Las buenas ocasiones no habían de faltarle. La primera que se le ofreció fue la de ir a la grande y hermosa isla, donde se crían la canela y el clavo y abundan las perlas en el mar que la ciñe. Los antiguos griegos y romanos la llamaron Trapobana, Lanca los indios, los árabes Serendib, y por último se llamó Ceilán. En sus Costas habían fundado los portugueses varios fuertes y factorías, desde donde procuraban dominar toda la isla. Reinaba en ella, sobre la raza indómita y guerrera de los singaleses, un rey tan valiente como astuto llamado Rayasinga. Lejos del alcance del poder portugués estaba la capital y residencia de este rey a donde sólo podía llegarse salvando enriscadas montañas a través de peligrosos desfiladeros.
Imaginaban los portugueses que aquel reino había sido cristiano en lo antiguo, gracias a las predicaciones del apóstol Santo Tomás que hasta él había llegado, pero imaginaban también que el cristianismo de los singaleses se había pervertido y maleado con el transcurso del tiempo, turbando la pureza de su doctrina mil absurdas supersticiones. La verdad era que lo que creían los portugueses cristianismo viciado era la religión fundada por Sidarta, príncipe de las sakias de Kapilabastu, y predicada en Ceilán algunos siglos antes de Cristo. La moral de esta religión no podía ser más santa ni más hermosa, pero su metafísica era errónea y desconsoladora. En el amor y en la compasión por el infeliz linaje humano, sin distinción de castas ni de jerarquías, estribaba aquella moral, pero no tenía un Dios misericordioso. Su Dios, si tal podía llamarse, era el ser único, infinito e indeterminado en quien todo cuanto es y en quien todo cuanto puede ser se contiene. El término de la aspiración, la suprema bienaventuranza de religión tan extraña era romper el límite que nos separa del todo, y perdiendo tal vez la conciencia individual, hundirnos en la inmensidad de la sustancia única, acabada ya la serie de transmigraciones del alma y gozando de inefable reposo. A tales dogmas, sin embargo, el amor y la compasión prestaban como ya hemos dicho, una moral muy pura.
Entre la teoría y la práctica hay a menudo gran contradicción y no era pequeña la del caso de que hablamos. El piadoso rey Rayasinga, con la aprobación acaso o con la indulgencia al menos del gran sacerdote Sumangala, había destronado a un hermano suyo, que andaba forajido, y había envenenado a otro de sus hermanos, reinando así en lugar de los dos y dando unidad a su reino. Para darle también completa independencia y gloria combatía con frecuencia a los portugueses. Estos combates, sangrientos y obstinados, eran estériles siempre. Ni Rayasinga lograba apoderarse de ningún fuerte de los portugueses, ni estos, salvando las montañas y atravesando los desfiladeros, llegaban a asediar la capital de Rayasinga.
Poniéndose a las órdenes de Juan Silveira, que mandaba en Cananor, Miguel de Zuheros fue a Ceilán a combatir y a escarmentar al mencionado rey; en varios encuentros que tuvo con sus huestes alcanzó siempre la victoria y contribuyó no poco a que cansados de luchar por una y otra parte, se sentasen paces de nuevo.
Morsamor pasó luego a Sumatra y tomó parte en otra expedición guerrera contra el monarca de Pacen, que los portugueses consideraban intruso y a quien destronaron dando su trono y reino a un sobrino suyo que había ganado el favor y auxilio de los portugueses declarándose vasallo del rey don Manuel.
Alentado con esta conquista del reino de Pacen, en la que tuvo no pequeña parte, Morsamor se puso a las órdenes de Jorge Brito y fue con él a una expedición contra el rey de Achin, cuyos súbditos, inquietos y belicosos, infestaban con sus piraterías aquellos mares.
