—¡Proseguid!
Los hombres avanzaron hacia mí como uno solo y advertí cuántos de ellos llevaban ahora palos y objetos con que azotarme, y se pusieron manos a la obra, apuntándome al trasero y al pito, pero golpeando con fuerza en toda mi persona sin reparo o inhibición. Tendí las manos para rechazarlos, pero qué podía hacer yo, uno solo contra tantos, y empecé a notar un único dolor prolongado en lugar de una serie de golpes. Ellos siguieron arremetiendo, me azotaban y me laceraban la piel, y pensé que iba a perder el conocimiento en el tumulto.
… hay ciertas cosas que me gusta hacer y el señor Lewis me informa que ninguno está tan dispuesto como tú a serme de ayuda en esto confío de veras en que así sea pues habrá para ti una moneda de seis peniques si me das placer eres un buen muchacho para dar placer quizá puedas sugerirme formas de darme placer se te ocurre alguna…
No sé cuánto tiempo continuaron los azotes pero por fin, y sin previo aviso, los hombres se apartaron. No hubo necesidad de que nadie me sujetara para evitar que huyera, pues me derrumbé en la cubierta. Tenía un ojo medio cerrado e hinchado y el dolor me desgarraba cada fibra del cuerpo. Caí boca arriba y no me preocupé por cubrir mi desnudez, pues mi vergüenza no era nada comparada con el sufrimiento que estaba soportando mi cuerpo. Alcé la mirada con el ojo bueno y el sol siguió deslumbrándome, pero una figura tapó la luz unos instantes. Era nada menos que el señor Heywood, que acudía a acabar el trabajo.
—Señor —exclamé escupiendo sangre; sentía los dientes como si no fuesen míos y un sabor nauseabundo en la lengua—. Ayúdeme, señor —supliqué, pero apenas oí mis palabras, tan débiles emergieron de mi debilitada voz.
—Un castigo más, renacuajo —anunció en voz baja, y lo observé desabrocharse los pantalones, sacarse su propio pito y vaciar la vejiga sobre mí.
La piel me escoció al contacto con la orina, pero difícilmente podía escapar, tan destrozado estaba para entonces. Debía de haber estado aguantándose las ganas, pues me dio la sensación de que aquella humillación duraba una eternidad. Cuando por fin hubo acabado, se abotonó y se alejó para informar a los hombres que hacía falta lavarme, y de inmediato volvieron a oírse vítores. En esta ocasión me arrancó de cubierta un nuevo par de manos, que me llevaron a un costado del barco. Una vez allí, fueron muchos más los que me tocaron, pero no supe qué estaban haciendo; fue sólo unos instantes después, al llegarme el susurro de una pesada cuerda que se tensaba y ataba, cuando comprendí que, en torno a mi cintura, me habían anudado una soga. Aunque apenas me tenía en pie, traté desesperadamente de aflojarla, pero la cuerda era demasiado pesada y estaba demasiado tensa. «Van a colgarme», me dije, y mi mente se llenó de horror y miedo. Había visto ahorcar a dos hombres en mi vida, ambos asesinos, uno de los cuales no era mayor que yo y se había orinado encima cuando le ciñeron la soga al cuello. Entonces vi mi propio destino en el suyo al sentir que se me aflojaba la vejiga y amenazaba con derramarse de puro terror.
—Ayudadme —rogué—. Que alguien me ayude. Por favor. Haré lo que queráis, sea lo que sea…
… cualquier cosa que yo quiera y tengo algunas ideas por supuesto y no dirás que no o tú mismo o el señor Lewis sabréis lo que es bueno y no pongas esa cara de asombro no me digas que no te han pedido nunca esta clase de prácticas un chico tan guapo como tú sabe trucos que puede compartir no es así de rodillas muchacho eso es…
Unas manos me asieron y me levantaron hasta que estuve sentado en la borda. Apoyé las manos a cada lado para mantener el equilibrio, seguro de que me habían sentado ahí para responder a alguna acusación que no se me ocurría, y quién emergió entonces de la cubierta inferior sino el mismísimo señor Christian, y al verme ahí encaramado, molido a palos y desnudo como un bebé, esbozó una amplia sonrisa y dio una sonora palmada.
