enardeció.

3

Perturbado por las atenciones de las isleñas, subí rápidamente al siguiente bote que zarpaba hacia las playas y llegué a tiempo de presenciar el primer intercambio del capitán con los líderes de la isla. El bullicio aumentó a medida que nos acercábamos a la orilla: grandes vítores de los ingleses que nos habían precedido o nos acompañaban y una suerte de chillidos aterradores pero excitantes por parte de los nativos que danzaban en la arena, pero para mi sorpresa el griterío se interrumpió en el preciso instante en que el señor Bligh puso un pie en tierra. Fue como si una gran orquesta hubiese perdido de pronto el compás al bajar la batuta el director. Supuse que sería una más de sus costumbres, pues aunque a mí me dio escalofríos, el capitán parecía haber previsto tanto el alboroto como su repentina interrupción, visto que no giró en redondo para ordenar que volviésemos a zarpar hacia Inglaterra antes de que nos comieran vivos a todos. En cambio, se dirigió con aplomo hacia el trono, se detuvo un poco antes de llegar y ofreció una breve pero elegante reverencia, algo que no le había visto hacer antes ante nadie.

—Majestad —dijo con la afectación de una persona de mayor alcurnia incluso que la suya—. William Bligh, teniente. Espero tener el honor de que me recuerde de mi última visita a su maravillosa isla, cuando vine aquí con el capitán James Cook del
Endurance
.

El hombre que ocupaba el trono guardó silencio, aguzó la mirada y sonrió antes de parecer repentinamente enfadado para luego volver a sonreír. Se frotó el mentón donde debería haber crecido la barba, sólo que se le veía tan lampiño como a mí.

—Bligh —dijo al fin, pronunciando el nombre como si tuviera más de sus cinco letras—. William Bligh —repitió, observando los botes atiborrados de hombres que se dirigían a la orilla. Tuve la impresión de que la invasión no lo entusiasmaba tanto como al resto de su gente—. Tengo memoria de usted. ¿El capitán Cook lo acompaña?

El capitán paseó la vista y nuestras miradas se cruzaron; diría que mi cara le reveló que me desconcertaba la forma de expresarse el rey y la pregunta en sí. Clavó la vista en la arena un instante como si quisiera convencerse de que la decisión que había tomado era la correcta antes de volver a mirar a su interrogador y sonreír.

—El capitán se encuentra muy bien —declaró sin ruborizarse pese a la elocuencia de la mentira—. Me complace decir que disfruta de un merecido retiro en Londres, desde donde envía sus más cordiales saludos a su majestad.

No me importa admitir que me quedé boquiabierto ante aquel comentario. Jamás había oído al capitán soltar una mentira, o al menos eso creía, y si había mentido habría sido sobre un tema del que yo nada sabía, pero ése era el comentario más descarado que alguien había pronunciado desde que saliéramos de Portsmouth. Sin embargo, nadie pareció sorprenderse. Para entonces habían llegado varios botes más a la orilla y el resto de los oficiales y la mayor parte de la tripulación flanqueaban al señor Bligh.

—Por favor, devuelva mis cumplidos a su capitán valiente cuando vea a él otra vez —respondió el rey de la isla.

—Así lo haré, majestad —asintió con elegancia—, y permítame felicitarlo por cómo ha mejorado su inglés desde mi última visita. Habla como un auténtico caballero que no desentonaría en la corte.

El rey asintió con la cabeza y pareció satisfecho con el cumplido.

—Le soy agradecido —repuso con una inclinación.

Los dos hombres se miraron unos instantes y me pregunté cuál tomaría la palabra, pero entonces trajeron otro trono que se dejó en la arena junto al primero, y apareció entonces entre los árboles un hombre monstruoso, semidesnudo, con el cabello hasta la cintura y una expresión que sugería que acababa de comerse un gorgojo y no le había sentado bien.

—Capitán Bligh —dijo el rey—. Permita mi presentarle mi esposa Ideeah.

