Motín en la Bounty (26 page)

Read Motín en la Bounty Online

Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
7.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Asentí y abrí la puerta, y ahí estaba sir Robert, caminando de aquí para allá por el pasillo con las manos asidas a la espalda y el rostro como una nube de tormenta dispuesta a descargar sobre nosotros.

—Sir Robert —dije—. El capitán lo recibirá ahora.

Apenas reconoció mi presencia, el muy grosero, sino que pasó por delante de mí derecho al camarote. Pero cualquier aventura supone un respiro en el aburrimiento de la jornada, y tratándose de semejante novedad, lo seguí al interior.

—Sir Robert —saludó el capitán dando un paso al frente con la mano tendida, actuando como si fuese un gran honor recibirlo y sin mostrar el nerviosismo de un instante antes—. Qué placer volver a verlo. Me… —Se interrumpió al verme de pie en el rincón y me dirigió una mirada furibunda—. Eso es todo, Turnstile.

—Pensaba que tal vez querrían una taza de té, señor —dije—. O quizá a sir Robert le apetezca un coñac —añadí, pues al tipo se lo veía de lo más contrariado.

El capitán titubeó y aguzó la mirada antes de volverla hacia su invitado.

—¿Un coñac, sir Robert?

—Yo no sé cómo son los hombres de mar, pero por mi parte nunca bebo antes de almorzar, señor —replicó él con acritud—. Sí requiero sin embargo toda su atención para lo que he de decirle.

—Gracias, Turnstile, puedes dejarnos —insistió el capitán, y no tuve más remedio que salir. No obstante, en esa ocasión no cerré del todo la puerta y, tras comprobar que no rondaba nadie por los alrededores, apoyé la oreja contra la madera y fue como si estuviera dentro, máxime al volumen con que hablaba sir Robert.

—Diría que ya sabe usted el motivo de mi visita, señor —declaró.

—No, no lo sé —rebatió el capitán—. Aunque por supuesto estoy encantado de verlo. Y aprovecho la oportunidad para agradecerles a usted y su esposa el delicioso baile de anoche. Disfruté muchísimo, al igual que mis oficiales, que…

—Sí, sus oficiales, señor —espetó entonces sir Robert, tan agresivo como antes—. ¡Sus oficiales, desde luego, señor! Precisamente de esos oficiales vengo a hablarle, los mismos que disfrutaron de la hospitalidad de mi hogar, degustaron mi comida y bebieron mi vino. Y de un oficial en particular.

—¿De veras? —preguntó el capitán, no tan aplomado como antes—. Confío en que todos se comportaran como caballeros.

—La mayoría, sí. Pero estoy aquí para poner en su conocimiento que uno de ellos se comportó como lo habría hecho un perro rabioso en celo. He venido a exigir satisfacción de usted, porque le juro que de tener yo un perro como ése en mi casa, sacaría mi pistola y lo mataría de un tiro, y nadie pensaría mal de mí por haberlo hecho.

Se hizo un largo silencio y luego oí algunos murmullos, palabras que no conseguí entender; pero después las voces volvieron a subir de tono: era sir Robert quien hablaba.

—… en mi casa y se encontraron con mi familia y todas las damas y los caballeros de un asentamiento en el que, se lo prometo, señor, hemos trabajado largo y tendido para establecer hogares en una segura y decente forma de vida cristiana. Y ese supuesto oficial se atreve a insultar a una dama. No sé si es ésa la costumbre de los oficiales ingleses…

—Le aseguro que no lo es, señor —intervino el capitán levantando la voz a su vez, pues, por poco dispuesto que estuviese a verse insultado en su propio barco, nunca habría dejado pasar sin respuesta un desaire a los oficiales de la Armada de Su Majestad—. No hay un solo hombre a bordo de este barco que no sienta el mayor respeto hacia usted, señor, y hacia el asentamiento que han establecido ustedes aquí en Sudáfrica. Les corresponde hacerlo, señor —añadió con fiereza—. Les corresponde tenerle respeto.

