Exaltada la ambición de Morsamor con lo que Tiburcio acababa de revelarle, se prestó a recibir y a oír a Narada y le aguardó con impaciencia.
Guiado por Tiburcio e introducido en la estancia de Morsamor, no tardó en aparecer ante sus ojos el sabio Narada bajo el desarrapado traje de fakir o penitente vagabundo, a través de cuyo desaliño y de cuyos miserables harapos, resplandecían la majestad del noble e inteligente anciano, la despejada tersura de su frente y la limpia nitidez de su blanca y luenga barba.
Lo que dijo Narada a Morsamor merece capítulo aparte.
—El brillo de tu gloria —dijo Narada— ha llegado hasta nuestra santa ciudad y ha penetrado en nuestros corazones cual rayo de esperanza. Yo vengo a buscarte para que la esperanza se logre. No; tú no eres para nosotros un ser humano inferior y de distinta raza. Sin duda eres puro y legítimo descendiente de egregios hermanos nuestros que, en edad remota, emigraron hasta las últimas regiones de Occidente desde la verde falda del Paropamiso. Tu pensamiento y tu creencia coinciden en el fondo con lo que nosotros pensamos y creemos: son radicalmente iguales: flores de la misma planta, frutos del mismo árbol. Ideas análogas nacidas en espíritus de idéntica condición y alta nobleza. No es nuestro Dios como el de los muslimes, déspota caprichoso y cruel, gobernando a los hombres, allá en su distante y cerrado cielo, como sultán que se esconde a los ojos de la vil muchedumbre de sus esclavos, y desde su encumbrado alcázar con vara de hierro los domina. Nuestro Dios está con nosotros y en nosotros. Presente por dondequiera, lo llena y lo penetra todo y más que todo nuestras almas. El alma enamorada que le busca, le halla y le goza en esta vida mortal. Para nosotros el hombre es divino, porque nuestro Dios es humano. No pocas veces ha tomado nuestro Dios ser y forma de hombre en el seno dichoso de una mujer escogida. Nuestros héroes son
avatares
o encarnaciones de Vishnú. Crishna es el más glorioso de ellos y al que más devotamente adoramos. Libertador y redentor de las almas, las atrae, las enamora y con su hermosura las cautiva. Bello pastor apacienta su rebaño en la fértil orilla de un río de aguas limpias y claras y al melodioso son de su flauta danzan en torno suyo las
gopies
, las
apsaras
y hasta Sarasvati y las otras diosas inmortales, humanadas y convertidas por él en lindas zagalas. Tal es Crishna en la tierra, como genio de paz y de amor, pero el acento blando de su flauta se trueca en el medroso resonar del clarín guerrero cuando su paciencia se agota, se despierta en su corazón la ira y se resuelve a librarnos del tirano Cansia. Terror de muerte invade y hiela entonces el ánimo de sus enemigos. Así es Crishna en la tierra, como hombre y viviendo vida mortal. En su ilimitada y superior existencia, dominador Crishna de los tres mundos, dirige al son de su música el eterno giro de las esferas celestes que en arrebatada consonancia producen el perpetuo cambio de luz y tinieblas, en día y en noche, de alternadas estaciones durante el año, y en ingentes períodos de siglos desde el renacer del universo hasta su caída, extinción y reposo en el seno de Brahma. Crishna nos protege, Crishna nos anuncia venturoso éxito, nos declara que la ocasión es propicia, y nos manda que acudamos a ti e impetremos tu auxilio para sacudir el yugo de los muslimes. Dos años ha, Babur, emperador de los mongoles, se apoderó de Lahor desde donde amenazaba conquistar con rapidez toda la India; pero Babur ha tenido que abandonar a Lahor para vencer a los rebeldes que pugnan por desbaratar todo su imperio. Bactra, Kiva, Bokara, y hasta su misma capital Samarcanda se han levantado contra él. Sus enemigos se conjuran en su daño por todas las fronteras de sus extensos dominios: los chinos por el Oriente y por el Occidente los turcos, poderosísimos en el día y contra los cuales luchan con corta eficacia las naciones europeas, enflaquecidas por constantes rivalidades y empeñadas hoy en largas guerras religiosas y políticas. Así el turco, aliviado del temor que esas naciones debieran inspirarle, puede hacer cara a Babur y a sus mongoles. Contra ellos se levantan los persas y los pueblos guerreros del Cáucaso, las gentes de Georgia, de Circasia y de Armenia, y más al Norte, otro pueblo belicoso recién salido de la barbarie, que vive en las regiones boreales, límites entre Asia y Europa, y que después de vencer y de humillar la Horda de oro penetra en Asia anhelando predominios y conquistas. La ocasión como he dicho es hoy más propicia que nunca. Para no perderla anhelamos tu auxilio. ¿Nos le concedes?
