—¡Date prisa, chico! —chilló la comadreja, así que eché a correr de forma que mis pies casi le tocaban los talones al seguirlo por el pasillo hasta el extremo del barco, donde abrió de par en par una puerta.
Ante mí vi una habitación grande, con ventanas a cada lado, que se estrechaba siguiendo la forma del barco. Era un espacio espléndido, luminoso, bien aireado y seco, y por un instante me pregunté si habría de pertenecerme. Había dormido en sitios mucho peores, desde luego. Estaba curiosamente despojado de muebles, y alineadas contra las paredes a cada lado había docenas de largas cajas de embalaje. Lo que me pareció más misterioso fueron los centenares de macetas de barro verde, todas vacías y pulcramente encajadas unas dentro de otras, que se alzaban en torres a lo largo de las paredes. Las cajas tenían agujeros circulares en las bases y tablillas en los lados, de forma que pudiesen colocarse unas encima de otras permitiendo la entrada de aire para lo que fuera que se guardara en ellas.
—Por todos los diablos, ¿para qué son todas esas macetas? —pregunté en tono de sorpresa, cometiendo el error de suponer que una conversación civilizada entre dos miembros de la Armada de Su Majestad no sería demasiado esperar, pero semejante esperanza se vio desvirtuada cuando la comadreja se volvió y blandió un dedo ante mi cara como la vieja lavandera que era.
—Nada de preguntas, chico —espetó, salpicando saliva a diestro y siniestro y sin avergonzarse en absoluto de su conducta—. No te han traído aquí para que andes haciendo preguntas, ¿me oyes? Te han traído aquí para que seas un criado. Que la cosa empiece y acabe ahí.
—Le ruego humildemente que me disculpe, señor —repuse inclinándome tanto ante él que mi trasero quedó en el aire detrás de mí—. Retiro la pregunta sin rencor alguno. ¿Cómo puedo haberme atrevido a preguntar tal cosa?
—Cuida tus modales, ése es mi consejo —dijo él trasponiendo otro umbral que nos llevó a una zona más reducida, un pasillo con dos puertas a cada lado y una cortina de tela corrida en el extremo—. Esa puerta de ahí —explicó señalando una con un nudoso dedo— es la del señor Fryer, el maestre.
—¿La puerta es suya? —pregunté, todo inocencia.
—El camarote que hay detrás, maldito ignorante —exclamó entonces—. El señor Fryer sólo está por debajo del capitán. Escucha lo que te diga y obedécelo en todo momento, o atente a las consecuencias.
—Así lo haré, señor. Haré lo que me digan, quiero decir.
—Y detrás de esa cortina están los camarotes de los oficiales, los jóvenes señores Hallett y Heywood. Luego están los señores Stewart, Tinkler y Young. Son los guardiamarinas, y son tus superiores. Y también están los oficiales de cubierta, el señor Elphinstone y el señor Christian.
—¿Soy yo su superior? —quise saber.
—Estás muy por debajo —me espetó como un viejo cocodrilo a punto de arrancarle la cabeza a una criatura insignificante—. Están muy por encima de ti, desde luego. Pero no vas a tener mucha relación con ellos. Tus responsabilidades son hacia el capitán, que no se te olvide. Su camarote está por aquí. —Se acercó a la otra puerta, llamó con un rápido y ruidoso golpeteo que habría despertado a los muertos, y apoyó la oreja contra la hoja. No hubo respuesta, así que la abrió y se hizo a un lado para que yo echase un vistazo. Me sentí como en una visita turística en que me hubiesen advertido que no tocara nada para no ensuciarlo con mis mugrientas pezuñas.
—Las dependencias del capitán —explicó—. Más pequeñas de lo habitual, debido a que se precisa mucho espacio para las plantas. —Indicó con la cabeza la zona más espaciosa que acabábamos de atravesar, la que albergaba las cajas y macetas.
—¿Plantas? —inquirí frunciendo el entrecejo—. ¿Para eso son las macetas?
—¡Nada de preguntas, ya te lo he dicho! —gritó, cerniéndose sobre mí como un animal a punto de abalanzarse—. Tú limítate a cumplir las órdenes, nada más, y todo irá bien.
En ese momento, un hombre salió por la puerta de los oficiales y titubeó un instante al vernos allí de pie. Era alto, de cara rubicunda y sin un ápice de carne en el cuerpo. Y con una nariz que no pasaba inadvertida. El señor Samuel guardó silencio y se quitó la gorra para inclinar varias veces la cabeza, como si ante él acabara de aparecer el emperador de Japón reclamando la cena.
—Cuánto ruido —comentó el oficial, que llevaba el uniforme azul con botones dorados que yo había visto por Portsmouth en muchas ocasiones—. Y justo cuando estamos a punto de zarpar. —Su tono de voz era extraño, como si aparentara que en realidad carecía de importancia, que sólo estaba entablando conversación, pero que si el ruido proseguía nos arrancaría igualmente el pellejo.
—Discúlpeme, señor Fryer —dijo el señor Samuel—. Este chico de aquí me ha hecho gritar, pero ya aprenderá. Es muy joven y no sabe gran cosa, pero ya le enseñaré yo.