En balde reclamó Jorge Brito del rey Achin la entrega de mercancías, de armas y hasta de portugueses cautivos, de que se había apoderado por sorpresa o aprovechándose del naufragio de dos buques de Portugal en aquellas costas. Esto dio motivo o pretexto a Jorge Brito para romper las hostilidades, empeñándose imprudentemente en empresa muy peligrosa. En dos fustas y con menos de trescientos hombres de desembarco navegó contra la corriente del río hacia la capital de los achineses. Casi a la mitad del camino tenían estos una fortaleza, donde había bastantes arcabuceros y algunas bombardas, cuyos disparos impidieron a las fustas seguir adelante y mataron a cuatro de los hombres que las tripulaban.
Ansioso Jorge Brito de tomar venganza desembarcó con sus trescientos soldados, entre los cuales había no pocos ilustres y valerosos caballeros de la corte del rey don Manuel. Morsamor estaba entre ellos.
Muy reñidos y sangrientos fueron el ataque y la defensa del fuerte de los achineses, los cuales hicieron vigorosas salidas. En una de ellas estuvieron a punto de desordenar y derrotar por completo la hueste lusitana, merced a una inesperada estratagema de que se valieron, lanzando contra los portugueses una manada de búfalos que tenían acorralados.
Los portugueses, no obstante, iban ya triunfando de todo. Los sitiados, casi en fuga, se retiraban al fuerte, y ya Jorge Brito y Morsamor tenían la esperanza de tomarle por asalto cuando el propio rey de Achin llegó en defensa del fuerte con más de dos mil infantes, con algunos caballos y con seis elefantes poderosos adiestrados para la lucha, defendidos por muy firmes corazas y dirigidos por cornacas hábiles y denodados. Los portugueses estaban todos a pie. Casi envueltos por tan superiores fuerzas enemigas, retrocedieron con espanto hacia la orilla del río. Sólo reembarcándose podían lograr ya salvar las vidas, mas para reembarcarse era menester, no sólo hacer cara al enemigo, sino tenerle a cierta distancia durante algún tiempo.
Los valientes caballeros que de esto se encargaron hicieron prodigios apenas creíbles. En aquel trance murieron más de cincuenta portugueses, no pocos de ilustre familia y entre ellos el mismo Jorge Brito capitán de la hueste, y los cinco músicos que siempre llevaban consigo, Porque gustaba en extremo de que le exaltasen y animasen en el combate cantando y tocando instrumentos sonoros.
La muerte que amedrantó más a los portugueses fue la de Gaspar Fernández. El elefante más gigantesco le cogió con la trompa, le tiró por el aire, y no bien cayó al suelo, le acabó de matar estrujándole el pecho y rompiéndole el cráneo con sus gruesas patas delanteras.
Morsamor quiso vengar a aquel compañero de armas, que tal vez era el que más estimaba y quería. Acometió por un lado al elefante y logró derribar a su cornac hiriéndole de una estocada. El elefante se revolvió contra Morsamor y le asió también con la trompa. La espada se le cayó a Morsamor de la diestra; pero, con la rapidez del rayo, y sin dar tiempo a que el elefante le lanzase o le ahogase apretando, le agarró con la mano izquierda de una oreja, y desenvainando con la otra mano el acicalado puñal, que llevaba al cinto, le hundió hasta el puño en la cerviz de aquella fiera, con tino tan eficaz que en el acto perdió la vida, cayendo con estruendo por tierra su espantosa mole. Morsamor cayó también, pero cauto y ligero, no cayó debajo sino encima de su víctima.
Aunque Morsamor se levantó con rapidez, allí hubiera muerto, circundado de muchos enemigos, si los de la hueste portuguesa, maravillados y reanimados al ver su hazaña, no hubieran acudido en su auxilio. Aquella hazaña de Morsamor contuvo el ímpetu de las gentes del rey de Achin y prestó bríos y dio tiempo a los portugueses para que se reembarcasen, si bien con lamentable pérdida, no completamente derrotados.
