—Y sin duda te preguntarás por qué no hemos intervenido ni yo ni el señor Elphinstone.
No contesté; por supuesto, eso era lo que estaba pensando, y él lo sabía, pero no me correspondía sugerir nada semejante. De forma que hice gala de sensatez y mantuve los labios sellados.
—No habías estado antes en el mar, ¿verdad, Tunante? —me preguntó, y negué con la cabeza—. Uno aprende ciertas cosas durante las travesías. Y una de ellas es permitir que los hombres hagan ejercicio cuando lo necesitan. No agradecerían que un oficial interviniera en un momento como ése. Les molestaría bastante. Ni siquiera a Skinner, el pobre imbécil, le habría hecho gracia, pese a la paliza que se ha llevado. Los hombres son así. No hay mujeres por aquí para gastar energías, de manera que tienen que liberarlas unos con otros. Sospecho que algo entiendes de eso, ¿verdad?
Lo miré y mi rostro se ruborizó más que nunca. ¿Cómo no iba a preguntarme qué había querido decir? Yo no había hablado con nadie sobre mi vida antes de la
Bounty
; ¿sabía el señor Christian secretos que yo creía a buen recaudo? Continuó mirándome como si pudiera verme el alma misma en el fondo de mi ser y, no sé por qué, sentí el escozor de las lágrimas en los ojos.
—Bueno —repuso al fin—. Basta de cháchara. A cubierta, Tunante. El capitán desea dirigirse a la tripulación.
Crucé el gran camarote, seguido por el señor Christian, consciente de que su mirada me taladraba la espalda, y por primera vez desde que zarpamos empecé a lamentar las reducidas dimensiones del navío. Por supuesto, estaba acostumbrado a los espacios pequeños; en el establecimiento del señor Lewis apenas había sitio para nada. Pero en ese momento, caminando hacia cubierta seguido por el primer oficial, sólo deseé que me dejasen en paz, no tener que responder ante nadie, disponer de una habitación propia donde ocultarme de las miradas. Mis deseos eran vanos. Semejantes placeres no le tocaban en suerte a un chico como yo.
En cubierta, el capitán parecía de mal humor otra vez. Caminaba de acá para allá mientras los hombres se congregaban, y les gritaba que formaran filas y cuanto antes. Anochecía y las aguas estaban razonablemente calmas cuando empezó su discurso.
—Tripulación —dijo—. Llevamos un mes en el mar y, como sabéis, todavía nos queda mucho camino por recorrer antes de que nuestra misión dé comienzo siquiera. Todos os habéis hecho a la mar con anterioridad…
—Excepto el joven Turnstile —intervino el señor Christian, refiriéndose a mí por mi verdadero nombre por primera vez y empujándome hacia el centro de la cubierta. El capitán se volvió para mirarme.
—Casi todos os habéis hecho a la mar con anterioridad —se corrigió el capitán—. Y como también sabéis, los ánimos de los hombres pueden decaer y el cuerpo puede empezar a degradarse si no se ejercita con regularidad. He advertido que varios de vosotros tenéis un aspecto aletargado y el cutis pálido, y he decidido tomar dos medidas para mejorar nuestras condiciones a partir de ahora.
Hubo un murmullo general de aprobación entre los hombres, que se miraron unos a otros y musitaron sugerencias sobre aumentos de raciones y más cerveza, pero fueron rápidamente silenciados por el señor Elphinstone, que les gritó que se callaran y prestaran atención a su capitán.
—Por el momento todo va bien —continuó éste, y me dio la sensación de que lo inquietaba un poco dirigirse a los cuarenta hombres y muchachos que éramos—. No hemos perdido a nadie por problemas de salud, gracias a Dios, y diría que hemos establecido un nuevo récord en la Armada de Su Majestad, el del mayor número de días sin que se lleve a cabo ninguna acción disciplinaria.
—¡Hurra! —exclamaron los hombres al unísono, y el capitán Bligh pareció muy complacido.