—¡No me venga con qué corresponde y qué no! —exclamó sir Robert—. ¿Respeto, dice? Si me tienen tanto respeto, quizá podrá explicarme cómo es posible que un perro tan miserable hiciera una proposición tan vil a una dama. Posiblemente sea así como se dirijan a sus rameras en Inglaterra, a sus furcias y mujerzuelas, a sus fulanas y golfas, pero la señorita Wilton es una dama cristiana decente e íntegra, una muchacha buena y respetable, y desde que su padre murió me he tomado un interés particular en su bienestar, de modo que un insulto contra ella es como un guante contra mi propia mejilla y un agravio por el que exijo satisfacción. De haber sospechado siquiera que un oficial de este barco iba a comportarse de forma tan ruin, jamás les habría invitado a ninguno de ustedes a divertirse con nosotros, ni les habría ofrecido la asistencia que han requerido a lo largo de esta última semana. ¡Les habría hecho zarpar con viento fresco, se lo aseguro!

—Y por esa misma hospitalidad, señor, le estoy profundamente agradecido —aseguró el capitán Bligh—. Profundamente agradecido. —Titubeó antes de decir más y supe que tanto sir Robert como el señor Fryer lo miraban, aguardando su juicio. Por fin añadió—: Se trata de una acusación grave. Y aunque defenderé a cualquiera de mis hombres hasta el final a menos que tenga motivos para hacer lo contrario, me siento avergonzado de que haya tenido usted que venir a bordo a formular semejante acusación contra uno de los míos. Le agradezco todo lo que ha hecho por nosotros y, si la acepta, le ofrezco mi palabra de caballero y de oficial del rey Jorge de que transmitiré la acusación al oficial en cuestión y obraré en consecuencia. No habrá encubrimiento alguno con esto, se lo aseguro. Resulta que me tomo la cortesía y la decencia muy en serio, y aún me tomo más en serio que se muestre a las damas el debido respeto. Mi propia querida esposa, Betsey, podría atestiguarlo. Me disculpo en nombre del oficial, señor, y le prometo que se hará justicia.

Volvió a reinar el silencio en tanto sir Robert consideraba lo dicho. Era una buena respuesta por parte del capitán y había bien poco que añadir. Yo seguía plantado ante la puerta, desesperado por saber en qué consistía la acusación y, más importante incluso, contra quién iba dirigida, pero el ajetreo del señor Hall en la cercana cocina me obligó a apartarme, no fuera a pillarme escuchando a hurtadillas y me diera un mamporro que me dejaría oyendo campanas el resto del día. Rondé por el pasillo, sin embargo, confiando en que el cocinero volviera a lo que estuviera haciendo antes para poder pegar la oreja otra vez en la puerta. Sin embargo, apenas unos instantes después, el capitán Bligh y sir Robert salieron del camarote, y el primero me miró un momento con expresión de irritación.

—¿Zarpan ustedes en menos de una hora? —preguntó sir Robert, a quien no se veía ahora tan ruborizado como al irrumpir a bordo; al parecer lo había aplacado lo que fuera que se hubiese acordado.

—En efecto, señor —asintió el capitán—. Tenemos un largo viaje por delante todavía, para rodear Australia y de ahí hasta Otaheite. Un par de meses más, diría yo.

—Entonces les deseo buena travesía y que Dios los acompañe —dijo sir Robert tendiéndole la mano—. Sólo lamento que nuestra relación haya tenido que acabar de forma tan decepcionante.

—También lo lamento yo, sir Robert, pero por favor tenga la seguridad de que daré los pasos necesarios para reparar nuestro prestigio a sus ojos, y le escribiré cuando esté satisfecho con el resultado de mis investigaciones —declaró. Sir Robert asintió con la cabeza y el capitán se volvió para mirarme—. Turnstile —dijo con un dejo de sarcasmo—, ya que estás tan fortuita e inesperadamente cerca, quizá querrás acompañar a nuestro invitado de vuelta a cubierta.

—Por supuesto, señor —contesté, esquivando su mirada.

—Y señor Fryer, vaya usted en busca de Heywood y Christian, si me hace el favor.

