Los pensamientos se me agolparon en la cabeza mientras seguía poniendo orden y limpiando. ¿Azotes? ¿Latigazos? Por supuesto, sabía por boca de los marineros atracados en Portsmouth que eran sucesos habituales en cualquier travesía por mar, incluso en los tiempos que corrían, pero no se me había ocurrido que pudieran tener lugar en la
Bounty
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—Entonces le deseo éxito en su empresa, señor —dijo el señor Christian, levantando la taza a modo de saludo—. Y bien sabe el diablo que tras sus logros de anoche los hombres no querrán defraudarlo. —Titubeó un instante y apartó un poco la mirada al pronunciar la siguiente frase—. Me atrevo a decir que al señor Fryer le complace haberse equivocado.
—¿Eh? —soltó el capitán alzando la vista, su sonrisa ligeramente desvanecida—. ¿Qué ha dicho, Fletcher?
—El señor Fryer —repitió el oficial—. Estaba considerando que todos cometemos errores, y que debe de alegrarse esta mañana, en que surcamos estas aguas plácidas y a tan buena velocidad con viento de proa, de que usted no aceptara su deseo de aproarse.
Bligh reflexionó un momento.
—Bueno, hizo bien en sugerirlo —dijo al cabo con un dejo de conciliación en la voz—. En semejantes situaciones debemos considerar cualquier posibilidad. Sería negligente por nuestra parte no hacerlo.
—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a decir el señor Christian—. Por favor, no me malinterprete, capitán. En ningún momento he pretendido dar a entender que fuera una sugerencia cobarde por su parte.
—¿Una sugerencia cobarde…? —Bligh arrugó el ceño y luego negó con la cabeza, pero me pareció que sin demasiada convicción. Las palabras del señor Christian estaban calando en su mente—. De habernos aproado al viento, habríamos permanecido en esas aguas para no avanzar en absoluto —explicó al fin—. No vi otra alternativa que seguir navegando de empopada. Y sabía que podíamos conseguirlo, Fletcher. Lo sabía.
—También lo sabía yo, capitán —añadió alegremente el señor Christian, como si hubiese sido idea suya desde el principio—. Ahora, si me lo permite, capitán, me necesitan en cubierta.
—Por supuesto, por supuesto —contestó el señor Bligh, que pareció ensimismado; si el cerebro produjera sonidos al ir desgranando pensamientos, supuse que me habría ensordecido lo que pasaba por su cabeza en esos momentos—. Ah, Fletcher —dijo de pronto cuando éste salía ya del camarote—. A medida que avance el día, quiero que se enciendan fuegos para secar la ropa de los hombres. No debería esperarse de ellos que trabajen con esas prendas empapadas. Es insalubre y poco higiénico.
—Por supuesto, señor; me ocuparé de ello.
—Y dele hoy a cada hombre una ración extra de tabaco y ron en reconocimiento por sus esfuerzos de la noche pasada.
—Hemos perdido algunas provisiones en la tempestad, capitán —expuso con cautela el señor Christian—. ¿Le parece sensato premiar a los hombres a estas alturas?
—Deben saber hasta qué punto valoro su buen servicio —insistió con determinación el capitán—. Y es bueno para la moral tras tantas penurias. Ocúpese de ello, ¿quiere, Fletcher?
—Por supuesto —respondió el señor Christian—. Es muy generoso por su parte.
—Ah, y una última cosa —añadió el capitán, poniéndose en pie y acercándose despacio a él, con una expresión que sugería gran perplejidad. Titubeó un instante antes de hablar, como si no estuviese seguro de sus palabras o sus planes—. ¿He de suponer que… el señor Fryer… está en cubierta?
—Eso creo, capitán —fue la respuesta del oficial—. Aunque admito que no lo he visto esta mañana. ¿Envío al paje en su busca? —preguntó entonces señalándome con el pulgar.
—Sí —contestó el capitán frotándose el mentón, y entonces sacudió la cabeza como si hubiese cambiado de opinión y añadió—: No. No importa… —Reflexionó un poco más antes de volver a negar con un gesto—. No tiene importancia. Estamos a salvo y continuamos nuestro avance, eso es lo que cuenta ahora. No se hable más del asunto. Eso es todo, señor Christian.
El primer oficial y ayudante del maestre asintió con rapidez y se dirigió a cubierta, sin duda para provocar más problemas por el camino.
Me ocupé de unas cuantas tareas más en el camarote y el comedor mientras el capitán consultaba sus cartas y volvía a su diario, y no transcurrió mucho rato antes de que se oyeran grandes vítores en cubierta. Se había avistado tierra. Nuestro primer puerto a la vista, en el que podríamos reabastecer el barco y reparar algunas velas maltrechas.
Santa Cruz.
