—Quizá —replicó con naturalidad, tras meditarlo unos instantes—. Siento un extraño calor aquí dentro. ¿Qué puede significar? —quiso saber en un tono de voz totalmente inocente.
—Significa que lo mejor que podéis hacer es dejar de manosearlo —fue la amoscada respuesta del cabrero—. No es un juguete.
—Creí que no te molestaba.
—No es que «me moleste» exactamente. Más bien me agrada… ¡Demasiado!
—¿Demasiado? —inquirió Quimari, sin cesar por ello de acariciar con suma delicadeza la parte alta mientras su hermana mantenía firmemente sujeta la base—. ¿Qué quieres decir con eso?
—¡Oh, por Dios…! —sollozó, apenas el isleño, lanzando un hondo suspiro—. ¿Queréis dejarme en paz?
¡Va a ocurrir algo horrible!
—¿Algo horrible?
—¡Sí! ¡Algo muy horrible!
—¿Como qué?
—¡Como eso!
Los ojos de las siamesas trazaron una especie de arco en el aire y por último se observaron de cerca las manos palpando la consistencia de la desconocida sustancia.
—Parece «kuitchú» —aseguró una de ellas.
—¡Vete al infierno!
—¿Te has enfadado?
—¡Dejadme tranquilo de una maldita vez! Habéis conseguido que me avergüence… ¡Fuera!
—Sabe raro… —admitió Quimari en el momento en que abandonaba la estancia—. Y huele fuerte.
El gomero necesitó darse un reconfortante baño y permanecer largo rato tumbado bajo una palmera, antes de reunir él valor suficiente como para enfrentarse a las dos hermanas, que no parecían, sin embargo, afectadas por lo ocurrido.
—Lo lamento —fue lo primero que dijo—. Lo lamento profundamente, pero debisteis hacerme caso y no seguir jugando con algo tan… —buscó las palabras—. Delicado.
—Olvídalo… —fue la amable respuesta—. Nosotras ya lo hemos olvidado y jamás volverá a repetirse.
—¿Seguro?
—Recuerda que somos elegidas de Muzo —señaló en tono tranquilo Ayapel—. Las guardianas de sus secretos y las depositarias de su sangre. Los cielos, la tierra y los hombres están en paz porque nosotras estamos en paz, y todo debe continuar así… —Le alargó el minúsculo tití que semejaba una bola de oscuro algodón dotada de vida—. Toma —añadió—. Es para ti.
Nadie volvió a hacer mención del incidente, hasta el punto de que podría llegar a pensarse que nunca tuvo lugar, aunque el canario se sintió en ciertos aspectos agradecido al hecho de que hubiera ocurrido, ya que de ese modo tomaba clara conciencia de cuál era su situación en una isla a la que en el fondo nunca supo muy bien para qué había sido llevado.
Si en algún momento imaginó que le habían elegido por su reconocida capacidad de satisfacer a las mujeres, ahora tenía perfectamente claro que ni Quimari ni Ayapel se interesaron jamás por sus aireadas dotes amatorias, por lo que su estancia en la preciosa isla respondía a una forma de curiosidad femenina de muy distinto signo.
Quizá tan sólo deseaban tratar de cerca a un gigante extranjero peludo y pelirrojo, o quizá deseaban aprender cosas nuevas de mundos muy distantes, pero fuera por uno u otro motivo, lo cierto es que la relación acabó convirtiéndose en una sincera amistad a través de la cual
Cienfuegos
incluso llegó a olvidar las anormalidades físicas de aquellas dos criaturas auténticamente excepcionales.
—Háblanos de esa mujer con la que soñabas —rogó, una noche, Quimari, cuando sentados ante los rescoldos del hogar bebían una fuerte chicha que nublaba la mente, al tiempo que fumaban enormes tabacos que dejaban flotando en el ambiente un humo espeso y danzante—. ¿Cómo es?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque nunca hemos sabido nada sobre el amor —señaló Ayapel—. Mauá no quería hablar de ello.
—¿Por qué?
—Tal vez creyó que nos perjudicaría.
—¿Y si es así?
—Nada que no tenga que ver con una de las dos puede perjudicarnos… —fue la serena respuesta—. Nacimos y crecimos en el convencimiento de que lo único que importa es nuestra capacidad de hacernos daño mutuamente. De niñas nos heríamos, pero llegó un momento en que comprendimos que podíamos hacer de nuestra vida un infierno, o un paraíso, y elegimos lo último.
El gomero no era un hombre especialmente culto puesto que a duras penas había aprendido a leer y escribir, y su relación con personajes de auténtica entidad, como el converso Luis de Torres o Maese Juan de la Cosa había sido breve y anecdótica, pero estaba dotado de la suficiente inteligencia natural como para ser capaz de valorar hasta qué punto Ayapel era una mujer de mente privilegiada cuya sensibilidad estaba muy por encima de la mayoría de los seres humanos —nativos o europeos— que hubiese conocido.
—¿Pero os consideráis realmente dos, o sólo una? —quiso saber.