—Dime cuál es vuestro plan —respondió Morsamor.
—En Benarés —replicó Narada— reina hoy el tirano musulmán Abdul ben Hixen. Si le destronamos y si logramos enseñorearnos de aquella ciudad, centro de la cultura y de la religión brahmánicas, no será difícil promover la sublevación contra los demás príncipes muslimes y crear un Estado independiente y único, en que prevalezcan e imperen los adoradores de Vishnú y de Crishna, desde los lagos de Cachemira y las nevadas cumbres del Himalaya hasta el Kersoneso de oro y hasta el enriscado promontorio donde se levanta el templo de la diosa virgen Kumari. Así tal vez podamos fortalecernos y oponer eficaz resistencia a Babur, si por desgracia reconstituye su imperio y vuelve sobre la India para conquistarla y asolarla como hace más de un siglo hizo su espantoso antecesor Tamerlán o Timur.
—Tu proyecto me parece excelente —dijo Morsamor—, pero su realización harto difícil.
Narada entró luego en pormenores a fin de exponer y de explicar los medios con que contaba y las probabilidades de buen éxito.
El ambicioso Morsamor se dejó convencer al cabo.
Narada y otros importantes personajes que habían venido con él disfrazados de fakires, debían servir de guía a Morsamor y a su hueste, compuesta de 300 aguerridos y audaces aventureros. Irían estos en la expedición, no sólo impulsados por la esperanza de botín riquísimo, sino con grandes pagas, de que habían de cobrar por adelantado las de seis meses. Para esto, para otros gastos de la expedición y para excitar también la codicia y el celo de Morsamor, Narada entregó a este no corta cantidad de rupias de oro y además, en un pequeño saco de cuero, diamantes de Golconda y perlas rubíes de Ceilán, por cualquiera de los cuales había en Goa joyeros que darían considerables sumas.
Tiburcio, bajo la inspección y dirección de Morsamor eligió a la gente de leva, hizo el ajuste y enganche y con el mayor secreto lo dispuso todo para la partida.
Goa era en aquella edad la Síbaris del Oriente, centro de lujo, regalo y lascivia, donde los vencedores de Adamastor y de todos los genios del Mar Tenebroso recibían el galardón de sus estupendas victorias. En Goa, sin duda, hubo más tarde de inspirarse Camoens para imaginar aquella deliciosa y encantada isla que Venus hizo surgir del fondo del Océano, cubriéndola de amenos jardines, de fragantes selvas y de limpios y tranquilos lagos y poblándola de hermosísimas ninfas que, heridas todas por las ardientes flechas de un ejército de Amores, brindasen mil deleites a los felices héroes de su poema y se rindiesen a su talante y deseo. La riqueza y el esplendor de Goa habían atraído a su seno alegres y lindas mujeres de diversos y distintos países: almeas de Egipto; cortesanas de Bética, Italia y Grecia; odaliscas de Georgia, Armenia y Persia, y bayaderas y
devadasis
de toda la India. Sus variados y exóticos cantares alegraban los oídos. Sus lánguidos y livianos bailes y la mórbida esbeltez de sus formas eran encanto de los ojos y dulce lazo en que los corazones quedaban cautivos.