Tras casi un mes en el mar me sentí más contento que un gorrión ante la idea de desembarcar en tierra firme. Había conseguido «hacerme» al barco, tal como lo expresaba el capitán Bligh, y era capaz de comer y beber mis raciones sin sentirme como si me hubiese tragado un cucharón de laxantes. Aunque algo sabía del puerto de Santa Cruz —era un nombre que había oído antes de nuestro viaje—, ignoraba si el sitio ofrecería oportunidad para cualquiera de las dos cosas. En realidad, sólo descubrí que estaba en la costa portuguesa cuando el doctor Huggan, el cirujano del barco, pasó andando como un pato ante mí ensalzando las virtudes del coñac portugués y dirigiéndose hacia la pasarela más rápido de lo que habría creído posible en un hombre de aspecto tan inestable.
Confiaba en seguirlo, por supuesto, y esperé a que me pidieran que me uniese a uno de los grupos de marineros de primera que el capitán estaba mandando a tierra para reabastecer las bodegas, pero para mi gran decepción no me invitaron a ir con ellos. Me había parecido una buena oportunidad para investigar por mi cuenta una nueva ciudad; mis pies nunca habían hollado tierra extranjera y me pregunté si habría posibilidad de que alguien advirtiese mi desaparición, pues no formaba parte del destacamento de oficiales, sólo del de Bligh, y él estaba ya en la costa. No me avergüenza admitir que me pasó por la cabeza la idea de continuar quizá desde Santa Cruz en dirección a España, si la geografía no me engañaba, y empezar allí, donde el señor Lewis jamás me descubriría, una nueva vida con el nombre de Pablo Moriente. Sabía muy bien que la pena por deserción era la horca, pero me consideraba veloz y creía poder apañármelas para tener éxito en la huida. Por desgracia, antes de que pudiera seguir considerando mi plan, fui descubierto y llamado de vuelta al trabajo por nada menos que aquel jovencito despreciable, el señor Heywood.
—Eh, Tunante —me dijo al asomar la cabeza en el camarote del capitán y pillarme en el acto de estudiar las cartas geográficas para planear mejor la escapada—. ¿Qué diantre haces aquí abajo?
—Si le complace, señor —repuse haciéndole una reverencia como si fuera el príncipe de Gales y yo un lacayo de Liverpool con la intención de burlarme de él. El muy asno tenía como mucho un año más que yo, y por cierto no era ni tan alto ni tan apuesto—. He pensado que me aventuraría a continuar con la ocupación para la cual me pusieron a bordo de este navío y ordenaría los aposentos del capitán.
—Estabas mirando las cartas.
—Para entender mejor la diferencia entre longitud y latitud, señor, que nunca se me ha explicado de manera sensata y, como usted sabe, soy un acérrimo ignorante en las artes de la navegación, pues no he contado con una educación como la suya de usted.
Aguzó la mirada y me observó con recelo, tratando de encontrar en mi discurso alguna palabra que pudiera interpretarse como insubordinación.
—Habrá tiempo de sobra para que aumentes tus conocimientos en lo que sea que te plazca cuando estemos de nuevo en el mar —dijo echando rápidos vistazos alrededor, pues no lo invitaban con frecuencia al sanctasanctórum, y advertí que abrigaba resentimiento hacia mí por el hecho de que me pasara allí la mitad de mis horas de vigilia—. Sube a cubierta, de inmediato.
—Me temo que no puedo hacerlo, señor —repuse, negando con la cabeza—. El capitán me molerá a palos si no me ocupo de mis obligaciones.
—Tus obligaciones —espetó con rabia— son exactamente las que yo o cualquier otro oficial de la Armada de Su Majestad te diga, y lo que te digo es que has de subir a cubierta y ayudar a los hombres a baldearla, y eso harás. Inmediatamente.
Enrollé despacio las cartas, con la esperanza de que se fuera en ese lapso de tiempo, suponiendo que yo iba a obedecerlo, y se olvidara de mí, pero no tuve esa suerte.
—Date prisa con eso —espetó, quedándose donde estaba y hablando como si todos tuviésemos unas prisas tremendas y el mundo estuviera a punto de acabarse si no hacíamos exactamente lo que él decía y prontito—. El barco no va a limpiarse por sí solo.
Había conocido a otros muchachos como el señor Heywood a lo largo de mi vida y nunca me había llevado bien con ninguno. Durante mis años en el establecimiento del señor Lewis, la mayoría de mis hermanos —pues así los consideraba— eran chicos con los que había crecido, niños que habían acabado en su negocio al no tener otro medio de subsistencia, jovencitos que se habían enterado de que había un tipo por ahí, un tipo que acogía a pequeños granujas y les daba trabajo, los alimentaba y los vestía; no sabían gran cosa sobre qué podía entrañar ese trabajo, ni sobre cómo se verían obligados a pagar por la cama y la manutención. Al conocernos desde muy pequeños, la mayoría nos llevábamos muy bien, pero en ocasiones llegaba un chico mayor, un jovenzuelo al que el señor Lewis se traía porque le gustaba de forma especial, y oh, vaya si causaba problemas entonces ese elemento. Al primer vistazo se percataba de que tendría que competir por el afecto del señor Lewis —qué poco sabía el muy asno— y pensaba que, si no procuraba imponerse, los que tuviésemos su misma edad acabaríamos por echarlo y tendría que ganarse la vida en otra parte. Esos chicos siempre eran problemáticos, y admitiré que yo era uno de los que solían planear pequeñas extravagancias con vistas a que nos dejaran en paz; me avergüenzo al rememorarlo. El señor Heywood me recordaba mucho a tales pimpollos. Sospechaba que los oficiales lo trataban mal debido a su juventud, su inexperiencia y su aspecto repugnante, pues mirarlo no producía placer alguno, con aquel cabello oscuro y grasiento y esas pústulas en la cara que amenazaban con estallar como el volcán de Pompeya en cualquier momento, por no mencionar el hecho de que su jeta lucía la constante expresión de aquel al que han sorprendido durmiendo y obligado a vestirse y trabajar antes de poder percatarse siquiera de qué hora es. ¡Y qué ruidos emergían de su litera por las noches! No me gusta escribirlo aquí por lo vulgar que suena, pero a mi entender era de esos que se pasan media vida encendido y la otra media cascándosela, si se me disculpa la expresión.
