Fray Miguel estaba tan impaciente y tan ansioso ya de rejuvenecerse, que las explicaciones del Padre Ambrosio le parecían inútiles y le cansaban. Por el debido respeto, sin embargo, no se atrevió a dar la menor señal de impaciencia.
El Padre Ambrosio se complacía en perorar y prosiguió de esta suerte:
—Ten calma y espera. La destilación del maravilloso filtro, que va a remozarte, se está verificando en ese pequeño alambique. Apenas empiece a salir por la boca de la culebra la refinada quinta esencia, acudiré a recogerla en la misma copa en que bebiste la poción preparatoria, y tú la beberás sin vacilar.
—La beberé con ansia —contestó Fray Miguel— para apagar la sed de vida y de juventud que me devora.
—Todavía me incumbe decirte —interpuso el Padre— que no quiero, cuando te remoces, dejarte ir solo por esos mundos de Dios. Deseo que lleves en tu compañía a alguien de toda mi confianza, que sabrá, sin duda, conquistar la tuya y que vendrá a ser como tu criado, paje, escudero y secretario todo en una pieza.
—¿Y quién va a ser ese acompañante que me designas?
—El hermano Tiburcio que está presente —contestó el Padre Ambrosio—. Más gana tiene él de correr mundo que de estar metido en su celda. Con todo, no es esta la razón que me induce a que el hermano Tiburcio te acompañe. Los caballeros que salen en busca de aventuras llevan siempre escuderos y tú no has de infringir esta ley o esta costumbre. En cuantas historias conozco de hombres que para medrar o para divertirse y holgarse se han dado al diablo, el diablo figura después constantemente al lado de ellos como ayudante o espolique, y tú no has de ser menos aunque distes muchísimo de haberte dado al diablo. Tendrás, pues, escudero, aunque natural y humano. El hermano Tiburcio, si bien es un mozuelo barbilampiño, sabe más que el diablo y te valdrá de mucho. Por otra parte, yo he observado que tú eres sobrado serio y esta seriedad continua a la larga a ti mismo te aburriría. Importa, pues, que la temple y modere un sujeto algo cómico y jocoso, como lo será el mencionado hermano. Jovial será él, si tú saturnino, y juntos recibiréis combinado el influjo mirífico de los dos más poderosos planetas. He pensado además que necesito tener con frecuencia noticias tuyas, satisfacer mi curiosidad y ver cómo va saliendo esta experiencia que ahora hago. En las venideras edades sé yo que inventarán los hombres medios ingeniosos para ponerse en comunicación con la rapidez del rayo y dirigirse la palabra desde un extremo a otro de la tierra. Pero tales inventos distan mucho aún de verse realizados y de ser vulgares. Sólo los iniciados en mi ciencia oculta se entienden ya y se hablan desde muy lejos, sin aparato alguno físico ni mecánico, sino por el arte y la fuerza del alma. El hermano Tiburcio, irá pues contigo también, para que se entienda conmigo y me informe de todo. Y por último, si tú acometes altas empresas, las llevas a cabo y vences y triunfas, no quiero yo que todo esto se ignore, se sepa mal o se olvide, y el hermano Tiburcio, que es un buen letrado, te acompañará para ponerlo por escrito con el mayor esmero y legarlo a la posteridad más remota. Será para ti, válgame como ejemplo, lo que para Don Pedro Niño, valeroso y galante Conde de Buelna, fue Gutierre Díez de Games, su alférez.
A este punto de su algo prolija disertación llegó el Padre Ambrosio, cuando empezó a manar por la piquera del alambique, el líquido destilado. Sin darse un instante de vagar, tomó el Padre la copa de plata, se acercó a la piquera, la llenó del líquido y se le dio a beber a Fray Miguel sin decir más palabra.
En silencio también, sin susto y con ansia, Fray Miguel se llevó la copa a los labios y bebió el licor que había en ella.
El efecto fue rápido y terrible. A Fray Miguel se le trabó la lengua y no pudo exhalar ni queja ni suspiro. Palidez mortal cubrió su rostro. A los pocos instantes cayó como herido del rayo. Y sin duda hubiera dado en tierra de golpe, si el Padre Ambrosio y el hermano Tiburcio, apercibidos ya para el caso, no le hubiesen sostenido.
Todo el cuerpo de Fray Miguel, adquirió de súbito una rigidez más que cadavérica. No parecía ya de carne sino de madera o de barro.
El Padre Ambrosio, no obstante, tuvo a tiempo la precaución de cruzar a Fray Miguel las manos sobre el pecho.
El hermano Tiburcio tomó por la espalda a Fray Miguel. Por los pies le levantó el Padre Ambrosio. Ambos le llevaron al féretro y allí le dejaron tendido.
