Y una de las primeras cosas, que se apresuraron a comunicarle los hospitalarios y en cierto modo abrumadoramente parlanchines pacabueyes fue que habían tenido noticias de que habían arribado a las lejanas costas del Norte tres gigantescas naves «mayores que la mayor de las cabañas del poblado» tripuladas por altísimos hombres de peluda cara que debían estar sin duda directamente emparentados con los simios.
—¿Eres tú uno de ellos?
—Sí y no —fue la sorprendente respuesta del gomero—. Sí, en cuanto que llegué hace mucho tiempo en una de esas naves; no, en cuanto que ya nada tengo que ver, con ellos, dado que los que en verdad eran mis amigos murieron todos.
—Pero sin duda son de tu misma raza… ¿Acaso no deseas volver a reunirte con ellos?
—No lo sé.
Y era cierto.
Aunque
Cienfuegos
no pudiera saberlo ya que había perdido el sentido del tiempo, acababa de nacer el nuevo siglo, lo cual significaba que hacía casi siete años que había dejado de convivir normalmente con españoles, aunque para él, criado en las montañas de la isla de La Gomera sin más compañía que algunas cabras, tal convivencia no había sido nunca en realidad demasiado importante.
Era un ser acostumbrado a la soledad y a las dificultades y, exceptuando el brevísimo período de dicha que le había proporcionado su agitada relación sentimental con la alemana Ingrid Grass, del resto de su existencia poco tenía que dar gracias a Dios, y muchísimo menos a los hombres.
No esperaba ya nada de «caballeros vestidos» ni «salvajes desnudos», y desde la desaparición de la negra
Azabache
, que fue el último ser humano con el que en cierto modo se sintió compenetrado, se había transformado en una especie de misógino vagabundo que incluso sus más hermosos recuerdos rechazaba.
Había asistido a tantos prodigios desde el día en que pusiera el pie en aquella orilla del océano que ya nada le impresionaba y, pese a no haber cumplido aún veintitrés años, el peso de su pasado frenaba cualquier clase de ilusión sobre el futuro.
Reencontrarse, por tanto, con unos navegantes españoles —si es que no se trataba otra vez de portugueses— a los que recordaba como gente sucia y bronca, enzarzada siempre en luchas fratricidas y aquejada por una desmedida ansia de riquezas, no le llamaba la atención en absoluto, y fue por ello por lo que cuando los serviciales pacabueyes se ofrecieron a mostrarle la forma de alcanzar una costa a la que tal vez regresarían pronto los navíos, se limitó a rechazar cortésmente la invitación, dándoles a entender que preferiría quedarse a hacerles compañía como huésped.
—Aquélla, la más fresca, será tu casa —respondieron entonces con su amabilidad característica—.
Nuestra comida será tu comida, nuestra agua tu agua, y nuestras esposas, tus esposas.
Comida y agua nunca faltaron, a Dios gracias, pero en lo referente a las esposas, pronto el sufrido
Cienfuegos
a punto estuvo de solicitar un cambio en las costumbres, puesto que al tercer día había una docena de mujeres aguardando turno a la sombra del porche charlando y riendo como si se encontraran en la antesala de un salón de belleza, pese a que a la mayoría de ellas en uno de tales salones les hubieran negado la entrada por cuestión de principios.
No obstante, los despreocupados pacabueyes parecían divertirse sobremanera con las agobiantes aventuras amorosas del canario, formaban corros nocturnos en los que el tema exclusivo de conversación solían ser sus hazañas del día, e incluso más de uno le ofreció un hermoso brazalete o un pesado collar de oro macizo a cambio de que hiciera gemir un rato a su querida esposa.
«En verdad que no era ésta la paz de cuerpo y espíritu que venía buscando tras haber padecido tantas calamidades —se dijo a sí mismo el gomero un amanecer en que tuvo la amarga sensación de haber llegado al límite de sus fuerzas—. O encuentro pronto una forma de dormir solo sin ofender a estas buenas gentes, o a fe que del llamado
Cienfuegos
pronto no van a quedar ni los rescoldos.»
Por fortuna, al poco acudió en su ayuda una anciana inmensamente gorda y de blanquísimos cabellos que respondía al sonoro nombre de Mauá, que no dudó a la hora de encararse a las ansiosas mujeres que esperaban turno en el porche, recriminándolas por el hecho de que pareciesen hambrientas sanguijuelas dispuestas a dejar exhausta a su inocente víctima.
—¡Id a que os arreglen el cuerpo vuestros estúpidos maridos! —les espetó indignada—. Y si no se les pone tiesa, meterles una caña en el culo y soplar.
Hubo alguna que otra tímida protesta, pero bien fuera porque la impresionante masa de carne se hacía respetar, o porque en verdad ya la mayoría de las aspirantes a gozar de los favores del isleño habían llegado igualmente a la conclusión de que su pobre víctima se encontraba en los límites de sus fuerzas, lo cierto fue que al poco el corrillo se disolvió, y el agotado
Cienfuegos
pudo tumbarse en una ancha hamaca de rojo algodón trenzado, a disfrutar tranquilamente de una hermosa puesta de sol sobre el ancho y caudaloso Magdalena.