—Señor Christian —traté de gritar, pero las palabras no viajaron más que unos palmos, tan débil estaba—. Señor Christian… ayúdeme, señor… quieren asesinarme…
¡Asesinarme! Fue la última palabra que pronuncié antes de que el enorme pie del rey Neptuno me golpeara en el estómago, tirándome por la borda hacia el gran océano Atlántico. La cuerda se tensó y jadeé horrorizado al hundirme en el agua; la boca se me llenó de mar, me quedé sin aliento, y mi único pensamiento fue que iba a ahogarme por algo que ignoraba. A velocidad indecible mi cuerpo se vio tironeado a través de las olas a un costado del barco y me vi arrastrado hacia él con tanta rapidez que sentí que mi muerte era sin duda inminente. Di una última bocanada de aire al asomar a la superficie unos instantes cuando tiraron de la cuerda antes de volver a hundirme en las profundidades y después… después… El resto es silencio.
Empezó no mucho después de mi undécimo aniversario. Llevaba casi cuatro años viviendo con el señor Lewis, quien durante ese tiempo me había tratado con una extraña mezcla de amabilidad y crueldad. Ese hombre velaba por todos los chicos a su cuidado, pero si los mayores lo provocaban, podía arremeter contra ellos e iniciar una escena de violencia que inspiraba terrores nocturnos en mi joven mente.
—Te gusta estar aquí, John Jacob, ¿no es así? —me preguntaba de vez en cuando durante esos primeros años; siempre pareció tenerme un cariño especial y me trataba con una amabilidad excepcional—. Y has aprendido muchas cosas de mí, ¿verdad?
—Oh, sí —respondía yo; y ¿por qué no iba a sentirme agradecido, después de todo? ¿Acaso no me había dado comida y agua, y proporcionado un lecho cada noche cuando de otro modo habría pasado las madrugadas en cualquier cloaca? ¿No era su establecimiento el único sitio que podía considerar mi hogar, y no había allí otros muchachos de mi edad con quienes conversar?—. Le estoy muy agradecido, señor Lewis, usted ya lo sabe.
—Sí, eso creo yo también. Eres un buen chico, John Jacob, uno de los mejores.
Desde el principio me había enseñado el buen arte del carterista, que era la ocupación principal de todos en aquella casa, y le había tomado gusto como el pato al agua. No sé si lo llevaba en la sangre o en el carácter, pero al parecer tenía una mano singularmente rápida que me hacía un buen servicio siempre que paseaba por las calles de Portsmouth, reclamando los objetos que yo quería y él necesitaba. De hecho, entre todos mis hermanos, yo destacaba por llevar a casa la mejor cosecha al final de la jornada: carteras, pañuelos, monedas, bolsos de señora, cualquier cosa a la que pudiera echar mano. A veces un guardia atrapaba a un chico con las manos en la masa, pero ninguno delató jamás al señor Lewis. De vez en cuando yo mismo caía en las redes, pero nunca soltaba prenda. Nuestro protector ejercía un gran dominio sobre todos nosotros. Cómo lo lograba, no sé decirlo. Quizá se debía a la soledad que sentíamos, o a la seguridad de un ambiente familiar. O tal vez al hecho de que ninguno de nosotros había conocido otra cosa. Acaso era por temor a que nos echaran de allí.