De vuelta Morsamor a Goa para reposar sobre sus laureles, se complació en ver cundir su fama y crecer el número de sus admiradores, convertidos muchos de ellos en parciales devotos. La emulación y la envidia hacían que también sus enemigos se aumentasen. Y a todo contribuía en gran manera Tiburcio de Simahonda que, menos retraído y mucho más expansivo que Morsamor, se mostraba por donde quiera y trataba toda clase de gente. Tiburcio, como en Lisboa, sabía ganar amigos en la India, pero su buena fortuna con las mujeres y en el juego le creaba muchos envidiosos. Menester era de toda la prudencia y tino de Morsamor, para evitar riñas entre dichos envidiosos y los del bando que sin pretenderlo él querían seguirle y cuyo aparente adalid era Tiburcio. Los más desalmados aventureros y los menos favorecidos de la suerte, acudían a Tiburcio, esperando por su medio ganarse la voluntad de Morsamor y embelesados por lo pronto por el alegre carácter, burlas y chistes de aquel doncel atrevido.
Francisco Pereira Pestana, gobernador de Goa, recelaba de continuo que la rivalidad entre la gente que acaudillaba Tiburcio y los que le envidiaban y odiaban originase desórdenes sangrientos. El más vivo deseo del gobernador se cifraba en que Miguel de Zuheros y Tiburcio abandonasen la ciudad llevando consigo a los más turbulentos aventureros y acometiendo alguna arriesgada empresa de la que tal vez sería lo mejor que nunca volviesen.
Aunque movido Morsamor de sentimientos contrarios, coincidía con el gobernador en hallar difícil y enojosa su posición en Goa, ansiando salir de allí en busca de aventuras, con toda independencia de Portugal y campando por su respeto.
En tal situación de ánimo y después de aconsejar a Tiburcio que fuese circunspecto y sufrido a fin de vivir en paz, Morsamor le manifestó el ansia que tenía de salir de Goa y de buscar honra y provecho por nuevos y no trillados caminos.
Poco tiempo después de esta confidencia de Morsamor, Tiburcio, que al principio se había callado, hubo de hacerle el siguiente razonamiento:
—He meditado sobre lo que te trae caviloso y que días pasados me confiaste. He hecho más: he gustado de tu propósito y he empezado a abrir el camino para que se logre. Para nosotros siempre será aquí el peligro mayor que la gloria. Debemos, pues, salir de aquí. Fuera de aquí el peligro podrá ser grandísimo, pero la gloria estará en proporción y será también grande. Para que me entiendas bien, te diré el concepto que formo yo de la tierra en que ahora estamos y de la gente que la habita. Mi trato con ella y mi facilidad para entender su idioma, hacen que yo lo comprenda todo con más claridad y exactitud que los portugueses.
Lleno de curiosidad Morsamor, prestó grande atención a Tiburcio que continuó diciendo:
—Hay en la India muchas y muy diversas naciones, castas, lenguas y tribus, pero desde hace más de tres mil años, existe en la India una casta predominante, que se enseñoreó de todo y que supo conservar el imperio por fuerza, por astucia y por sabiduría. Mucho antes de que floreciesen Atenas y Roma, mucho antes de que Salomón e Hirán enviasen sus flotas a Ofir y de que los fenicios fundasen a Cádiz, bajó del montañoso centro del Asia a las fértiles llanuras que riegan el Indo y el Ganges, un pueblo nobilísimo e inteligente, valientes guerreros los más y algunos de ellos inspirados y divinos poetas, que los guiaban y entusiasmaban. Este pueblo de superior condición redujo a su obediencia y mandado a los otros pueblos que en la India vivían. Y de allí en adelante, los guerreros del pueblo conquistador fueron los reyes y los nobles de la India, y sus poetas o
richis
, convertidos en sacerdotes, sabios y filósofos, no sólo prevalecieron sobre las naciones conquistadas, sino también sobre los reyes y los nobles que las habían sometido. La primitiva y sencilla religión que los
richis
habían formulado en sus himnos vino a convertirse en complicadísimo sistema y en sutil teología, cuyos intérpretes y depositarios fueron los descendientes de los
richis
a quienes en el día llamamos brahmanes. Estos han conservado su poder, sobreponiéndose durante siglos a interiores rebeldías y a conquistas e invasiones extrañas. Amenazado se halla hoy este poder por los portugueses, pero sólo en el litoral. Los sectarios de Mahoma son quienes tierra adentro le combaten. ¿Por qué no hemos de ir nosotros tierra adentro a promover la rebelión de los brahmanes y a darles auxilio contra los muslimes?