En el año 1521 era Lisboa la más espléndida, animada, pintoresca y original ciudad de Europa. Fundada sobre varias colinas, se extendía ya por la margen derecha del Tajo, siguiendo su curso hacia el mar. Los palacios y jardines de dicha margen hacían delicioso el camino que iba y va hasta el sitio donde el rey D. Manuel el Dichoso había erigido graciosa y elegante torre, en conmemoración de que allí se embarcó Vasco de Gama para ir por vez primera a la India, y no lejos el magnífico templo y claustro de Belén, obra de singular y bellísima arquitectura. Frente del más populoso centro de la ciudad, en la opuesta orilla del río, se alzaba la villa de Almada, sobre enriscado promontorio. Y desde allí, mirando en dirección contraria a la que trae el agua, esta se extiende y la orilla se aleja, formando una extensa y grandiosa bahía, capaz de contener entonces todos los barcos de guerra y de comercio que surcaban los mares.
Aquella bahía estaba concurridísima. En ella había naves inglesas y francesas, de Holanda y de las ciudades anseáticas, de Aragón y de Castilla, de Génova y de Venecia y de otras Repúblicas y principados de Italia. Todas acudían allí para traer telas, alhajas, primores y otros objetos de arte producto de la industria europea, conque satisfacer el amor al fausto de los portugueses, y para llevar, en cambio clavo y pimienta, perfumes de Arabia, canela de Ceilán
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, sedas y porcelanas del Catay, marfil de Guinea, alfombras de Persia, chales y albornoces de Cachemira, perlas, diamantes y rubíes de las montañas y de los golfos de la India, bambúes y cañas y tejidos de algodón y de nipa de Bengala, monos, papagayos y otras aves de vistosas plumas, y mil exóticas curiosidades del extremo Oriente.
La muchedumbre de hombres y mujeres que hervía en los muelles y paseos, calles y plazas de Lisboa, tenía extraño y pasmoso aspecto por la variedad de sus rostros, de sus trajes y de los idiomas que iban hablando. Por donde quiera se notaban movimiento y bullicio, pero más que en ninguna parte en la Calle Nueva y Plaza del Rocío, donde estaban las tiendas de los más ricos mercaderes, y a lo largo de la orilla, casi hasta Belén, donde a la par de las quintas y de los parques había grandes almacenes o depósitos para las mercancías que se embarcaban o desembarcaban. Millares de esclavos negros, empleados en las faenas del puerto y en otros trabajos, discurrían solícitos por donde quiera. Marineros, soldados y hombres y mujeres del pueblo, paseaban o formaban grupos para charlar y reír, tratar de amores o promover pendencias. Entonadas hidalgas, ya caminasen a pie ya a las ancas de una mula que montaba y dirigía respetable escudero, ya en soberbios y dorados palanquines, solían llevar lucido séquito de dueñas, lacayos y pajes para mayor autoridad y decoro. Los magnates y señores ricos se mostraban cabalgando en hermosos caballos con ricos jaeces y con numerosa comitiva de criados y familiares de sus casas. Y el Señor Rey, que gustaba como nadie de la pompa y del aparato, salía con frecuencia en público formando con su lujoso y raro acompañamiento una procesión admirable. No semejaba el monarca portugués, príncipe de Europa, sino déspota oriental, soberano de cuentos de hadas o de
Las mil y una noches
, merced al brillo y al lujo que le circundaban. Le precedían a veces elefantes y rinocerontes, domadores que llevaban serpientes y tigres domesticados, y el rey iba a caballo, en medio de los más brillantes señores de la corte, sus favoritos y validos, todos con muy elegantes y vistosas ropas y con airosas y blancas plumas en los birretes. Don Manuel, que era regocijado y festivo, también se hacía acompañar a menudo de juglares y bufones, que le divertían con sus chistes y burlas, y casi nunca prescindía de los músicos, que iban tocando sonoros instrumentos, anunciando así que el rey venía y alegrando los sitios por donde transitaba.
Todo era animación y movimiento, todo alborozado y estruendoso júbilo en Lisboa, en la hermosa mañana del día del Corpus de aquel año de 1521, en que el rey Don Manuel cumplía los cincuenta y dos de su edad, celebrando con gran pompa su natalicio.
Terminada además la soberbia fábrica del templo de Belén, el monarca lusitano le abría y le mostraba por vez primera a su pueblo haciendo cantar en él un solemne
Te Deum
.
Su alteza, acompañado de su tercera mujer, la reina Doña Leonor, hermana del César Carlos V, con más ricas y pomposas galas que nunca y circundado de brillante y vistosa comitiva, había acudido a la iglesia para presenciar la ceremonia religiosa y darle mayor lustre.
Aunque el templo es espacioso, sólo se había permitido entrar en él a los convidados; porque si hubiera tenido franca entrada la muchedumbre, no pocos se hubieran maltratado allí dentro, a causa de los miles y miles de personas que habían venido a la fiesta, no sólo de Lisboa, sino de otras ciudades y villas de Portugal y aun de reinos extraños.
La muchedumbre, pues, se agitaba y bullía fuera del templo, extendiéndose a un lado y a otro hasta la misma orilla del Tajo como enorme mosaico de cabezas humanas.
La mayor parte de la gente estaba a pie, si bien a trechos descollaban no pocas personas montadas en caballos y en mulas o levantadas en sillas de manos por esclavos o sirvientes.
