Al oír a Narada, el corazón de Morsamor latía y saltaba agitadísimo por júbilo inefable. Morsamor se echó a los pies de Narada para mostrar su gratitud besándolos. Narada le alzó, le abrazó y se despidió de él, designando el momento en que volvería para llevarle donde Urbási estaba.
En una quinta, a corta distancia de la ciudad, secretamente estaba todo dispuesto para la boda que había de ser clandestina, sin festín para los convidados, sin baile y sin música. No por eso dejaba de estar revestido de costosos tapices y de otros raros adornos, el salón donde se elevaba el
pandal
, estrado o sitio consagrado a la ceremonia.
En compañía de Narada, Morsamor entró allí primero. Llevaba el viejo brahmán vestimenta litúrgica de escarlata, sobre cuyo fondo carmesí se destacaba la barba blanquísima y luenga. Morsamor, ataviado con esmero y elegancia, parecía más joven y más gentil que nunca. De su cinto, bordado de oro, pendían la espada, la daga y la primorosa escarcela; coleto de finísimo ante, lleno de prolijas labores, cubría su pecho y sus espaldas. Las mangas acuchilladas, así como los gregüescos eran de blanco raso. La calza muy ceñida, de elástico punto de seda, hacía que luciesen las bien modeladas formas de sus ágiles piernas musculosas a par que enjutas. Muy lindo gabán colgaba airosamente de sus hombros. Tenía la mano derecha libre y desnuda, y en la izquierda los guantes de ámbar y la graciosa gorra de Milán con airón de blancas y rizadas plumas, prendido a la gorra por una piocha de esmeraldas y rubíes.
Narada, al contemplar a Morsamor a la luz de las muchas lámparas que en el estrado había, no pudo menos de decirle que competía con el divino Hari, cuando se casó Rukmini en el magnífico palacio de Duarika.
No tardó la bella Urbási en aparecer sobre el estrado. La acompañaban cuatro matronas casadas y la seguían sus siervas, y los pocos convidados, amigos íntimos o parientes de su familia.
La presencia de Urbási, deslumbradora de hermosura, excitó la admiración de todos. En el alma de Morsamor se avivó con violencia el amoroso fuego.
El andar de Urbási más parecía de deidad que de criatura humana. Sin oprimir su esbelto talle, le ceñía amplia zona de púrpura recamada de perlas, sosteniendo las flotantes ropas talares de cándido lino, que descendían en artísticos pliegues y dejaban adivinar la armoniosa corrección del delicado cuerpo. La doble redondez del firme pecho, sin compresión ni arrimo, se estremecía suavemente, al moverse la hermosa, entreviéndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa y nieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de sus negros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta se erguía sobre él la noble cabeza. Verde-obscuras y hondas como la mar, eran las pupilas de sus ojos; su brillo como el del sol; y la sonrisa de su fresca boca, como presentimiento del Paraíso.
Según el rito, la novia debía acabar de adornarse en el
pandal
, en presencia de todos, y las cuatro matronas casadas procedieron a hacerlo. De diamantes y perlas eran las joyas con que la adornaron. Pusieron una diadema sobre su frente; en sus pequeñas orejas, a guisa de zarcillos, dos gruesos solitarios asidos a sendos y sutiles aretes; junto a los hombros y en las finas muñecas de los desnudos brazo y en las gargantas de los pies ligeros, brazaletes y ajorcas; y varios anillos en los afilados dedos de las manos y también en los dos dedos gruesos de ambos pies, cuyo admirable dibujo no estragó jamás rudo calzado de cuero, y cuya desnudez dejaba ver la nítida blancura de la piel sonrosada y el limpio nácar de las pulidas uñas, sobre las elegantes sandalias.
En la cabeza de Urbási las cuatro matronas echaron por último un rojo y transparente velo.
Recitando himnos con entonada melopeya, Narada invocó a los lares y a los manes, genios protectores del hogar y espíritus de los antepasados.
Dos
purohitas
o brahmanes que oficiaban asistiendo a Narada, pusieron en la mano derecha de Morsamor algunos hilos de azafrán, enlazados por larga cinta a otros hilos de azafrán que pusieron en la mano izquierda de Urbási.
Narada asió después la diestra de Morsamor y la unió a la diestra de Urbási. Sobre ambas manos juntas fueron todos los asistentes vertiendo algunas gotas de agua lustral perfumada.
Morsamor enseguida dio a Urbási algunas hojas de betel picante.
Entonces se renovó la invocación, dirigiéndola Narada a los más egregios seres divinos, a la propia Trimurti con el complemento femenino de Sarasvati, esposa de Brahma; de Laksmi, esposa de Vishnú, y de Uma, esposa de Siva.
En amplio canastillo de flexibles entretejidos juncos, de pie y abrazándose se colocaron los novios; y cuantos allí asistían derramaron sobre sus cabezas puñados de arroz que tomaban de otros canastillos menores.