Más o menos una tercera parte de la dotación del barco se hallaba en cubierta aquella radiante mañana en Santa Cruz, algunos en las jarcias reparando las velas, otros a cuatro patas en las cubiertas con baldes de agua y cepillos para frotar, y otros más que regresaban de la ciudad con provisiones para continuar viaje. El perro, el señor Heywood, miró alrededor y señaló hacia dos hombres que estaban de rodillas junto al tambor fregando el suelo.
—Ahí, Tunante —ordenó.
—Me llamo Turnstile —repliqué, dispuesto a darle un bofetón por su insolencia.
—No me importa —contestó con igual presteza—. Vas a trabajar con Quintal y Sumner. Cuando hayáis acabado, quiero que se pueda comer en esa cubierta, ¿me has entendido?
—Perfectamente —murmuré cuando se volvió para alejarse—. Y estaré encantado de servirle la cena en ella.
—¿Cómo? —preguntó girando en redondo.
—He de limpiar la cubierta, señor. Como usted diga.
—Como sabes, el capitán valora la higiene por encima de todo.
—Oh, bien que lo sé, señor —aseguré haciéndome el fanfarrón—, bien que lo sé. Justo la otra noche estábamos en su camarote y me dijo: «Señor Turnstile, si algo he aprendido durante mi carrera al servicio de Su Majestad…».
—No tengo tiempo para tus absurdos relatos —exclamó Heywood, o más bien ladró, considerando que era un perro, y advertí que me había apuntado una victoria, porque no le gustaba la idea de que el capitán y yo compartiéramos confianzas, aunque la pura verdad era que sí lo hacíamos. De hecho, a lo largo de las semanas anteriores, me había encontrado con que el capitán me hablaba durante varios minutos siempre que me hallaba en su presencia y me contaba cosas que quizá nunca habría discutido con los hombres o los oficiales. Sospecho que era así porque no me consideraba uno de ellos, sino su criado personal, a quien podía confiar sus pensamientos particulares, como podría considerarse a un médico, y tenía razón pues me gustaba pensar de mí que era un tipo leal, excepto cuando planeaba la huida de las garras del rey Jorge, debo admitir. Aunque sí me sentó mal que no me permitieran bajar a tierra a pasarlo bien; me pareció un golpe bajo y cruel.
—El capitán desea que el barco se baldee y restriegue de puño de amura a puño de escota mientras reabastecemos las bodegas y hacemos algunas reparaciones —continuó al tiempo que se rascaba enérgicamente las partes mientras me hablaba, el muy cerdo—. Así pues, ponte manos a la obra de inmediato.
Asentí y, tal como me había ordenado, me dirigí hacia los dos hombres, que a su vez levantaron la vista para mirarse mutuamente y sonreírse mientras me acercaba. No había pasado mucho tiempo en cubierta desde que abandonáramos Spithead en diciembre y, por mor de la verdad, algunos marineros me daban pavor. Había conocido muchos tipos duros en mis tiempos —los amigos del señor Lewis solían ser los rufianes más desagradables con que uno podía toparse—, pero los hombres de a bordo tenían pinta de poder matarte con la misma facilidad con que te daban la hora. Eran como osos. Y apestaban. Y andaban siempre mascando con sus bocas desdentadas o quitándose Dios sabía qué de los hirsutos cabellos. El primero de los dos marineros que me esperaban era Matthew Quintal, un tipo grandote de unos veinticinco años y con unos músculos de buey, mientras que el segundo, John Sumner, era quizá algo mayor y de complexión no tan fuerte, pero estaba claramente a la sombra de su señor.
—Buenos días —saludé, y al punto lamenté haberlo dicho, pues me hizo parecer el mayor mariquita de la historia. Debería haber cerrado el pico y haberme puesto a trabajar.
—Vaya, pues buenos días a ti también —se burló Quintal, y la ancha sonrisa que apareció en su cara me inquietó al instante—. No me digas que nuestro pequeño lord de la cubierta inferior se ha dignado subir las escaleras para ayudar a los hombres que trabajan, ¿eh?