Morsamor, conducido por Narada, había admirado todo aquello.
La tropa de aventureros que le había seguido, prestándole omnímoda confianza, sin saber sino confusamente los peligros que tendría que arrostrar y los obstáculos que tendría que vencer, para el buen éxito de la empresa, cuyo fin apenas presumía, se hallaba acuartelada en dos amplios salones del subterráneo y aguardaba impaciente la hora oportuna para la acción que debía empeñarse cumpliendo las órdenes de sus adalides Morsamor y Tiburcio.
Aunque se hallaban bajo tierra, sin que disipase la obscuridad más luz que la de algunas lámparas, harto bien medían todos el tiempo y calculaban que era más de media noche. Ningún ruido exterior penetraba en el oculto lugar donde todos estaban congregados, lugar en que se oían sus animadas conversaciones, porque nadie les había exigido que callasen ni que hablasen en voz baja, y donde resonaban, al andar y al moverse ellos, el ludir y el chocar de las armas que no habían depuesto y que pronto debían emplear aunque sin saber ni prever el instante mismo.
Entre tanto, en la santa ciudad de Benarés, cerca de cuyos muros se hallaba el hipogeo, se celebraba, aquella noche, espléndida, alegre y ruidosa velada: la fiesta más solemne del culto de Crishna. No era la conmemoración de sus triunfos guerreros, cuando daba muerte a tiranos y a monstruos, a endriagos y serpientes. Crishna, vencedor y libertador ya, aparecía precedido de Kureva y de Lakshmi, númenes de la opulencia, y de Karnala y Smara, númenes del amor. Sobre su pecho resplandecía el conquistado Samantaka, talismán de todas las venturas. Y Crishna iba difundiéndolas a su paso por donde quiera; y no había corazón de mujer, mortal o diosa, que al contemplarle no ardiese en amoroso fuego. Los Gandarvas descendían del Baikounta o paraíso de Vishnú para cantar sus alabanzas y las Apsaras para tejer danzas en torno suyo.
Esta serenata y este baile famosos, apellidados la
rasa
, se representaban aquella noche. En anchas plazas bailaban lindas bayaderas. La circunstante y bulliciosa muchedumbre gozaba en mirar y aplaudía con locura. En la alucinación del entusiasmo, tal vez imaginaba que todos los seres inmortales acudían a ver la velada y a honrarla con su presencia. Desde el fondo del Océano, desde el ardiente centro de la tierra, desde las crestas nevadas del Himalaya y desde las serenas profundidades del éter luminoso, acudían Varuna, Agni, cuantas son las inteligencias que mueven las esferas celestes y guían a los astros en su curso, y el propio Indra, cabalgando en el pájaro Garuda, y no ya con rayos en la diestra, sino con aljófares y flores, que así él como las otras divinidades derramaban a manos llenas sobre la muchedumbre devota.
En la conjuración se había guardado profundo secreto. Nada sospechaba Abdul ben Hixen. La mayoría de su gente de armas, aunque era de muslimes, discurría por la ciudad, sin cautela ni reparo y se divertía en la fiesta, requebrando a las mozas y retozando también con ellas. El sultán, no obstante, se hallaba encastillado en la fortaleza, en cuyo centro se levantaba el regio alcázar. Allí vigilaba siempre por su autoridad y su dominio lo más aguerrido y selecto de sus guerreros. Su guardia se componía de más de mil veteranos fieles, diestros en el manejo de las armas.
Dos horas antes de que amaneciese, Morsamor y Tiburcio se pusieron al frente de los aventureros que habían traído, los sacaron de aquel a modo de encierro en que se hallaban, y guiados por dos jóvenes brahmanes, caminaron largo rato por un extenso pasadizo del subterráneo hasta llegar a un punto donde había una fortísima compuerta de madera y de hierro, horizontalmente colocada en la techumbre, hasta la cual se subía por una escalera de piedra. Al empuje de algunos hombres forzudos se levantó la compuerta, a pesar de la tierra y las hierbas que la cubrían y ocultaban, y se dejó ver el cielo sin luna y sólo débilmente iluminado por el pálido fulgor de las estrellas que a trechos entre obscuras nubes lucían.
En hondo silencio y procurando no hacer ruido, los aventureros todos fueron saliendo del subterráneo, encontrándose en un parque espacioso, dentro de los muros de la misma fortaleza y contiguo al alcázar donde el sultán habitaba.
La hueste de Morsamor buscó la mayor obscuridad, bajo las copas de algunos corpulentos árboles, para recatarse de los que pudieran estar vigilando y no ser vista ni sentida hasta que a una señal, que aguardaba con impaciencia, pudiese caer sobre los enemigos descuidados.
No llevaba la hueste de Morsamor armas de fuego, poco usadas y nada portátiles todavía. Los aventureros vestían coraza o cota de malla e iban armados, de espada todos, y unos de flechas, y otros de picas y venablos.
A pesar de que en la fortaleza se ignoraba el oculto camino por donde en ella se podía penetrar y a pesar del descuido de la guarnición, la empresa de Morsamor estuvo a punto de malograrse.