—Una y dos. O dos en una. O una dividida en dos. ¿Qué importa eso? —sonrió levemente, cosa extraña en ella—. Más allá de ese número, nada cuenta.
—El amor entre un hombre y una mujer es algo semejante —admitió
Cienfuegos
—. Son dos que se vuelven uno, pero, por desgracia, la verdadera unión dura muy poco. —Bebió despacio de la gran calabaza de chicha y agitó la cabeza como sorprendido de sus propios pensamientos—. Cuanto más os conozco, más me inclino a creer que tenéis mucha suerte. Amar a alguien y estar siempre unido a él, debe ser maravilloso.
—Háblanos de ella —insistió Quimari.
—¿De Ingrid…? —inquirió—. ¿Qué puedo deciros? A su lado la vida cobró sentido: se hizo plena, inquietante, dulce y amarga; intensa y repleta de olores nuevos y nuevas sensaciones. Poseerla no sólo me hacía estremecer, sino que me permitía descubrir que existía una parte de mí que ni siquiera había sospechado que existiese. Tenía la sensación de que mi semen se introducía en su sangre, se distribuía por todo su cuerpo, hacía que parte de mí pasara a formar parte de ella misma.
—Eso es hermoso.
—Y triste, porque lo que realmente deseaba en esos momentos era convertirme en ella para siempre; que su sangre fuera mi sangre, y mi cuerpo su cuerpo. Como vosotras.
—A veces —señaló Ayapel— Quimari me acaricia y yo la acaricio, pero me importa más el placer que le pueda hacer sentir, que el que ella me hace sentir a mí. ¿Ocurre igual entre un hombre y una mujer?
—Cuando se aman realmente, sí.
—¿No siempre se aman realmente? —se sorprendió Quimari.
—Por desgracia, no.
—¿Por qué lo hacen entonces?
El gomero meditó buscando una respuesta, hasta que su vista recayó en las hileras de esmeraldas que ocupaban gran parte de la amplia estancia, y las señaló con un gesto.
—De todas esas piedras, muy pocas son perfectas —dijo—. Sin embargo, se recogen con la esperanza de que tal vez puedan llegar a serlo. Con el amor ocurre algo semejante; cuando por primera vez vi a Ingrid a orillas de una laguna, jamás pude imaginar que allí estaba la perfección, pero estaba.
—¿Qué fue de ella?
—No lo sé.
—¿No deseas volver a verla?
—Creo que no.
—¿Por qué?
—Ha pasado mucho tiempo. Ni yo soy el mismo, ni probablemente ella lo sea. Las estrellas fugaces son más bellas que las que brillan eternamente porque cuando desaparecen dejan un vacío que nada puede llenar, pero ninguna estrella fugaz vuelve a cruzar jamás por el mismo espacio del cielo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque era pastor y dormía al aire libre.
—¿Qué es un pastor?
—Alguien que cuida animales. Allá, de donde yo vengo, existen cierto tipo de animales que domesticamos para que nos den leche, queso, lana o carne.
—¿Como los pécaris o los cuís que algunas mujeres crían para comer?
—Mucho más grandes. Yo los llevaba al monte y los tenía allí, alimentándolos y cuidándolos.
—Entiendo… —admitió Ayapel—. He oído decir que, muy lejos, al otro lado de las montañas, hacia el Oeste, existe una nación muy poderosa que vive en chozas de piedra y posee manadas de animales casi tan grandes como una persona que utilizan como bestias de carga.
—¿Cómo se llama esa gente?
—No lo sé.
—¿Es amarilla?
—¿Amarilla? —se sorprendió ella—. No. Nunca oí decir que fuera amarilla.
—¿Vive cerca del mar?
—Viven en altas montañas. Muy, muy altas… Mayores incluso que la montaña en que habita Muzo.
—En ese caso… —señaló el canario convencido—. No puede ser ni Cipango, ni Catay. El Almirante juraba que los chinos son amarillos.
Rumbo Este durante toda la noche, a media mañana Este-Sudeste, y cuando dejaron atrás la masa oscura del Cabo Engaño, el Capitán Moisés Salado ordenó virar al Sur con intención de cruzar el ancho brazo de agua plagado de tiburones que separaba la isla de La Española de
Borinquen
—la actual Puerto Rico— y buscar decididamente las costas de la aún lejana «Tierra Firme».
La nave se deslizaba como un pelícano sobre la quieta superficie de un mar verde y caliente, y acomodada en el castillo de popa
Doña Mariana Montenegro
observaba orgullosa su alegre andadura, consciente de que si la proa cortaba la superficie con tanto brío e iba dejando atrás una estela tan nítida se debía a que el intenso amor que sentía había sido capaz de vencer cuantos obstáculos se interpusieron en su camino.
—Esta es mi obra, y le dedicaré otro año de mi vida —se prometió a sí misma—. Buscaré a
Cienfuegos
un año más, y si no consigo encontrarle me iré a Munich a tratar de convertir a Haitiké en un niño «normal».