Morsamor asió luego el
táli
, largo cordón de seda y oro en cuyos extremos resplandecían dos esmeraldas. Morsamor enredó el
táli
a la garganta de Urbási, dándole tres vueltas y sujetándole con triple lazada. La novia miraba hacia el Oriente mientras que el novio así la prendía.
Sentados ambos después en blandos cojines, comieron juntos, sobre anchas hojas de plátano, butiro fresco extendido en leves y esponjadas tortas de flor de harina, y miel de azahar a la postre: manjares simbólicos de iniciación en los misterios orientales, para aprender a reprobar lo malo y a elegir lo bueno.
En el centro del
pandal
se levantaba el ara, donde había algunas brasas. Los
purohitas
echaron sobre las brasas canela, sándalo, espliego y otras plantas y yerbas secas y fragantes. Se levantó llama y Narada la avivó más con libaciones de
soma
divino.
Narada entonces habló así con Agni, dios del fuego, devorador de la ofrecida hostia, conductor alado del holocausto:
—¡Oh, tú que te ocultas en el seno de los seres todos, que sin ti no serían, escúchame, Agni, tú que animas el universo. Concede a Urbási la lealtad y la firmeza que Satchi consagró a su marido cuando él la abandonó, y lleno de remordimientos, huyó a empequeñecerse y a esconderse en el tallo hueco de una de las flores de loto que cubrían el lago donde tú le hallaste, más allá de los montes de Himabat, en los últimos términos de la tierra. Movido tú por las súplicas de Satchi y de acuerdo con los dioses, corriste por la tierra, volaste con tus alas de llamas por el aire y el éter, y hasta penetraste en el agua, tu temida madre, para encontrar a Satacrátu en su penitente y escondido refugio! El pecado de Satacrátu vino a recaer entonces y a diluirse en todas las criaturas, y recobrando él sus bríos, las hizo dichosas, venció al tirano Nahucha y volvió a reinar en los tres mundos. ¡Oh, Agni, haz que Urbási sea para Morsamor tan regeneradora y purificante como Dara Satacrátu fue Satchi! Oye también y sé testigo, ¡oh Agni, del solemne juramento de amor y de fidelidad, que van a pronunciar ambos esposos!
Morsamor y Urbási, en efecto, extendidas las manos sobre el ara y cerca del fuego prestaron el juramento debido.
Así terminó el acto religioso.
En aquella misma noche, sin demora ni reposo, a fin de sustraerse a la celosa furia, a la venganza y al poder de Balarán, Morsamor y Urbási, depuestas las galas y en traje de camino emprendieron un largo viaje.
Muchos días, fugitivo de Balarán, caminó Morsamor con su dulce compañera. Dejándose persuadir por Narada, había creído en el levantamiento general de toda la India, en favor del predominio brahmánico, y no juzgó prudente ni seguro tratar de volver a Goa, ni dirigirse a otro lugar que no estuviese fuera de los límites de la India.
En grandes barcas que de antemano contrató Narada, Morsamor había pasado el Ganges, y había ido hacia el nordeste, esquivando los sitios poblados.
Con él iban, todos a caballo, Tiburcio y los sesenta valientes devotos a su persona. En ligero palanquín que veinte robustos negros sostenían y llevaban turnando, iba la bella Urbási, asistida sólo por su sierva favorita Rohini. Completaban la caravana treinta poderosas mulas, alquiladas a dos ricos banianes en quienes Narada fiaba mucho y que se habían comprometido a ir a donde se les mandase, cuidando y guiando las mulas con el auxilio de cinco hábiles naires. Las mulas llevaban a lomo el espléndido equipaje de Urbási, abundancia de víveres, cuanto se requiere para desplegar tiendas en el campo y otros objetos útiles a la comodidad y regalo de los ilustres viajeros y al alivio de sus fatigas.
Harto presentía Morsamor que el Brahmatma, con gran golpe de gente de guerra, había salido a perseguirle, aunque no había podido hasta entonces darle alcance por la mucha delantera que Morsamor y los suyos habían tomado.
Sin tropiezo vi encuentro alguno desagradable, llegaron los que huían a una vastísima e intrincada selva, resplandeciente de lozana pompa y florida verdura.
La frondosidad era tan densa por algunos puntos, que era menester abrirse paso rompiendo y destrozando con la segur los enormes bejucos y demás plantas enredaderas que, formando festones y guirnaldas, pendían y se entrelazaban de unos árboles en otros. Las alimañas esquivas y feroces huían a la aproximación de la hueste, pero no faltaban seres animados, más mansos y menos recelosos del hombre, que apenas se apartaban al sentirle llegar, y hasta que se adelantaban y mostraban como si acudiesen a darle la bienvenida. A veces, con alegre desentono, graznaban los pavos reales, desplegando la brillante rueda de sus pintadas plumas. Zumbaban las abejas que en los huecos de añosos árboles labraban sus panales. Las libélulas y las mariposas de los más nítidos colores y variados matices poblaban y esmaltaban el ambiente. La abundancia de hojas en lo más alto de las plantas formaba verde toldo, por el cual se filtraba tamizada y tenue la lumbre solar, mitigando sus ardores y formando caprichosos cambiantes de refulgente claridad y de sombra apacible. El
kokila
y otras aves cantoras entonaban sus trinos y gorjeos. Un vientecillo suave que apenas movía los más tiernos tallos y renuevos, esparcía con sus alas el grato aroma de las flores, trasladaba a larga distancia las aladas semillas y llevaba de unos cálices a otros el polen fecundante. Arroyuelos de agua cristalina corrían serpenteando y murmurando por el somero cauce que naturalmente habían abierto, y en cuyas márgenes crecían violetas, rosas silvestres y mil hierbas de olor. No bien empezaba a anochecer discurrían por el aire en multitud sin cuento las luciérnagas, como brillantes joyas con que bordaba allí su manto la primavera.