Por si ello no bastara, al oscurecer, la majestuosa Mauá acudió con un apetitoso caldo de iguana en el que flotaban una veintena de minúsculos huevecillos, al que siguió un jugoso pez de doradas escamas envuelto en hojas de plátano y asado a fuego lento.
—¿Por qué haces esto? —quiso saber el cabrero—.
¿Acaso piensas ocupar el lugar de todas ellas?
—¿Yo? —rió la otra divertida—. En absoluto. Estoy demasiado vieja para pensar en esas cosas. Lo único que pretendo es que te recuperes, porque tal vez estés llamado a más grandes empresas.
—¿Qué tipo de empresas?
—Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo —fue la imprecisa respuesta—. Ahora limítate a disfrutar de la vida, que buena falta te hace. Tienes aspecto de haber sufrido mucho últimamente.
Se diría que a partir de aquel momento la única razón de ser de la desmesurada gorda fue cuidar hasta la saciedad al inquietante extranjero que tan diferente resultaba, con su alta estatura, su cabello rojizo y su poblada barba, de los diminutos, morenos y barbilampiños pacabueyes, sin que volviera a pronunciar apenas palabra hasta que una fría mañana, en que negros nubarrones ocultaban las altas montañas del Este y el viento gemía con voz húmeda anunciando la llegada de las lluvias, le espetó de improviso:
—¿Has matado alguna vez a un enemigo?
—A uno que yo sepa —admitió el gomero.
—¿Quién era?
—Un maldito caribe devorador de hombres que había asesinado a dos de mis amigos.
—¿Sabes lo que es esto? —inquirió entonces ella, mostrándole una reluciente piedra verde del tamaño de un huevo de gallina.
El gomero no pudo por menos que extasiarse ante la portentosa belleza, el tacto y los reflejos de la magnífica esmeralda.
—Nunca vi nada parecido anteriormente —admitió—. El Almirante lucía un pequeño rubí en la empuñadura de su daga, pero nada tenía que ver, ni en color ni en tamaño.
—Esto no es una piedra —señaló Mauá, con un tono de voz que sonaba distinto, como si casi le atemorizara hablar de ello—. Es una gota de la sangre de Muzo, uno de los dioses que habitan en el centro de la tierra. Cuando Muzo, que es quien da su verdor a la hierba, las plantas y los árboles, lucha con Akar, el dios del mal, que seca los ríos y quema los bosques, sus rugidos se escuchan en la cima de aquella gran montaña, el mundo se abre y se estremece y la sangre, roja y ardiente de Akar mana a borbotones, arrasándolo todo para acabar convirtiéndose en negra ceniza. Sin embargo, la sangre de Muzo penetra en la tierra, se solidifica, y reaparece en esta hermosa forma, que llamamos «yaita». Por eso, tener una «yaita» es tener algo de Muzo, y tan sólo a muy contadas personas les está permitido poseerlas.
—¿Y tú eres una de ellas?
—No. Por desgracia no lo soy, pero me han pedido que te la mostrara.
—¿Quién te lo ha pedido?
—Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo —fue una vez más la enigmática respuesta, a la par que se ponía pesadamente en pie y tomando un paño limpio envolvía la gruesa esmeralda sin tocarla—. Ahora parte de tu espíritu ha quedado en la «yaita» —añadió—. Y quien haya aprendido a leer en ella, sabrá más de ti que tú mismo.
—¡Bobadas!
Lo dijo convencido, pero el gomero, que pese a lo breve de su existencia había asistido ya a un buen número de inexplicables prodigios, no pudo por menos que sentirse en cierto modo impresionado, tanto por la indescriptible belleza de la piedra, como por el tono de misterio con que Mauá había sabido rodear cuanto se relacionaba con ella.
—¿Qué sabéis de las «yaitas»? —inquirió, por tanto, cuando tres de los jóvenes guerreros que a menudo acudían a escuchar sus relatos de mundos distantes tomaron asiento junto a su hamaca al día siguiente.
—Sólo la mujer que haya tenido hijos varones, o el hombre que haya matado en noble lucha a un enemigo, puede tocarlas —replicó uno de ellos en voz muy baja—. Es lo primero que nos enseñan, y si encontramos alguna en las montañas, tenemos la obligación de correr a avisar a quien esté autorizado a recogerla. De lo contrario nos volveríamos impotentes de por vida. Todos aquellos que se convierten en afeminados lo son porque no cumplieron la norma, y cuentan que muy lejos, a orillas del mar, existe toda una tribu, los itotos, que fueron condenados a vivir como mujeres por haber desobedecido la ley de Muzo.
—Tan sólo existe una excepción a esa regla —puntualizó otro de los muchachos—: Quimari-Ayapel.
—No pronuncies su nombre —le reprendió el primero—. Aún no te está permitido.