En medio de tanto deleite, Morsamor se había mostrado impasible, silencioso y tétrico. Ninguna mujer había logrado prenderle, ni aun con las ligeras y frágiles cadenas en que donna Olimpia le había prendido. Al contrario, Morsamor había esquivado cuantos placeres Goa brindaba, y había mostrado singular repugnancia y disgusto hacia todas aquellas cantoras y bailarinas, como si recobrasen fuerza sus votos y renaciese en su espíritu la desatendida severidad del claustro. Las bayaderas de la India, sobre todo, le inspiraban horror. No sólo para alcanzar los triunfos que se prometía, sino también para dejar de ver a las bayaderas, Morsamor anhelaba impaciente salir de Goa. Muy pronto se cumplió su anhelo; pero antes, movido por sentimientos que llenaban su espíritu, que le atormentaban y que acabaron por desbordarse, hizo a Tiburcio, que sobre todo le interrogaba, confidencias que jamás a nadie había hecho y que en cifra declararemos aquí.
—Un recuerdo penosísimo —dijo Morsamor— se despierta en mí al ver la danza de las bayaderas y evoca un espectro que dormía desde hace medio siglo en los abismos de mi memoria, espectro que aparece ante mi conciencia, afligiéndola y atormentándola. Fue en mi primera juventud, en la magnífica feria de Medina del Campo. Allí vi y conocí a Beatriz: a la única mujer que de veras me ha amado.
Tiburcio quiso contradecir a Morsamor en este punto, suponiendo que le había amado también donna Olimpia, y hasta que doña Sol había estado a punto de amarle y tal vez le hubiera amado a insistir él con firmeza en sus pretensiones.
Morsamor no aceptó la lisonja. Harto probaban que lo era el frío desdén con que le despidió doña Sol y la traidora fuga de la italiana.
—Sí —prosiguió Miguel de Zuheros—, Beatriz es la única mujer que me ha amado. No era como doña Sol ninguna ilustre y orgullosa dama, ni siquiera, como donna Olimpia célebre daifa de alto precio; era una humilde muchacha, nacida y criada entre gente abyecta, sin patria y sin hogar; hija de una raza maldita y vagabunda, que no hacía muchos años se había difundido por toda Europa y al fin penetrado en España. Ignorábanse su origen y su procedencia. Ahora, cuando contemplo a las bayaderas, me explico de dónde aquella raza procede. Fue de seguro un pueblo de la India que, huyendo de los estragos que causó Timur, y aguijoneado por el miedo, llegó hasta los confines occidentales de Europa. A una tribu de este pueblo, a un errante aduar de gitanos, pertenecía Beatriz. Era como flor que brota en el cieno. Era como perla que se esconde en un muladar. Ella me amó con el fervor y la ternura que hubiera yo querido hallar para mí en el corazón de alguna gran señora o de alguna princesa. Y yo gocé mal de aquel amor sin llegar a comprenderle, y le desprecié y me harté de él después de haberle gozado. La plebeya ruindad de mi enamorada trocó mi afecto y mi gratitud en vergüenza. Abandonada Beatriz por mí, murió a poco trágica y misteriosamente. No falté yo a ninguna promesa, porque nada había prometido. Fueron, no obstante, enormes mi pena y mi remordimiento. Y más aún, cuando, poco tiempo después, tuve un raro encuentro en Sevilla. Pasando un día entre la Catedral y el Alcázar se me acercó una vieja y desarrapada gitana y se empeñó tan obstinadamente en decirme la buenaventura que no supe negarme a su ruego y le entregué mi mano para que la examinase. La vieja gitana me dijo:
—En buena hora naciste, gallardo y gentil caballero, si la ambición satisfecha basta para hacerte dichoso. Las rayas de tu mano me revelan que ha de favorecerte la fortuna, que has de sobrenadar como el aceite, que has de llevarte a la gente de calle, y que has de dominar en el mundo. Pero tu amor se trocará en ponzoña y muerte. Tus amorosas miradas seguirán aojando y marchitando los corazones como (y aquí bajó la voz la vieja gitana haciéndola casi imperceptible), como aojaron y marchitaron el de la pobre Beatricica, que buen poso haya. Perdónete Dios la desesperación que le ocasionaste y a ella perdone el mal fin que tuvo.
—¡Déjame en paz, maldita bruja! —exclamé yo entonces, retirando mi mano de entre sus manos.
—La bruja fue Beatricica, y no yo —replicó la vieja—. En sus últimos días se sospecha que fue al aquelarre, donde la mató el diablo, no sin prometerle que tú volverías a amarla y a ser suyo, sin ingratitud ni mudanza. Tú nada has prometido, pero Satanás ha prometido por ti y cumplirá su promesa.