Bueno, no me importa admitir que me habría caído redondo con un simple empujoncito, tan sorprendido estaba de que ese personaje fuera una mujer, pero que me aspen si no decía la verdad, pues cuando la criatura se sentó y nos miró a todos, el cabello se le apartó un poco para revelar unas tetas tan descomunales que habrían abastecido de leche a un mocoso durante un año entero. Observé al capitán, pero él no pareció tan perturbado como yo por semejante visión, y hasta apartó la mirada con cierto embarazo.

—Encantado de conocerla, señora —dijo él con una nueva inclinación, aunque no tan pronunciada como la que había dirigido al monarca—. Su majestad el rey Tynah ha tenido la amabilidad de aceptar los buenos deseos del capitán Cook y el rey Jorge; quisiera extendérselos a usted, junto a la graciosa enhorabuena de la reina Carolina.

La reina Ideeah, pues ése era el nombre de la bestia, no pareció muy ilusionada con el comentario y se volvió hacia su esposo para ladrarle algo con dramatismo en una lengua que no entendí. Sin embargo, él lo desestimó con un ademán y la mujer guardó silencio antes de bajar la vista. No pude dejar de advertir las marcas que cubrían las manos y los brazos del rey, incluso partes de su rostro. Líneas y dibujos profundamente grabados en negro y azul y otros colores, que le conferían el aspecto de una pintura y no el de un hombre. Los demás isleños iban ilustrados de forma similar, aunque quizá no tan extraordinaria. Cierto que muchos marineros de la
Bounty
llevaban tatuajes, pero eran menudencias, palabras y caprichos, pequeños dibujos en los brazos que cobraban vida al abultarse el bíceps, pero ninguno podía competir en colorido o maestría con las imágenes que adornaban el cuerpo de Tynah.

—Mi esposa no aprendido lengua inglesa en forma maravillosa tanto como yo —comentó el rey, y tuve que pensar unos instantes para descifrarlo—. Pero por favor acuéstese en su sueño de esta noche con la alegría de saber que cautivada se halla con ustedes.

Bueno, me pareció una bienvenida de lo más calurosa, opinión que por lo visto compartía el capitán, pues sonrió y miró al señor Heywood —que tenía la cara tan enrojecida por el sol que me pareció que le salía humo por las orejas— antes de chasquear los dedos en su dirección.

En ese punto advertí que el perro sostenía un cofre mediano de madera taraceada, que había visto muchas veces en el camarote del capitán pero no había tenido motivos para examinar su contenido, pues lo había considerado una de esas insignificancias que los caballeros llevan consigo para transportar su rapé o sus devocionarios, lo que sea que les ofrezca mayor sustento.

—Señor Heywood —dijo entonces cuando el muy insensato no avanzó de inmediato hacia él.

Cuando todos lo miramos, advertí que no estaba prestando atención a la escena, sino contemplando a unas muchachas —más atractivas, he de admitir, que el diabólico mamut que ocupaba el trono junto al rey Tynah—, con los ojos desorbitados ante su desnudez, y palabra que las pústulas le estallaban de excitación.

—Señor Heywood —exclamó entonces el capitán, y el perro volvió a la vida justo cuando el señor Christian le daba un empujón que casi lo hizo caer despatarrado en la arena, lo que me habría dado motivo de diversión para dos semanas, pero el muy desgraciado recobró a tiempo el equilibrio.

El capitán lo miró con furia cuando se acercó y vi que Heywood había enrojecido aún más porque las damas lo habían puesto lascivo, un hecho que resultaba evidente para cualquiera que se fijara en sus pantalones. Sin embargo, sin una pizca de vergüenza, como suele ocurrir con los de su calaña, le tendió el cofre al capitán, que entonces se acercó al rey —con cierta cautela, me pareció, como si temiera que cualquier movimiento repentino pudiese depararle una lanza entre los omóplatos— y abrió el cofre. Siguió una escena de cariz cómico cuando todos los que se hallaban detrás del trono se inclinaron y abrieron la boca a la vez, encantados, antes de retroceder y asentir aprobatoriamente.

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