Nunca había menos de una docena de chicos viviendo en el establecimiento, y nunca más de dieciocho. La mayoría tenía menos de doce años, pero siempre había cuatro o cinco cuyas edades iban de los doce a los dieciséis, y eran ellos los más díscolos. Recuerdo a muchos que fueron amigos míos y velaron por mí, pero al ir cumpliendo años se volvieron huraños y retraídos. Sabía que el señor Lewis nos destinaba trabajos distintos a medida que crecíamos, pero no sospechaba en qué consistían. No obstante, sabía que cada noche, cuando el sol se había puesto y salía la luna, esos chicos mayores debían sentarse ante un espejo con una jofaina para lavarse y peinarse, antes de dirigirse al primer piso de la casa para lo que se conocía como «la selección de la velada», donde permanecían varias horas. A los demás no se nos permitía levantarnos de la cama durante ese tiempo, pero oíamos los ruidosos pasos de los caballeros en las escaleras al subir y luego al bajar de nuevo al cabo de unas horas, aunque nada sabíamos de lo que tenía lugar allá arriba. Y, en nuestra ignorancia, tampoco le concedíamos mayor importancia.
El número de chicos que frecuentaban el primer piso tenía que ir reponiéndose a medida que los muchachos se hacían mayores y eran expulsados de la casa por el señor Lewis, y poco después de mi undécimo cumpleaños vino a sentarse en mi cama una noche y me rodeó los hombros con un brazo.
—Bueno, John Jacob, mi querido muchacho, ¿quieres seguir siendo un niñito, o estás listo para ocuparte de un trabajo que tengo pensado para ti?
Supe que estaba siendo llamado a unirme al piso de arriba y me sentí orgulloso de que me hubiese elegido entre los pequeños pillastres. Le dije que estaba preparado y él me ayudó a lavarme la cara y peinarme antes de retroceder para mirarme con expresión de orgullo.
—Estupendo —dijo—. Ya lo creo que sí. Eres un muchacho muy guapo y apuesto. Vas a tener mucho éxito. Me harás ganar una fortuna, seguro.
—Gracias, señor —repuse; qué poco imaginaba a qué se refería con aquellas palabras.
—Bueno, como es tu primera noche, procuraremos que te sea un poquito más fácil. Hoy no subirán más chicos al primer piso. Será todo para ti solo, ¿te gusta la idea?
Le dije que sí y pareció aún más satisfecho, pero entonces se puso serio de pronto y se arrodilló en el suelo de modo que quedamos mirándonos cara a cara.
—Pero he de saber una cosa —murmuró entonces con suspicacia—. Puedo confiar en ti, ¿verdad?
—Por supuesto, señor —repuse.
—Y me estás agradecido por haberte dado un hogar y amigos de tu edad, ¿no? ¿No me defraudarás?
—No, señor —contesté—. Jamás haría algo así.
—Bueno, pues me alegra oírlo. Estoy contento de que digas eso, John Jacob. Muy contento. Y harás todo lo que te pidan, ¿verdad? ¿Sin causar problemas?
Asentí en silencio, un poco más nervioso ahora, pero él pareció complacido con mis respuestas, y poco después subimos las escaleras, los dos solos, hacia el piso de arriba, donde nunca había puesto un pie desde que había llegado a su establecimiento cuatro años antes. Con frecuencia me había preguntado qué aspecto tendría y supuesto que luciría la misma escasez de mobiliario y el ambiente gris que las habitaciones de la planta baja, pero para mi sorpresa la puerta daba a un precioso salón con un cómodo sofá y una serie de mullidas butacas. Dos puertas se abrían al fondo a cada lado y en el interior de cada una vi una cama y una tina.
—Bueno, John Jacob —dijo el señor Lewis—, ¿qué te parece?
—Muy bonito, señor —respondí—. Precioso.
—Sí, lo es. Trato de que resulte cómodo. Pero ahora que ya lo has visto, comprenderás que hay un trabajo que necesito que hagas y que es de suma importancia para el bienestar de nuestro feliz hogar.