—Para recompensaros por vuestro buen servicio y para que cada hombre continúe lo más sano posible, propongo cambiar el programa de guardias a partir de mañana. En lugar de dos turnos de doce horas cada uno, propongo introducir tres turnos de ocho horas, asegurando así que todos dispongan de ocho horas en su propia litera para descansar la vista y recuperar el sueño. Creo que estaréis de acuerdo en que eso os permitirá estar más fuertes y alertas ante las difíciles aguas que nos esperan.
De nuevo murmullos de aprobación, y por la sonrisa del capitán advertí que su humor estaba mejorando, pues parecía encantado con la respuesta de la tripulación. Justo en ese momento, sin embargo, el señor Fryer avanzó un par de pasos para estropear su contento. No pude evitar preguntarme por qué siempre se creía con derecho a actuar de ese modo.
—Capitán —intervino—, ¿le parece sensato, considerando que…?
—¡Maldito sea, hombre! —bramó el señor Bligh en un tono que silenció al instante a todo el mundo, y confieso que di un respingo de miedo al oírlo y que podría haber saltado por la borda de habérseme ocurrido—. ¿No puede entender una orden cuando la oye, señor Fryer? Soy el capitán de este barco, y si digo que va a haber tres guardias de ocho horas cada una, es que las habrá; no serán dos, ni cuatro, sino tres, y no toleraré que nadie lo cuestione. ¿Ha entendido, señor Fryer?
Miré, como todos los demás, al señor Fryer y, si el rostro del capitán se había puesto escarlata de ira, el del señor Fryer había palidecido de pura perplejidad. La furia del señor Bligh había aparecido de la nada y el maestre permanecía ahí plantado, con la boca abierta como si se dispusiera a terminar la frase que había empezado. Pero no pronunció palabra alguna, y al cabo de unos instantes retrocedió hasta su sitio con la vista fija en la cubierta. La expresión de su rostro habría agriado la leche. Eché un vistazo al señor Christian y estuve seguro de advertir una leve sonrisa en sus labios.
—¿Alguien más tiene algún comentario que hacer? —exclamó entonces el capitán, lanzando miradas alrededor.
No me importa admitir que me sorprendió la rapidez con que había cambiado la atmósfera, del buen humor a la tensión, y no supe muy bien si culpar de ello al señor Fryer o a su superior. Me pareció, aunque no me explicaba el motivo, que el maestre no podía hacer nada a derechas a ojos del capitán.
—Bueno, ésa es la primera cuestión —concluyó éste, secándose la frente con el pañuelo—. La segunda tiene que ver con el ejercicio. Cada hombre a bordo, hasta el último de ellos, dedicará una hora al día a hacer ejercicio en la forma concreta del baile.
Los murmullos empezaron otra vez y nos miramos unos a otros, seguros de que habíamos oído mal.
—Le ruego que me disculpe, señor —intervino con cautela el señor Christian, eligiendo bien las palabras para no sufrir el mismo destino que el señor Fryer—. ¿Ha dicho usted baile?
—Sí, señor Christian, me ha oído bien, he dicho «baile» —respondió el señor Bligh con energía—. Cuando servía a bordo del
Endeavour
, yo mismo bailaba con regularidad, al igual que el resto de la tripulación, a las órdenes del capitán Cook, que reconocía los saludables beneficios del movimiento constante que se realiza durante la danza. Para eso se halla a bordo el señor Byrn: para proporcionarnos música. Dé un paso al frente, por favor, señor Byrn.
Del fondo mismo de las filas de hombres apareció la anciana figura de este hombre, con quien había mantenido una única conversación sobre las relativas ventajas de la manzana con respecto a la fresa, armado con su violín.