—¿Quién es, por cierto? —quiso saber el oficial, mirándome ceñudo como si le sorprendiera ver a un extraño en el barco.
Me adelanté con valor y la mano tendida una vez más, y él se quedó mirándola con expresión divertida, como si no entendiera el gesto, antes de esbozar una leve sonrisa y estrechármela como un caballero.
—John Jacob Turnstile —me presenté—. Recién empleado.
—¿Recién empleado dónde? ¿Aquí? ¿En la
Bounty
?
—Si me lo permite, señor Fryer —intervino el señor Samuel interponiéndose entre los dos, de forma que me vi obligado a ladearme hacia la derecha para ver otra vez al señor Fryer, momento en el cual esbocé una de mis sonrisas especiales, de oreja a oreja—. El paje Smith tropezó y se partió las piernas. Hacía falta un criado sustituto para el capitán.
—Ah —asintió el oficial—. Ya veo. Deduzco pues que tú, Turnstile, eres el nuevo paje.
—Así es —contesté.
—Excelente. Bueno, pues entonces te doy la bienvenida. Descubrirás que el capitán y sus oficiales somos bastante razonables si nos sirves bien.
—Ésa es mi intención —declaré, pues se me ocurrió que la cosa podía resultar divertida. ¿Por qué no tratar de cumplir mi cometido y hacer saber al señor Zéla que no lo había defraudado?
—Me parece bien —concluyó el señor Fryer, alejándose—, pues ¿qué más podría pedirte cualquiera de nosotros?
Y con eso subió por la escalera y desapareció. El señor Samuel se volvió hacia mí y su rostro echaba chispas; no le gustaba que el señor Fryer se hubiese mostrado amigable conmigo.
—Eres despreciable —me soltó—. Dándole coba como un mariquita.
—He sido cortés, eso es todo —protesté—. ¿No se supone que he de serlo?
—No durarás mucho aquí con esa actitud —sentenció antes de señalar una pequeña litera que pendía baja en el rincón justo a la salida del camarote del capitán—. Ahí dormirás tú —declaró, y me quedé mirando el sitio con asombro, pues no era más que un rincón por el que cualquiera podía pasar, día o noche, y pisarme la cabeza.
—¿Ahí? —pregunté—. ¿No tengo camarote propio?
Soltó una carcajada, el muy asno, y negó con la cabeza antes de agarrarme del brazo y conducirme de vuelta al camarote del capitán, arrastrándome como todos habían tomado por costumbre.
—¿Ves esos cajones? —me dijo, y me mostró cuatro baúles de roble macizo diseminados por el suelo, cada uno algo menor que su vecino.
—Sí.
—Contienen la ropa y las pertenencias del capitán. Hay que vaciarlos, todos. El contenido ha de disponerse en los armarios y estantes. Y bien ordenado, por supuesto. Y luego hay que guardar los cajones unos dentro de otros y quitarlos de en medio. ¿Puedes seguir esas instrucciones, chico, o eres demasiado estúpido para entenderme?
—Creo que sí puedo —contesté poniendo los ojos en blanco—, por complicadas que sean.
—Entonces manos a la obra, y no quiero verte en cubierta hasta que hayas acabado.
Miré los baúles y advertí que estaban todos cerrados, de forma que me volví para preguntarle a la comadreja por las llaves, pero el tipo ya se había esfumado. Lo oí alejarse corriendo y al quedarme solo y sin otras distracciones, no pude sino notar cómo se mecía el barco de aquí para allá, de izquierda a derecha, y recordé las historias que había oído sobre tipos que se ponían enfermos en el mar hasta que lograban acostumbrarse a sus movimientos. Siempre había pensado que eran unos necios debiluchos, pues mi estómago era bien firme. Volví al camarote y cerré la puerta a mis espaldas.
No necesitaba una llave para abrir los baúles, pues el señor Lewis me había instruido bien. En el escritorio del capitán había una serie de objetos que podía utilizar a modo de ganzúa, así que seleccioné una bonita pluma de afilada punta y la inserté en el mecanismo. Esperé hasta oír el sonido del resorte de la cerradura y le di luego la consabida sacudida para abrir finalmente el baúl.
Sus pertenencias no contenían más de lo que habría esperado encontrar. Varios uniformes distintos, unos más elegantes que supuse serían para cuando llegásemos dondequiera que fuésemos y tuviera que enfrentarse a los salvajes con sus mejores galas. Después había algunas prendas más ligeras y otras interiores que eran mucho más elegantes que cualquier ropa interior que hubiese llevado yo en mi vida, y me atrevo a decir que mucho más cómodas también. Eran casi tan suaves como las que llevaban las damas, pensé. Hay quienes disfrutan revolviendo la ropa de otro hombre, pero yo no, de modo que cumplí mi cometido con rapidez, colocando cuanto encontraba en su nuevo emplazamiento con el mayor cuidado, tratando de no arrugar las prendas ni ensuciarlas, pues ése era después de todo mi nuevo empleo y estaba decidido a desempeñarlo con éxito.