Tan amenos eran aquellos lugares que, embelesados Morsamor y los suyos, olvidaban casi el peligro que corrían.
Continuaban, no obstante, su peregrinación, aunque a la aventura y sin saber a punto fijo en dónde podrían refugiarse para escapar o para defenderse de sus perseguidores.
La selva parecía interminable y desierta. Los fugitivos no hallaron en ella criatura humana.
Al cabo llegaron a un ancho espacio, casi despejado de árboles, y en cuyo centro se alzaba un grande edificio de extraña arquitectura, palacio, fortaleza o tal vez abandonado asilo de anacoretas penitentes. Los peregrinos le visitaron y reconocieron, hallando que en él no vivía nadie.
Morsamor resolvió parar allí, reposar y hacerse fuerte, si por acaso le descubrían y sorprendían sus enemigos en aquel misterioso retiro.
Sólo Tiburcio de Simahonda, con cuatro soldados que le escoltasen, todos en buenos y ligeros caballos, debía seguir adelante, como explorador, para ver si hallaba no muy largo y seguro camino por donde todos pudiesen ir a la corte del gran monarca de los mongoles, Babur, si este había apaciguado ya sus dominios, si se hallaba en alguna ciudad menos distante que la remota Samarcanda, y si concedía su favor y la esperanza de una recepción amistosa.
La gente de Morsamor estaba cansadísima. Y Urbási, rendida por la fatiga y emociones violentas, necesitaba para reponerse tranquilidad y reposo.
En el desierto edificio había muchas estancias separadas y capaces, pero muy pocos y antiguos muebles, rotos o desvencijados. Por dicha, las mulas traían de repuesto cuanto era conveniente para hacer agradable aquella vivienda.
En el patio del edificio manaba agua abundante y clara de una hermosa fuente. Y cerca de ella había en amplio sótano una alberca para bañarse.
En el edificio no había provisiones de boca, pero la caravana distaba mucho de haber consumido las que sacó de Benarés, y en la selva además abundaban los cocoteros, los plátanos, los mangos, las palmeras, los naranjos, los limoneros y otros árboles cargados de fruta. Y todos aquellos contornos convidaban con fácil y riquísimo éxito a la caza y a la pesca.
Alabando, pues, al cielo, que por lo pronto tan buen refugio le ofrecía, Morsamor se instaló con su gente en el abandonado edificio que se alzaba en el centro de la intrincada y vastísima selva.
El edificio estaba casi al pie de muy altos montes. La ingente cordillera del Himalaya se erguía cerca de él, extendiéndose a un lado y a otro. Las cumbres, que se alzaban en el aire a millares de codos, estaban cubiertas de hielo perpetuo y de cándida nieve, que heridos por los rayos del sol, vertían destellos radiantes y hacían más bella la templada y apacible llanura en que se hallaba el palacio, bañándolo todo, a la hora del crepúsculo, en mágicos reflejos.
Morsamor había enviado esculcas y puesto atalayas, que debían renovarse con frecuencia y vigilar de continuo para avisar la llegada de cualquier enemigo y evitar una sorpresa. El terreno quebrado y áspero y los intrincados y revueltos desfiladeros estaban tan próximos, que era fácil, previo aviso de que llegaban fuerzas muy superiores, escapar a toda persecución, refugiándose en las entrañas de la serranía.
Confiado en esto, Morsamor hacía en el palacio larga parada, aguardando la vuelta de Tiburcio.
Era alta noche. Morsamor reposaba al lado de Urbási en la repuesta alcoba. La tenue luz de una lámpara, que ardía en vaso de diáfana porcelana, iluminaba suavemente el hermoso rostro y las gallardas y juveniles formas de la mujer dormida.
Morsamor se despertó y se puso a contemplarla extasiado. No acertando a reprimir su admiración amorosa, se acercó con lentitud y cuidado, para que ella no despertase e imprimió dos tiernos besos sobre los párpados y largas pestañas de sus cerrados ojos. Aunque el toque de los labios de Morsamor fue delicadísimo, sacudida Urbási como por una conmoción eléctrica, volvió en su acuerdo, abrió los ojos, llenos de dulzura, miró a su amante esposo y le estrechó afectuosamente en sus desnudos y blancos brazos. La felicidad y la vehemencia del amor de ambos, no hubo palabra articulada con que pudiera expresarse en aquel punto.