Lo observó, inmóvil junto a la barra del timón, con la vista atenta al rumbo, las velas, el trajín de los gavieros y los gestos de su ídolo,
El Deslenguado
capitán, y se preguntó cómo diablos conseguiría arrancar a aquella criatura de la fascinación del mar, y qué ocurriría si lo desterraba tierra adentro en un país extraño del que todo lo ignoraba.
—Será una crueldad —repetía una y otra vez Don Luis de Torres—. Ese mocoso nació para ser marino y si lo alejáis de una costa se morirá de pena.
Sabía que era así, pero ¿a qué otro lugar podían dirigirse?
Había desafiado la autoridad del Almirante, lo que en aquella parte del mundo significaba tanto como enfrentarse abiertamente a sus protectores, los monarcas más poderosos del planeta, y la alemana estaba convencida de que a partir de aquel día su cabeza había sido puesta a precio, dado que, sin duda, el intransigente Don Bartolomé Colón habría considerado su acto de desacato un claro delito de traición.
Para los Colón cualquier barco que navegase al oeste de las Canarias sin su permiso era un barco pirata, al igual que todo ser humano que no acataba ciegamente sus caprichos se convertía en reo de muerte.
Habían impuesto un auténtico imperio de terror en la isla en los últimos tiempos, y raro era el amanecer en que las horcas de la fortaleza no recibían remesas de carne fresca, o simplemente se arrojaba de las más altas torres a quien osara enfrentarse al «Virrey Faraón».
Era este último un apelativo que el Almirante aborrecía especialmente, dado que hacía referencia a su reciente pasado judío, mote inventado tiempo atrás por los monjes franciscanos, que en su lenguaje secreto tachaban de ese modo a quienes no podían demostrar con suficiente contundencia su estirpe de «cristianos viejos».
En los muros de la capital, Santo Domingo, comenzaban a ser ya demasiado frecuentes las pintadas en las que se pedía el destierro para los «Cerdos Faraones Genoveses», y el clima de latente rebelión comenzaba a palparse, hasta tal punto que incluso los caballeros de más probada fidelidad a la Corona mostraban a menudo el creciente desasosiego que inquietaba sus ánimos.
Por si todo ello fuera poco, ni siquiera en la soldadesca cabía confiar, puesto que pese a que los Colón atesorasen en los sótanos de su palacio una fortuna calculada en más de seiscientos mil maravedíes, más las tres cuartas partes del oro que había conseguido extraerse de las mal llamadas «Minas del Rey Salomón», ni tropa ni oficiales habían recibido paga alguna en meses, y resultaba inútil demandar el salario a quienes no parecían soñar con otra cosa que acumular riquezas.
Para aplacar a los banqueros que le atosigaban desde la metrópoli sin desprenderse de un oro que ya consideraba de su exclusiva propiedad, el Almirante no había tenido otra ocurrencia que provocar injustas guerras contra tribus pacíficas, tomando más de seiscientos prisioneros que envió a Sevilla como pago de sus deudas, burlando con tan execrable añagaza la tajante orden de la Reina Isabel de que ningún nativo que no fuera prisionero de guerra pudiera ser considerado esclavo.
Los tiranos no suelen encontrar otra fórmula para acallar a los descontentos que nuevas y más flagrantes injusticias, y fue por ello por lo que la espiral de odio y violencia creció y creció con el paso del tiempo, sin que nadie se decidiese a poner punto final a tan peligroso estado de cosas.
Doña Mariana
se alegraba, por tanto, de haber abandonado la isla aun a sabiendas de que con ello se convertía en carne de horca, ya que tenía desde meses atrás plena conciencia de que su fuerte carácter y su talante liberal habrían de acabar por enfrentarla pronto o tarde a los Colón con imprevisibles resultados.
—Aquí estamos mejor —se dijo, viendo cómo el
Milagro
corría libremente sobre las aguas—. Y si mi destino es terminar colgando de una soga, primero han de alcanzarme.
Alzó una vez más la vista para fijarla en el sereno rostro del Capitán Salado, reparó en la innegable satisfacción que le embargaba al comprobar la rápida marcha y la excelente maniobrabilidad de la nave a su mando, y se sintió más segura que nunca al comprender que mientras se encontrara sobre aquella cubierta de reluciente madera que aún olía a resina, nada tenía que temer ni aun del mejor Almirante que el mundo hubiera conocido.
—Esta es ahora mi casa —musitó—. Mi nave, mi fortaleza y mi refugio, y el océano es tan grande y tan numerosas las islas que lo pueblan, que buscarnos será como buscar una aguja en un pajar manchego.
¿Pero cómo encontrar en semejante lugar a un hombre del que ni siquiera tenía la absoluta certeza de que estuviese vivo?
—Preguntando.
—¿Preguntando a quién? —había sido la lógica respuesta del converso Luis de Torres—. No se puede vagar por regiones desconocidas plagadas de salvajes preguntando aquí y allá si por casualidad han visto a un gigante pelirrojo.
—¿Por qué no? —señaló ella, sonriente—. Incluso las preguntas tienen un precio, y nuestras bodegas rebosan de telas, collares, cuentas, cascabeles, espejos, cacerolas y cuchillos que acabarán por conducirnos hasta
Cienfuegos
, donde quiera que esté.