Un viejo jardinero que andaba en vela y que tenía ojos de lince, vio con asombro que se abría el seno de la tierra y que surgía gente armada por la abertura. Al pronto acudió a dar aviso al capitán de una parte de la guarnición que se abrigaba en ancha sala de armas del piso bajo del alcázar. En seguida los muslimes se apercibieron a resistir y a acometer a los intrusos. El jardinero indicó dónde estaban, y con no menor sorpresa y asombro los vieron los muslimes, a pesar de la obscura frondosidad en que ellos se encubrían. Sonaron entonces los clarines y cundió la alarma por todo el parque y el alcázar. A la entrada de este y en algunas de sus ventanas, había mosquetes, puestos sobre firmes horquillas y previamente cargados. Los mosqueteros encendieron las mechas valiéndose del eslabón y el pedernal que en los esqueros llevaban.
Abdul ben Hixen se alzó con sobresalto de su lecho, se vistió, se armó y se dispuso al combate.
Por dicha para Morsamor, casi en el mismo punto se oyó la señal que esperaba: era el sonido de las trompetas, avisando la sublevación de la ciudad, donde la plebe amotinada combatía ya e iba venciendo a los musulmanes.
La señal inspiró a Morsamor ánimo y confianza, pero era indispensable vencer en la fortaleza para obtener el triunfo. Si el sultán vencía y caía con su tropa sobre el pueblo, todo estaba perdido.
Las bombardas y falconetes que guarnecían la muralla, aunque puestos sobre rudos encabalgamientos o cureñas, y nada apropósito para que la puntería fuese certera, podían barrer la turba de amotinados que se arrojase al asalto de la fortaleza, circundada de foso profundo.
El sultán hubiera podido también lanzar contra la ciudad la caballería selecta de los guardias de su persona, que eran cerca de doscientos, y ocho terribles elefantes para la pelea y dirigidos por hábiles cornacas negros.
Esto fue lo primero que logró evitarse merced a un dichoso golpe de mano. A las órdenes de Tiburcio, Morsamor destacó cien hombres de los más audaces, que con astucia diabólica lograron penetrar en el apartado edificio donde se guarecían caballos, elefantes, cornacas y guardias. Ningún aviso había llegado hasta allí. Sin sospecha ni recelo, dormían todos. Y si bien acudieron a las armas y procuraron defenderse, fue con tal aturdimiento y desorden, que les valió de poco. Con escasa pérdida de la gente que Tiburcio capitaneaba, muchos de los guardias fueron muertos. Otros se rindieron, depusieron las armas y se dejaron encerrar. Los caballos y los elefantes cayeron también en poder de la gente de Morsamor y quedaron custodiados en los establos, cobertizos y anchos corrales en que estaban. Todo esto, no obstante, no le consiguió sin prolongada lucha. Tiburcio y su gente no pudieron, pues, acudir en auxilio de Morsamor, empeñado en no menos ardua empresa, que las circunstancias hicieron harto más difícil.
Aunque eran pocos los mosquetes, que podían dirigirse para dentro del parque, por donde no se preveía ataque alguno, y aunque estaban manejados por mosqueteros torpes, sin conocimiento práctico de aquellas armas, todavía hicieron algunos disparos sobre los guerreros de Morsamor, causándole cerca de treinta bajas entre muertos y heridos.
Lejos de arredrarse con esto, el denuedo de Morsamor y de los suyos creció con la cólera y con el deseo de venganza.
En una salida que el sultán hizo del alcázar con la gente que tenía cerca de sí, el sultán fue rechazado y tuvo que hacer cerrar rápidamente la puerta para que los enemigos no penetrasen en pos de él dentro del alcázar.
Aprovechó Morsamor aquella retirada y el desaliento que había infundido en la guarnición que estaba fuera defendiendo el parque, para caer con todos los suyos, en buen orden y con embestida furiosa, sobre la gente que defendía la puerta de la fortaleza que daba a la ciudad y en la que había alzado un firme y ancho puente levadizo que hacía practicable el hondo foso.
Por fortuna, la plebe amotinada de la ciudad, fanatizada por los brahmanes y provista de armas, había vencido a los más resistentes de la exterior guarnición, mientras que otros, codiciosos y traidores, se habían dejado comprar por dinero suministrado por los brahmanes y por mercaderes ricos. Parte pues, de la sublevación triunfante, se había adelantado hasta el borde del foso en tumultuosa muchedumbre. Sus gritos de júbilo llegaban claros a los oídos de Miguel de Zuheros, alentaban su valor y corroboraban su confianza. Así, a pesar de la obstinada resistencia de los que defendían la puerta, Morsamor y los suyos, no sin sacrificar allí muchas vidas, se apoderaron de la puerta al cabo, la abrieron y dejaron caer sobre el foso el puente levadizo. La noche en esto había pasado ya. La obscuridad se había, disipado. La penumbra del crepúsculo matutino se había trocado con rápida transición en claridad luminosa, apagándose las estrellas en el éter, matizándose las nubes de carmín y de oro y transmitiéndose por el ambiente despejado y limpio el movimiento, los colores y las formas de los distintos seres.