A la puerta del santuario, en el atrio y también a la puerta del convento, guardaban los caballos de los reyes y de su séquito, custodiados por pajes y lacayos y por buen golpe de lanceros de la guardia del Rey.
A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban más cerca.
Apenas estaría mediada aquella fiesta, que parecía absorber enteramente la atención del pueblo, cuando sobrevino algo que distrajo dicha atención, excitando la curiosidad general.
Por el camino de Lisboa, y abriéndose paso por entre el apiñado gentío, aparecieron en sendos y magníficos caballos, ricamente enjaezados, dos muy lozanos caballeros, bizarramente vestidos de gala.
Parecía uno de ellos hombre de veinticinco años de edad, de barba y ojos negros, airoso talle, anchas espaldas, robustos hombros y rostro hermosísimo. En todo él había además algo de noble, raro y peregrino, como procedente de tierras extrañas, y en el gesto y en los ademanes un no sé qué de soberbio e imperativo que infundía involuntariamente respeto.
Era el otro jinete mozo barbilampiño. Su blanco y sonrosado rostro, sus ojos azules y los rubios cabellos que coronaban su cabeza, cubierta de un lindo birrete de velludo blanco, por bajo del cual caían dichos cabellos en rizadas ondas de oro, casi hubieran dado al gentil extranjero la apariencia de una disfrazada andante damisela, si no hubieran mostrado que era muy hombre, la energía insolente de su mirar, su briosa apostura y el desahogo y la destreza conque manejaba y dominaba su fogoso caballo, que retenido por él hacía piernas, se encabritaba impaciente y tascaba el freno, cubriéndole de espuma.
Entre la plebe, las personas curiosas se preguntaban unas a otras quiénes eran aquellos dos galanes. Y como no faltó allí quien ya los hubiera visto, en la gran posada de la Calle Nueva, donde ellos habían venido a parar y donde habían declarado su condición y sus nombres, pronto pasaron estos de boca en boca, y por donde quiera se oía decir:
—Esos son dos ricos y elegantes aventureros de Castilla; el más granado se llama Miguel de Zuheros, por sobrenombre Morsamor; y el jovencito, que es su doncel, se llama Tiburcio de Simahonda.
La función de iglesia llegó pronto a su término. Los soldados de la guardia empezaron a abrir calle, a fin de que la regia comitiva pudiese pasar holgadamente por entre la muchedumbre que a un lado y a otro se apiñaba, procurando cada cual ponerse delante para ver y acaso para ser visto del Rey, de la Reina o de los señores y damas de la corte y alcanzar de alguno de ellos un saludo o una amable sonrisa.
Miguel de Zuheros y Tiburcio no se hallaban por dicha muy lejos de la calle que se iba abriendo, y como estaban a caballo bien podían verlo todo por cima de las cabezas de los que estaban a pie. Así es que no se molestaron ni se movieron para buscar mejor sitio, como si se avergonzasen de mostrar curiosidad plebeya.
No salió el Rey por la puerta del templo, sino por la del atrio cercado de magnífico claustro, donde habían montado a caballo él y cuantos le acompañaban.
Cuando la lucida cabalgata apareció ante el gran público, la admiración general dio muestras de sí en murmullos, exclamaciones y vítores. Aquello era verdaderamente espléndido: un derroche de sedas, randas, plumas, oro y pedrería. Los caballos, magníficos; vistosos, los arreos. Los rayos del sol refulgente herían el bruñido acero de las armas, las joyas, los metales preciosos y los áureos bordados, deslumbrando todo la vista con fúlgidos destellos. El Rey llevaba aquel día el
bonete
y el estoque de honor, que le había regalado el Padre Santo y que sólo sacaba en las más solemnes ocasiones. La Reina Doña Leonor, muy bizarra y lujosamente vestida y tocada, cabalgaba a la derecha del Rey. Les seguían y lo circundaban las principales damas de la corte y muchos egregios personajes del reino, ilustres por su nacimiento o por armas y letras.
El hermano Tiburcio, convertido en escudero o doncel, era un prodigio para enterarse de todo a escape. No sabemos, si sólo por naturaleza o por virtud de la magia que había estudiado, gozaba de pasmosa aptitud para averiguarlo todo; para reconocer a los sujetos notables, aunque nunca los hubiese visto; y para narrar la historia de cada uno hasta en sus más insignificantes pormenores. Además de esta habilidad, poseía otra más rara aún, que en lo sucesivo valió de mucho a su señor, Miguel de Zuheros. Tiburcio de Simahonda era, en aquella edad, aunque en grado más eminente, lo que ha sido en la nuestra el célebre Cardenal Mezzofanti. Ya fuese empleando un método ingenioso y secreto o caminando por ignorados atajos, ya fuese por preciosa capacidad nativa, ello es que Tiburcio a los dos o tres días de oír hablar cualquier idioma, se penetraba de su organismo, se enseñoreaba de sus formas y leyes gramaticales, atesoraba en su feliz memoria cuanto había de esencial y de radical en su léxico, y se soltaba a hablarle correcta y lindamente y con muy buena pronunciación, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.