—Pronto mataré a una sombra verde y podré hacerlo —replicó altivamente el otro—. Y también podré recoger las «yaitas» que me salgan al paso.
—No estamos en guerra con los chiriguanas, y si se te ocurre matar a uno te arrojarán al pozo de las víboras —fue la clara advertencia—. Si no aprendes a respetar las leyes, acabaremos siendo tan salvajes como ellos. Tan sólo el pueblo que ama la paz es amado por los dioses.
—¿Quién es Quimari-Ayapel? —quiso saber más tarde
Cienfuegos
.
—Nosotros aún no lo sabemos —musitó apenas el tercero de los jóvenes guerreros—. Pero por lo que escuché una vez, tiene el poder de conseguir que una «yaita» se convierta de nuevo en la sangre de Muzo.
—¿Licuar una esmeralda? —se sorprendió el gomero—. A fe que no entiendo mucho de piedras preciosas, pero imagino que quien cometa tamaño desatino bien merece que le corten en rodajas. En la nave en que llegué a estas tierras casi se matan cuando se jugaron a los naipes un brillante del tamaño de una lenteja. No quiero ni imaginar lo que hubieran sido capaces de hacer por una joya del tamaño y la belleza de la que me mostró Mauá.
—¿Qué son naipes?
—Algo con lo que se juega y se hace trampas.
—¿Cómo se juega?
La compleja explicación vino seguida por una serie de dibujos, a éstos sucedieron dos primeras muestras burdamente talladas en una débil corteza de árbol, y todo ello culminó en un bellísimo juego de baraja labrado en finas láminas de oro a manos de los más hábiles artesanos del poblado, ya que el oro parecía ser el único material, junto a la madera, la caña y el algodón, que aquellas buenas gentes habían aprendido a trabajar regularmente.
El resultado fue que al cabo de poco más de una semana la gran cabaña social que ocupaba un lugar de honor a la orilla del río, se convertía, a partir de la caída de la tarde en una especie de primitivo casino en el que alegres pacabueyes de ambos sexos disfrutaban de lo lindo dedicados con notorio entusiasmo a la divertida tarea de jugar a las cartas.
Debido a ello, la existencia de
Cienfuegos
entró a partir de aquel momento en uno de los períodos más lúdicos de que tuviera memoria, puesto que pasaba la mayor parte del día tumbado en una hamaca o dando tranquilos paseos por la orilla del río, y las noches jugando a los naipes, eternamente mimado por la solícita Mauá, y teniendo a su entera disposición un ingente número de complacientes jovencitas dispuestas a compartir su lecho de buen grado.
También le satisfacían sobremanera las animadas tertulias que solían tener lugar en el porche de su cabaña, y cada día eran más y más los respetuosos muchachos que acudían a escucharle, ansiosos todos ellos por empaparse del relato de prodigiosas aventuras, o por hacerse una leve idea de cómo era el mundo que se alzaba más allá del gran mar que nacía al final del gran río.
El isleño llegó, con el tiempo, a la conclusión de que ningún otro lugar más idóneo que el pacífico poblado de los pacabueyes encontraría para poner fin a su eterno peregrinaje sin destino, y le vino a la memoria la imagen del anciano de blanca barba y oscura túnica cuyo congelado cuerpo descubriera en el interior de una cueva en una altísima montaña.
Probablemente, y tal como a él mismo le había ocurrido, aquél pudo ser un hombre originario de muy remotos lugares al que extraordinarios avatares de la vida arrojaron a un poblado semejante en el que decidiría quedarse para acabar convirtiéndose en una especie de guía y maestro cuyos restos se veneraban como si se tratara de un santón o un patriarca.
«Debería hacer algo más por estas gentes que enviciarlos con los naipes o llenarles la cabeza de fantásticas historias —se dijo—. Debería enseñarles a leer y escribir, aunque poco claro tengo si recuerdo cómo se hace y de qué les serviría, ya que no conocen ni el papel, ni la tinta, ni, mucho menos, libro alguno…»
Aquella continua duda entre si resultaba contraproducente o no para los indígenas tener conocimiento de usos y costumbres de cuya utilidad práctica no se sentía del todo convencido, obsesionaba al gomero desde los lejanos días en que en compañía del viejo
Virutas
convirtiera a una primitivísima comunidad de mujeres caníbales en un enloquecido mercadillo de ansiosas consumistas, pero, por fortuna, Mauá no le concedió demasiado tiempo para reflexionar sobre el tema, ya que en el momento en que colocaba ante él una sabrosa pata de pécari asada a las finas hierbas comentó seriamente:
—Quimari-Ayapel ha interpretado lo que tus manos dejaron impreso en la «yaita» y quiere verte.
—¿Quién es Quimari-Ayapel? —quiso saber el isleño—. ¿Y por qué tengo que ir a verle? Si quiere algo, que venga aquí.
La gorda negó suavemente mientras tomaba asiento con la sudorosa espalda recostada en el muro de la cabaña, mirándole fijamente con sus diminutos ojillos siempre húmedos y brillantes.