—Sí, señor —contestó él.

Unos minutos después, estaba de vuelta abajo tras haber escoltado en silencio a sir Robert hasta cubierta. Esa vez el capitán había olvidado cerrar del todo la puerta de su camarote, lo que me permitió oír mejor el interrogatorio que tenía lugar en el interior. Por suerte para mí, no me había perdido gran cosa, pues el capitán no quería ni oír lo que fuese que dijera el señor Christian.

—No es eso lo que he pedido que discutamos aquí —replicó el capitán con acritud—. Y sólo le he pedido que se uniera a Heywood porque estaba usted presente en el baile con él y conoce su personalidad mejor que cualquier otro a bordo.

—Señor —intervino el perro—, no sé de qué lo habrán informado, pero…

—Y usted, señor —bramó el capitán con una estridencia que no le había oído antes, ni siquiera durante una de sus discusiones con el señor Fryer, ni después de los latigazos a Matthew Quintal—. Usted mantendrá esa boca suya firmemente cerrada hasta que yo me dirija a usted y le haga una pregunta que exija una respuesta. Me ha acarreado usted la deshonra, señor, y a este barco y a la Armada de Su Majestad, ¿ha comprendido? ¿Está al corriente de lo que se dice sobre todos nosotros en el asentamiento de sir Robert? Así pues, mantenga la boca cerrada hasta que lo invite a hacer lo contrario o juro por Dios que yo mismo empuñaré el látigo contra usted, ¿entendido?

Silencio. Y luego un «sí, señor» musitado con una vocecita que ya sonaba quebrada.

Guardaron silencio unos instantes y oí al capitán pasearse de un lado a otro del camarote.

—Señor Christian —dijo al fin con voz más calmada pero sin embargo plena de ansiedad—. Dígame una cosa. ¿Estuvo usted en compañía de Heywood durante la mayor parte de la velada?

—Durante gran parte —confirmó él—, pero no en su totalidad.

—¿Y le resulta familiar el nombre de esa tal señorita Wilton? Confieso que no recuerdo haberla conocido personalmente.

—Sí, señor. Me la presentaron en el transcurso de la velada.

—Y usted, joven —prosiguió el señor Bligh—, ¿es consciente de qué se le acusa? —preguntó. No hubo respuesta—. Puede hablar —ladró el capitán.

—No, señor, la verdad es que no. Estaba en cubierta, ocupándome de mis asuntos, trabajando con los hombres, cuando ha venido el señor Fryer a decirme que requería usted mi presencia, y no sé qué se supone que he hecho, lo juro.

—¡Ja! —se mofó el capitán—. ¿Pretende decirme que ignora por completo el cargo de que lo acusa sir Robert?

—Sí, señor.

—Entonces es usted un inocente y es objeto de una tremenda calumnia, o es culpable de mentirle descaradamente a su oficial al mando, además. ¿Qué va a ser, señor?

—Soy inocente, señor.

—¿Inocente de qué?

—De lo que sea que se me acuse, señor.

—Bueno, he ahí una respuesta comodín —comentó con enojo el capitán—. Y usted, señor Christian, ¿ignora asimismo la acusación?

—Confieso, señor —respondió el señor Christian sin alterarse en lo más mínimo—, que no tengo conocimiento de cuál es la acusación de que sir Robert ha hecho objeto al señor Heywood. Tenía la impresión de que todos habíamos pasado una velada de lo más agradable.

—Yo también, señor, ¡yo también! —espetó el capitán—. Pero ahora he sido informado de que el señor Heywood aquí presente, tras haberle sido concedido el honor de varios bailes con la tal señorita Wilton, una protegida de sir Robert debo añadir…

—Sí que bailé con ella —se apresuró a puntualizar Heywood—. Eso lo confieso. Bailé dos valses y una polca, pero me pareció aceptable hacerlo así.

—Dos valses y una polca, ajá —dijo el capitán—. ¿Y por qué, debería añadir, le pareció correcto prestarle tanta atención a la damisela?

—Bueno, señor —contestó el joven tras un breve titubeo—. No puedo fingir que no fuera bonita. Y buena bailarina, además. Me pareció que disfrutaba con mis atenciones.