—¿Qué ganaría yo con eso, interpuso Morsamor, o para mí, o para la nación a que pertenezco, o para la religión que sigo, aunque pecador y fraile escapado de su convento?
—Ganarías mucho —replicó Tiburcio—. En primer lugar, combatirías el islamismo y quebrantarías por aquí el imperio de turcos y de moros, que han sido hasta ahora los mayores enemigos de nuestra católica España. Y en segundo lugar, sólo Dios sabe hasta qué extremo de ventura, hasta qué dichoso y espantable éxito pudieras llegar con tu audacia. Si consiguieses dar aliento y ayuda a los brahmanes, vencer con ellos el Islam
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y restablecer en toda su amplitud el influjo y el imperio de casta tan inteligente, no lo dudes, los brahmanes, agradecidos, te reconocerían por nuevo y resplandeciente
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y harían que por tan alto carácter, todos los indios te reverenciasen y temiesen. Así acaso podrías tú más tarde, con habilidad y prudencia, convertir a la religión cristiana a los que fuesen súbditos tuyos y crear el reino del Preste Juan, que tal vez no existió nunca sino en la fantasía de los europeos, o renovarle con mayor esplendor y gloria, dado que existiese en el centro del Asia antes de que Temugin le destruyera, como sienten algunos autores. Setenta y dos reyes rendían homenaje, feudo, obediencia y tributo al antiguo Preste Juan, real o soñado. ¿Por qué habías tú de ser menos y no tener a tu servicio otros setenta y dos reyes?
—Todo eso estaría muy bien —dijo Morsamor—. Aunque parezca fantástico e inasequible, yo me siento capaz de todo. Pero ¿dónde están los brahmanes que quieran sublevarse y sacudir el yugo del Islam
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?
—A eso voy —contestó Tiburcio—. Lo dicho hasta aquí es mero preámbulo antes de entrar en materia. Me han hecho proposiciones para ti y vengo a comunicártelas. Así como en España, cuando se hundió el Califato de Córdoba, surgió de sus ruinas multitud de Estadillos, donde alzaron sus trenes no pocos régulos, aquí también se han formado reinos musulmanes diversos, que se sostienen aún, a pesar de las sucesivas y pasajeras invasiones de los mongoles y a pesar de la malquerencia de los sectarios de Brahma que no han sabido sacudir el yugo extraño. Ahora al cabo tienen el propósito de sacudirle. En la ciudad santa de la India, foco ardiente y luminoso de su religión y centro de su antiquísima cultura, abrigan tan gran propósito. Conspiran para lograrle los brahmanes más ilustres y algunos
chatrias
de generoso carácter y de regia extirpe. No cuentan bastante con el pueblo, ni confían en él considerándole enervado por siglos de esclavitud y porque además el pueblo no combatiría para ser libre, sino para sacudir un yugo y someterse a otro yugo. Los brahmanes esperan con todo que el pueblo combata en favor de ellos, impulsado por el fanatismo religioso que procuran infundirle. Mas al principio y para dar el primer golpe, necesitan de un núcleo, aunque pequeño muy firme, de varones esforzados, de héroes verdaderos, capaces de exponer la vida en los lances más terribles y de realizar prodigios de sobrehumana osadía. El núcleo de que hablo sólo puedes formarle tú o por mejor decir, le tienes ya formado con más de doscientos aventureros que hay en Goa dispuestos a seguirte a donde quiera que los guíes. La fama a llevado todo esto hasta la gran ciudad de Benarés. El jefe supremo de los brahmanes, el sublime y venerando Balarán, alma de la conjuración, sabe lo que vales y solicita misteriosa y recatadamente tu auxilio. Para alcanzarle ha venido a Goa en tu busca el sabio brahmán Narada, confidente de Balarán, que ha hablado ya conmigo y que pide audiencia para hablarte. Narada, que sabe muchísimas cosas, sabe también las lenguas latina e italiana y podrá entenderse perfectamente contigo. ¿Quieres oírle y tratar con él de tan importante negocio?