—Ahí está —anunció el capitán—. El señor Byrn nos deleitará con una hora de música todos los días entre las cuatro y las cinco, y quiero ver a toda la tripulación en cubierta para bailar, ¿entendido? —Los hombres asintieron con la cabeza y dijeron que sí, y advertí que la idea les hacía gracia—. Bien —concluyó, y se dirigió entonces al cocinero—: Señor Hall, un paso al frente. —Este hombre, que se había mostrado amable conmigo la primera vez que puse un pie a bordo, titubeó sólo un instante antes de obedecer. El capitán miró alrededor y sus ojos se clavaron en los míos—. Joven señor Turnstile, puesto que te hemos identificado como la única persona a bordo que no había navegado antes…
El corazón me dio un vuelco tan tremendo que pensé que iba a salírseme por la boca. Cerré los ojos un instante e imaginé la humillación que estaba a punto de padecer. Iba a verme obligado a bailar con el señor Hall delante de todos. No me quedaría más remedio. En la penumbra de mis ojos cerrados apareció una imagen mental del señor Lewis, sonriendo y burlándose de mí cuando se abría la puerta y los caballeros entraban en la habitación, para sonreírnos a su vez a mis hermanos y a mí mientras ocupaban sus asientos para la selección de esa velada.
—Tendrás el honor de elegir una pareja de baile para el señor Hall —anunció el capitán.
Abrí los ojos y parpadeé. ¿Había oído bien? Apenas me atrevía a creerlo.
—Disculpe, ¿cómo ha dicho, señor?
—Venga, muchacho —insistió él con impaciencia—. Elige una pareja para que el señor Hall inicie el baile y así el señor Byrn podrá empezar a tocar.
Observé a los hombres que me rodeaban y cada uno de ellos apartó la vista. Nadie quería mirarme a los ojos por temor a que lo escogiera y se viera sometido a la misma humillación que acababa de imaginar para mí.
—¿Cualquiera, señor? —pregunté mirando alrededor y calculando el castigo que cada hombre podría infligirme más tarde si lo elegía.
—Cualquiera, Turnstile, cualquiera —confirmó él alegremente—. No hay ningún tripulante a quien no le convenga el ejercicio. Estáis hechos unos fofos, ni más ni menos.
En ese momento el barco escoró levemente a estribor y al sentir la salpicadura del agua en la cara, me remonté a una semana atrás, al momento en que un cubo de agua fue arrojado sin ceremonias sobre mi inocente persona. De inmediato supe a quién escogería.
—Elijo al señor Heywood —anuncié, y pese al fragor del viento y las olas, no se me ocultó el rumor que se produjo al contener todos el aliento.
—¿Qué has dicho? —preguntó el capitán, mirándome con cierta sorpresa.
—Ha dicho que el señor Heywood —exclamó uno de los hombres, y el capitán se volvió hacia él antes de concentrarse otra vez en mí y aguzar la mirada, considerando la situación.
Yo había elegido a un oficial, algo que él no había esperado. Había supuesto que escogería a un guardiamarina o un marinero de primera. Pero lo cierto era que, delante de toda la tripulación, me había invitado a elegir a cualquiera, y difícilmente podía retirar su palabra ahora sin perder la dignidad. Miré alrededor y ahí, de pie en el extremo mismo del grupo de hombres, con cara de pocos amigos y las pústulas hirviendo de rabia justificada, estaba el perro en persona, clavándome una mirada tan cargada de veneno que me pregunté si no acababa yo de cometer la mayor equivocación de mi vida.
—El señor Heywood es el elegido, entonces —anunció por fin el capitán, y miró al oficial.
—Señor, tengo que objetar… —empezó el joven, pero su superior no quiso oír nada.
—Venga, Heywood, nada de objeciones, se lo ruego. Todos los hombres tienen que hacer ejercicio, y un joven como usted debería deleitarse con ello. Dé un paso al frente ahora mismo. Señor Byrn, ¿conoce
Nancy la de los temporales
?
—Sí, capitán —repuso Byrn con una amplia sonrisa—. Y también conocí a su madre.