—¿De veras se lo pareció? Y cuando esos bailes acabaron, ¿qué hizo usted?

—Señor, le di humildemente las gracias por la amabilidad que me había dispensado y regresé junto al señor Christian.

—¿Es eso cierto?

—Señor, la noche fue larga —repuso el interpelado—. Y todos estábamos bailando y conversando con los demás invitados. No recuerdo ese momento preciso, pues no tendría motivo para fijarme en él, pero puesto que hablé con el señor Heywood en multitud de ocasiones, y como sé que es un caballero, estoy seguro de que ha de ser cierto.

—Bueno, pues entonces nos enfrentamos a una divergencia de opiniones, señor —declaró el capitán con acritud—. Una gravísima divergencia de opiniones. Pues la señorita Wilton asegura que usted la invitó a dar un paseo por el jardín para tomar el fresco y que, mientras caminaban, le hizo usted la más lasciva e impropia sugerencia.

—¡Jamás, señor! —exclamó Heywood, y confieso que pareció tan herido por la acusación que yo mismo casi le creí.

—¿Conque jamás, dice? Así pues, ¿sostiene usted que no invitó a la señorita Wilton a dar un paseo?

—¡No lo hice, señor!

—Y mientras paseaban, ¿no le cogió la mano y la empujó contra un árbol con intención de besarla?

—Señor, yo… he de protestar —repuso el joven—. He de protestar en los términos más enérgicos. No hice nada parecido. Es una mentira.

—Una mentira. ¿Ah, sí? Ella afirma algo distinto. Asegura que usted la maltrató e intentó aprovecharse de ella, sólo que ella es más alta y más fuerte y logró rechazarlo, pero teme que pueda haberla usted comprometido para siempre y arruinado su reputación. Además, antes de que sir Robert llegase a cubierta, he sabido por una fuente fiable que estaba usted bebido, señor, y que contó una deshonrosa historia relativa a las aventuras de una fallecida emperatriz rusa y su caballo de batalla.

Heywood permaneció callado unos instantes, pero cuando habló, su voz sonó más grave que nunca.

—Capitán Bligh —dijo—. Tiene mi palabra de caballero, tiene mi palabra de oficial del rey Jorge, que Dios bendiga su nombre, y tiene mi palabra de cristiano, y de cristiano inglés además, de que esos sucesos no tuvieron lugar. Al menos yo no los protagonicé. Si la señorita Wilton se encontró en una posición desdichada con algún caballero en el baile y ahora lo lamenta, debería pensárselo dos veces antes de involucrarme a mí en su traviesa aventura porque no fui yo, señor. No fui yo, señor, lo juro.

Siguió un largo silencio, y cuando el capitán habló por fin, no pareció tan enfadado como antes, sino más bien perplejo e irritado por todo aquel lío.

—Fletcher, ¿qué tiene usted que decir a eso? Le confieso que me encuentro totalmente confundido.

—Señor, aquí somos todos hombres, ¿verdad? Las palabras que diga no saldrán de este camarote, ¿no?

—Por supuesto, Fletcher —declaró el capitán, y pareció intrigado—. Puede hablar libremente.

—Entonces, señor, le diré una cosa, y se la diré desde el punto de vista de alguien que no presenció los sucesos a que alude sir Robert, de modo que sólo puede referirse a un personaje de los dos involucrados. Conozco al señor Heywood desde su más tierna infancia, y aún he de encontrar a un tipo de mayor criterio. Su familia es gente de alcurnia y de lo más decente, y me cuesta lo mismo creer que se haya propasado con una dama que imaginar al joven Tunante saltando por la borda para bailar sobre las olas.

Other books

Fair Play by Deirdre Martin
The Viceroy of Ouidah by Bruce Chatwin
The Tiger In the Smoke by Margery Allingham
Alice Bliss by Laura Harrington
Run to Me by Erin Golding
Traitor by Curd, Megan
A Sunset in Paris by Langdon, Liz
16 Taking Eve by Iris Johansen