Tragué saliva y asentí despacio. Mi confianza disminuía cada vez más y, aunque a él se le antojaba un gran cumplido que me hubiese subido allí a mí solo, deseé que estuviesen conmigo algunos de mis hermanos mayores para ofrecerme compañía y seguridad. Estaba a punto de decir algo a ese respecto cuando oí unos pasos en la escalera, seguidos por unos golpecitos en la puerta.
—Sólo haz lo que te digan, muchacho, y no sufrirás ningún daño —me dijo el señor Lewis mientras se dirigía a la puerta.
Retrocedí cuando se abrió para revelar a un hombre de mediana edad, ataviado con un grueso abrigo y un sombrero de copa. No lo reconocí, pero sin duda era un personaje de alto copete. Hasta el más tonto se habría dado cuenta.
—Buenas noches, señor Lewis —saludó, tendiéndole el bastón al entrar.
—Buenas noches, señor —repuso mi protector, inclinándose un poco ante el recién llegado, algo inusitado en él—. Me complace que pueda volver a visitarnos.
—Bueno, prometí que lo haría, ¿no es así?, siempre y cuando tuviese algo nuevo que ofrecerme y… —Titubeó al verme de pie en el rincón de la habitación, una posición con que había conseguido hacerme poco a poco, y entonces arqueó las cejas con expresión de sorpresa y añadió—: Oh, mi querido señor Lewis, se ha lucido usted.
La puerta se cerró y el caballero se acercó a mí con la mano tendida.
—Buenas noches, jovencito —me saludó—. Encantado de conocerte.
—Buenas noches, señor —contesté con un susurro cuando le estreché la mano.
El hombre rió y se volvió hacia el señor Lewis.
—Dijo que tenía algo especial —comentó en tono de asombro—, pero nunca imaginé… ¿Dónde diantre lo ha encontrado?
—Oh, John Jacob lleva conmigo varios años —explicó el señor Lewis—. Sólo que todavía no se ha hecho uso de él. Ésta es su primera noche.
—¿Lo jura?
—No tiene más que mirarlo, señor.
El caballero se dio la vuelta, me miró muy serio, y tendió una mano hacia mi cara. Retrocedí un poco cuando sus dedos me tocaron la mejilla, pues no sabía qué quería de mí, y él asintió despacio y sonrió.
—Sí, es verdad —admitió, incorporándose para extraer algo del bolsillo que le tendió al señor Lewis—. Verá que hay un poco de más ahí dentro, por su generosidad al invitarme a ser partícipe de esto.
—Vaya, pues gracias, señor —contestó el señor Lewis—. ¿Los dejo a solas, entonces?
—Si hace el favor… —repuso el caballero, y cuando mi protector estaba a punto de cerrar la puerta, añadió—: Pero señor Lewis… puede dejar el bastón aquí.
Esa velada había tenido lugar más de tres años antes de mi llegada a la
Bounty
, pero casi todas las noches durante ese tiempo me encontré en la primera planta del establecimiento del señor Lewis con tres o cuatro de mis hermanos, atendiendo las necesidades y deseos de caballeros que pagaban por sus placeres. No recuerdo el rostro de ninguno de ellos y apenas nada de lo que hacían. Aprendí a separar mis pensamientos de la experiencia y a ser Turnstile en la planta baja y John Jacob en el piso de arriba. Empezó a preocuparme bien poco qué hiciera o dejase de hacer. La mayoría de las veces no me llevaba más de media hora. No me importaba. Ni siquiera me sentía vivo.
Y entonces, una tarde, dos días antes de Navidad, robé el reloj del señor Zéla y para cuando el día hubo llegado a su fin me habían llevado lejos de todo aquello.
Desperté sobresaltado, con los ojos fijos en el techo que se extendía sobre mí. Algo me había ocurrido… ¿de qué se trataba? ¿Qué día era? Lunes, por favor, Señor, que sea lunes, pues así el señor Lewis no traerá a sus caballeros; es nuestro día de descanso, un día después del de Nuestro Señor.
No. No era el establecimiento del señor Lewis.