—Entonces, tóquela —ordenó el capitán, prescindiendo del comentario—. ¡Vamos, señor Heywood, no se entretenga! —bramó entonces con una voz que pretendía sonar divertida pero rayó en la misma ira que había mostrado hacia el señor Fryer no hacía ni cinco minutos.
Cuando el violín empezó a sonar, el capitán dio fuertes palmadas al ritmo de la música y, enseguida, los hombres lo acompañaron, mientras el señor Heywood y el señor Hall permanecían uno frente al otro, titubeantes. Entonces, con gesto muy cortés, Hall dio un paso atrás e hizo una profunda reverencia, quitándose la gorra, estableciendo por tanto que asumía el papel del caballero en la pareja y ganándose con ello una tremenda salva de aplausos y risas por parte de sus compañeros.
—¡El señor Heywood es la meretriz! —exclamó uno.
El oficial se revolvió, furioso y dispuesto a emprenderla a golpes con él, pero el capitán no pensaba tolerarlo.
—Baile, Heywood —exclamó—. Sonría y a lo mejor también usted lo pasa bien.
Hall estaba danzando como si su vida dependiese de ello, con las manos en el aire y los pies dando brincos en una giga irlandesa sin dejar de sonreír como un loco, razonando que si debía hacer el ridículo delante de los hombres lo mejor era conquistarlos y ahorrarse sus burlas después. Heywood, por su parte, bailaba titubeante, con pinta de estar más avergonzado a cada instante. Cuando el capitán ordenó que todos empezásemos a bailar, el oficial se vio rodeado por una multitud y finalmente lo perdí de vista, aunque apenas me había atrevido a mirarlo desde que lo hube seleccionado.
—¿Te parece que eso ha sido sensato? —me preguntó el señor Christian acercándoseme por detrás y susurrándome directamente en la oreja, lo que me hizo dar un brinco.
Sin embargo, cuando me volví para enfrentarme a él con una respuesta, descubrí que también había desaparecido. El capitán me cogió del brazo y me empujó hacia el tumulto, insistiendo en que me uniera a la danza.
Aunque recibí palmadas de aprobación en la espalda, pues mi elección los había entusiasmado a todos y encima había conseguido dejar en ridículo a un oficial —uno que les desagradaba en particular—, no pude sino preguntarme si mi decisión no había sido la más estúpida de cuantas había tomado desde que decidí escamotear el reloj del caballero francés dos días antes de Navidad.
Si había pagado por aquello con mi libertad, sospechaba que el señor Heywood procuraría hacerme pagar un precio mucho más alto.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se vengara de mí, y cuando llegó el momento no me cupo duda de que iba a pagar por mi insolencia con mi vida. Al recordar los acontecimientos de aquella espantosa mañana, todavía tiemblo de rabia y siento tan desesperado temor por mi existencia que deseo poder hallarme de nuevo en compañía de aquella criatura para hacerle sentir un terror y un pánico equiparables a los que padecí. Confieso que al iniciar esta parte de mi relato he tenido que recorrer tres veces el espacio de mi gabinete y tomarme un par de vasos de licor, tanto es el dolor que me producen los recuerdos.
Habían transcurrido dos semanas desde que el capitán Bligh me designara para escoger la pareja de baile del señor Hall, y mi posición a bordo había ascendido considerablemente en ese intervalo. Cuando me hallaba en cubierta, los hombres me llamaban a veces «señor Turnstile» en lugar de «Tunante»; se dirigían a mí con un recién descubierto sentido de la igualdad y empezaba a sentir que podía conversar con los marineros de primera con mayor confianza de la que tenía cuando puse el pie por primera vez en la
Bounty
unos meses atrás. Ni siquiera el más rudo tripulante me intimidaba ya tanto como antaño, y si bien recibía mi buena ración de codazos en las costillas durante las sesiones de baile de la tarde —pues sí comentaban que era tan apuesto como algunas de las mozas que habían conocido en sus tiempos—, me aseguraba de devolverlos tan fuertes como los encajaba. En resumidas cuentas, poco a poco iba integrándome en la tripulación.