Los de la guarnición interior, aturdidos y empeñados en luchar con los que estaban dentro, sólo habían hecho cinco disparos de lombardas, causando apenas daño en la muchedumbre, aunque sí algún miedo y mucha ira.
Al abrirse la puerta y caer el puente levadizo, la plebe retrocedió con espanto, temiendo que iban a salir el sultán, y su caballería y sus elefantes, y a cargar sobre ella. Pero los dos jóvenes brahmanes, que acompañaban a Morsamor y que eran muy decididos, pasaron desde la fortaleza al otro lado del foso, y gritando en medio de la turba, le quitaron el miedo y la persuadieron de que eran aliados y amigos los que abrían el paso y los que reclamaban su apoyo para terminar aquella grande obra. La plebe entonces, como desbordado torrente que rompe el dique que le retiene y en violentas oleadas lo inunda todo, se precipitó por la puerta y llenó en un instante el parque que se extendía en torno del alcázar dentro del recinto murado.
El rey, según hemos dicho ya, tuvo que replegarse y encerrarse de nuevo en el alcázar después de su vigorosa salida. La causa principal de la retirada había quedado oculta. El rey procuró y logró que se ocultase para que su gente no desmayara. Un dardo enemigo había atravesado su muslo derecho. De la honda herida manaba mucha sangre, y el rey apenas podía tenerse en pie.
Encerrado en la ancha cámara, donde estaba el único acceso para penetrar en el harén, y asistido sólo por su médico, por su viejo confidente y valido el jefe de los eunucos, y por cuatro de sus más fieles e íntimos servidores, el rey siguió dando órdenes y excitando a la resistencia. Joven y robusto aún, era además fiero y orgulloso, aunque debilitado su brío por la vida muelle y deleitosa que había vivido, en paz con los extraños y en lo interior hasta entonces, sin rebeliones ni motines.
Cuando vio a las claras que sus soldados habían sido vencidos, que la plebe triunfante había invadido la fortaleza y que ya se disponía a romper las puertas y a entrar en el alcázar, su desesperación fue completa y horrible.
Abdul ben Hixen se jactaba de su nobilísima estirpe. Pretendía descender, por una ilustre serie de monarcas guerreros, del propio Mohamud de Gazna el Grande. Altísimo era el concepto en que tenía él la sagrada dignidad de su persona. ¿Cómo sufrir, pues, el oprobio de caer vivo entre las manos inmundas de aquel vil populacho?
Inevitable era la muerte y convenía aceptarla con valor y recibirla cuanto antes.
Los clamores de la turba, que oía cerca de sí, se diría que le excitaban a tomar la tremenda resolución. No podía ya morir peleando y matando, pero podía y debía morir en seguida antes de caer en infamante cautiverio.
Abdul ben Hixen ya pidió con ruegos, ya ordenó con furia que le matasen a los cuatro soldados fieles que estaban cerca de él, al médico impasible y al jefe de los eunucos que le miraba lleno de asombro y temblaba como un azogado.
El profundo respeto que el rey infundía no consintió que ninguno de sus cuatro guardias cumpliese sus órdenes ni accediese a sus ruegos.
—Carecéis de valor —dijo entonces— para ser misericordiosos conmigo. Yo supliré el valor que os falta. Así os daré ejemplo para que os mostréis dignos de mí, para que impidáis que caigan vivas mis mujeres en poder de esa canalla infame, para que no insulten mi cadáver y para que todo, si es posible, sea presa de las llamas.
Sin oír ni aguardar contestación alguna, Abdul ben Hixen desenvainó con rapidez el acicalado yatagán de doble filo que de rico talabarte le pendía, fijó en el suelo la costosa empuñadura, cuajada de diamantes y esmeraldas, y poniéndose en el pecho la agudísima punta, se arrojó encima con tal ímpetu que se traspasó y destrozó las entrañas con la ancha hoja, quedando muerto en el acto.
El astuto médico, con previsora serenidad y sin ninguna gana de acabar también trágicamente, desapareció como por ensalmo, yéndose por el lado opuesto al harén y escondiéndose donde pudo. Oportunísima fue la fuga. El entusiasmo heroico y destructor de los cuatro eunucos rayó en delirio y no tuvo límites al ver muerto y en medio de una charca de sangre a su querido y augusto amo.
Se creyeron en la obligación de matar y de incendiar y era menester cumplir con ella.
El jefe de los eunucos la facilitó por lo que a él tocaba. El espanto le sobrecogió de tal suerte, que, desfigurado su rugoso y pálido rostro por horrible mueca, torcida y muy abierta la boca como para exhalar a escape el último aliento, desencajados los ojos y dilatadas las pupilas, se desplomó sin vida en el suelo.
Los eunucos hacinaron telas, papeles, muebles, cuantos objetos consideraron más combustibles, alzándolos en montón contra la pared de la espléndida sala, cubierta de sedas del Catay y de chales y tapices de Cachemira, y cuya artesonada techumbre era de nácar, concha, sándalo, cedro y otras preciosas maderas que en delicados embutidos y en linda taracea se combinaban.