Dicho esto soltó la vieja una carcajada nerviosa y se alejó precipitadamente de mi lado. Desde entonces tomé yo el extraño apodo o sobrenombre de Morsamor.
En balde procuró Tiburcio serenar el ánimo y disipar las melancólicas aprensiones de su amigo.
—No tienes tú la culpa —le dijo— de que el diablo tentase a Beatricica, y de que ella se diese al diablo.
—Pero ¿crees tú —dijo Morsamor, en un arranque de escepticismo, porque era muy escéptico para su época—, crees tú que ande tan suelto el diablo y que Dios permita que nos tiente y seduzca?
—¡Y vaya si lo creo! —contestó el doncel sutil—. En nada se opone eso a la bondad divina y a la persistencia del humano libre albedrío. Contra toda instigación diabólica el cielo presta al hombre fuerza suficiente o por naturaleza o por gracia.
—¿Qué vale ni qué importa entonces el oficio del diablo? —interpuso Morsamor con desdeñosa sonrisa.
—Vale e importa —dijo Tiburcio— para que el diablo, aunque no tuerza la voluntad del hombre ni destruya la responsabilidad de sus actos, encamine estos actos hacia un fin y según un plan predeterminado, al cual obedece el diablo muy a pesar suyo y sin el cual no consentiría Dios que tentase a nadie. Tal, a mi ver, es la utilidad del oficio diabólico. De donde se infiere que hasta el diablo es útil y dista mucho de estar de sobra.
A pesar de sus melancolías, Morsamor no pudo menos de reírse de las extravagantes opiniones de su doncel.
Algo menos preocupado por sus tristes memorias, renovadas en su espíritu con tanto brío, Morsamor acabó por prepararlo todo, y al fin salió recatadamente de Goa, acompañado de su tropa y sirviéndole de guía los fingidos fakires por las más solitarias veredas.
Después de largo y penoso viaje, de noche, desperdigados a fin de no infundir sospechas y con recato esmeradísimo, fueron penetrando todos en hipogeo enorme. Era un dilatado y obscuro laberinto, excavado en la tierra y a trechos en durísimas rocas: admirable labor de la tenacidad, de la paciencia y del humano esfuerzo: obra cuya antigüedad se contaba por millares de años.
Por medio de estrechos pasadizos se comunicaban las diversas y numerosas estancias que allí había. Unas eran cámaras sepulcrales, otras, viviendas de las personas consagradas al culto y a la custodia de aquellos sitios; y otras, más recónditas y de más difícil acceso, escondido depósito y tesoro de preciosos exvotos y de amontonadas ofrendas. Ensanchado a veces el subterráneo y elevándose su techo a mayor altura formaba amplias salas, donde se parecía, esculpida en piedra, la imagen simbólica de alguna de las más veneradas deidades del panteón brahmánico. La mayor de estas salas era la del hijo de Dasarata, la de Rama el virtuoso, fiel consorte y vengador de Sita, vencedor de Ravana y conquistador de Lanka. Pero en medio de aquellas salas y en el centro de aquel intrincado laberinto, se erguía el grandioso templo erigido en honor de Crishna. En multitud de gruesos pilares, cuyas cuadradas bases tenían por pedestal sendas tortugas, se alzaban monstruosos elefantes, sosteniendo en sus lomos robustos el arquitrabe y el amplio friso sobre el cual se extendía la plana y sólida techumbre. En el friso, representados en alto relieve, tosco aunque rico de inspiración y de carácter, se veían los principales sucesos de la vida heroica y bienhechora del
avatar
. Notábanse allí sus amores con innumerable caterva de diosas, ninfas, princesas y zagalas, a cada una de las cuales se entregó y se unió todo el Dios, desdoblándose y multiplicándose en idéntica forma y substancia y sin dejar de ser nunca uno y el mismo, porque toda alma piadosa, encendida en amor divino, posee a Crishna por completo, como si Crishna y ella fuesen solos o absorbiesen en su unión cuanto es y cuanto puede ser en los tres mundos. En el centro de aquel templo fantástico, iluminado por lámparas de plata, resplandecía la estatua colosal del hijo de Devaki.