En el baúl más pequeño de los cuatro encontré una serie de libros, de poesía en su mayor parte, además de una edición de las tragedias del señor Shakespeare, y un paquete de cartas, atadas con una cinta de seda roja, que guardé en un cajón del escritorio. Y entonces, por fin, saqué tres retratos enmarcados. El primero era de un caballero con una peluca blanca y una nariz aquilina y roja. Tenía los ojos muy hundidos y miraba fijamente al retratista con una expresión que rayaba en el desprecio asesino; no me habría gustado tener una diferencia de opinión con él. El segundo, sin embargo, fue mucho más de mi agrado. Una joven dama, con elegantes bucles y nariz respingona, que alzaba los ojos con expresión amable; supuse que debía de ser la esposa o la enamorada del capitán, pero el corazón me dio un pequeño brinco porque la dama me excitó un poco. El tercero era de un niño, un crío de ocho o nueve años, y no supe quién podía ser. Pasaron varios minutos antes de que me acercara al escritorio para colocarlos a ambos lados, de modo que el capitán los viera cuando escribiera en su diario. Cuando me disponía a alejarme, el barco dio una inesperada sacudida y sólo impedí mi caída tendiendo una mano para agarrarme a la esquina del escritorio.
Titubeé un instante antes de incorporarme de nuevo. En el camarote sólo había una ventana minúscula implacablemente azotada por la lluvia. Me acerqué trastabillando y la limpié, pero vi bien poco a través de ella, y cuando volví a apartarme, el barco dio un bandazo en dirección contraria y esa vez sí me caí. Poco faltó para que me partiera la crisma contra la esquina de un baúl.
Al cabo de unos instantes, restablecido el equilibrio, resolví meter los baúles unos dentro de otros, como se me había indicado, y quitarlos de en medio por si volvía a resbalar, tarea tras la cual me dirigí a la puerta, con los brazos extendidos y agarrándome a cualquier cosa que me ayudara a mantenerme vertical.
El pasillo estaba desierto. Llegué a la gran estancia donde se guardaban las macetas, con vistas a alcanzar la escalera de más allá, cuando otra sacudida me mandó a mí en una dirección y a mi estómago en otra. Sentí una gran opresión que no se parecía a ningún otro mareo que hubiese experimentado antes. Me tomé un instante para poner en orden mis pensamientos y tras cierta concentración dejé escapar un violento eructo que me hizo retroceder por su inesperada potencia, y en lo único que pude pensar fue en subir por las escaleras hasta el aire de cubierta.
Para entonces había llegado a la conclusión de que la vida del marinero no era para mí; estaba decidido a presentar mis excusas al señor Zéla y regresar por donde había venido, con prisión o sin ella, cuando emergí en lo alto de los peldaños y miré alrededor: ya no había tierra visible. ¡Nos hallábamos en mar abierto! Quise gritar a unos hombres que iban de acá para allá, pero de mi boca no salió palabra alguna y el fragor de las olas, además de la violencia de la lluvia y el viento, bastaron para convencerme de que de todas maneras nadie iba a oírme.
Al secarme la lluvia de la cara tuve la seguridad de ver al señor Fryer en la distancia, hablando con otro hombre que parecía estar dando órdenes y señalando cosas a izquierda, derecha y centro; agarró a un marinero que pasaba, señaló otra cosa, y el hombre asintió con la cabeza y echó a correr en dicha dirección. Resolví ir hasta allí para pedirles que dieran la vuelta al barco y me dejaran regresar a casa, pero al salir a cubierta otro bandazo me lanzó hacia atrás y caí de espaldas escaleras abajo, para aterrizar sobre mi ya maltrecho trasero. De nuevo se me revolvió el estómago y me alegré de no haber comido desde la mañana, lo cual me impediría vomitar, pero, al alzar la vista, la distancia de vuelta a cubierta me disuadió y regresé por donde había venido para derrumbarme en la pequeña litera en el exterior del camarote del capitán, donde me volví de costado, de cara a la pared, me aferré el vientre y deseé que el barco o mi estómago dejaran de dar vueltas, el que primero se mostrara más solícito.
Todo pareció marchar bien unos instantes y mi cuerpo pareció relajarse, pero unos segundos después supe que todo estaba perdido y me revolví bruscamente para agarrar una maceta que estaba junto al catre y vomitar en ella de la manera más excelente, un proceso que continuó cierto tiempo hasta que mi estómago estuvo por completo vacío y sólo pude expulsar aire con cada arcada.
¿Y cómo acabó mi jornada, ese día distinto de cualquier otro que hubiese conocido y que tantos problemas me había acarreado? No lo sé. Iba y venía del sueño, mi cuerpo se mecía al ritmo de aquel demonio de barco, mi cabeza asomaba de forma intermitente sobre el borde para devolver en la maceta una vez más antes de sumirme en el estupor. En cierto momento estuve seguro de sentir una presencia junto a mí, que quitaba la maceta para reemplazarla por otra limpia, para regresar al cabo de un rato con un trapo húmedo que me aplicaba en la frente.