¿Quiénes eran?
Se preguntó una vez cómo podría diferenciar a un marino castellano de un portugués, a un amigo de un enemigo, e incluso a un blanco de un negro durmiendo en la penumbra de un barco desconocido, y le asaltó la casi irresistible tentación de regresar por donde había venido para continuar siendo por siempre un vagabundo de paisajes ignotos.
Palpaba el peligro.
Tenía la extraña sensación de que unos ojos le acechaban en las tinieblas y aguzó aún más los suyos tratando de descubrir de qué punto le llegaba aquel extraño efluvio que hacía que los vellos de su nuca se erizaran como el lomo de un gato que olfatease a un perro.
Se dejó deslizar por la escala hasta cubierta.
Todo era silencio.
Tan sólo percibía el leve rumor del agua que lamía la borda, el crujir de la madera, y los acompasados ronquidos del durmiente más cercano cuyo rostro se mantenía entre tinieblas.
Reptó bajo las hamacas buscando una abierta escotilla que le condujera al sollado, pero de improviso, algo le golpeó con terrible fuerza haciendo que se hundiera hasta lo más profundo de la nada.
Le dolía terriblemente la cabeza.
El golpe, propinado con una cabilla de afirmar cabos, había sido tan brutal y capaz de destrozar un cráneo menos duro que el del gomero que, cuando éste abrió los ojos, advirtió que todo aparecía oscuro y turbio, irreal y distante, sin que le resultara factible fijar las ideas, ni tener siquiera noción de dónde estaba, ni qué era lo que le había sucedido.
Casi no podía moverse y el diminuto candil colgado en un rincón; junto a la puerta, apenas le permitía distinguir el mamparo más cercano, sin conseguir por tanto hacerse una idea de dónde se encontraba, ni a quién pertenecía la figura humana que presentía a su lado.
Por su mente cruzó como un relámpago el recuerdo de Araya, dormida entre las rocas, y experimentó un profundo pesar al comprender que la había abandonado pese a que hubiera hecho la firme promesa de cuidarla y protegerla.
Giró el rostro y no pudo evitar que un leve lamento emergiera de lo más profundo de su garganta.
La figura humana se movió, extendió el brazo y le rozó el cabello.
—¿Quién eres? —quiso saber.
No obtuvo respuesta, como si más que un ser viviente se tratara de un fantasma, y permaneció muy quieto, mientras la mano le palpaba la herida y descendía más tarde a lo largo de su barba.
—¿Quién eres? —repitió levemente angustiado.
Nuevo silencio, y ahora la mano le rozó apenas los labios, lo que provocó un fogonazo en su memoria que le obligó a experimentar un placer y un dolor tan intensos como hacía años que no experimentaba.
—¡Por favor…! —suplicó con voz trémula.
Pero no recibió más respuesta que el casi imperceptible roce de aquella mano que exploraba ahora su pecho como un reptante animal que buscara el lugar y el momento para lanzar su golpe o clavar su veneno, y el canario
Cienfuegos
había pasado ya por tantas vicisitudes que estaba absolutamente convencido de haber vencido el miedo, se estremeció horrorizado.
La ansiedad se adueñó de su mente y sus sentidos.
Ansiedad era sin duda la palabra que con mayor exactitud definía su estado de ánimo, pues por su cerebro galopaban en confuso tropel tantas ideas, que no conseguía aprisionar ninguna y decidir si eran recuerdos, realidades, fantasías, placer o temor lo que se había apoderado con tanta fuerza de su espíritu.
De nuevo aquel olor que explotaba en su cerebro, y de nuevo aquel pánico cuando la mano continuó su descenso buscando un contacto que le situaría en los bordes mismos del abismo.
Por unos segundos la mano quedó en el aire y la imaginó armada de un cuchillo, dispuesta a destrozar su hombría, por lo que a punto estuvo dé lanzar su sollozo, pero sólo dos dedos recorrieron sin prisas el largo camino que provocaba el éxtasis, y a esos dedos se unieron unos labios muy dulces, que una vez más trajeron a su mente recuerdos imposibles.
Los rechazó de plano.
Pero el largo cabello caía en mansa cascada sobre sus muslos, su perfume le llegó con más fuerza, y cuando la tibia boca que tanto había adorado se adueñó de su sexo como tan sólo ella había aprendido a hacerlo, las dudas se esfumaron, la verdad se abrió paso en su cerebro, y su voz sonó incrédula y esperanzada al inquirir:
—¿Ingrid?
Siempre el silencio, y por segunda vez se vio obligado a repetir aquel nombre de mágicas resonancias.
La mujer no podía responderle, pero él sí respondió al instante ofreciéndole su indomable firmeza, por lo que al poco advirtió cómo se alzaba para cruzar los muslos sobre su cuerpo y buscar muy despacio, tan despacio como siempre lo hiciera, la parte de su ser que le faltaba.
La oyó gemir, acarició su pecho y no abrigó ya dudas.
No quiso ni pensar, ni hacer preguntas.
Se trataba de un sueño.
Un sueño tan real como jamás había existido.
Un sueño totalmente imposible.
Pero allí estaba aunque no consiguiera distinguirla en las tinieblas, y tenía que ser ella por su olor, por su figura, por la firme suavidad de su piel, y por la forma, única e inimitable, en que sabía cabalgarle. Hicieron el amor como nunca lo hicieron.
Como nunca lo hizo nadie.
Por minutos; por horas… quizá por los días y años que no habían podido hacerlo; sin pronunciar palabra y sin apenas verse; teniendo ante los ojos el recuerdo de aquellas tardes sin fin en La Gomera, cuando nada existía más allá de una laguna y sus dos cuerpos.
La eternidad pasó a su lado y no se dieron cuenta.
Ocho años de sufrimientos jugaron a convertirse en un suspiro.
Nuevamente era ella dueña de él y él dueño de ella, y sin ponerse de acuerdo imaginaron que jamás se habían separado.
Cuando todo acabó, el mundo era otra cosa.
Aún se amaron largo rato en silencio, dejando que el tiempo les permitiera hacerse una idea de la indescriptible belleza de aquella hora irrepetible, y tras besarla con infinita dulzura, el canario inquirió al fin incapaz de creérselo:
—¿Cómo es posible?
—Te he buscado todos estos años.
—¿Cuántos han sido?
—Ocho.
—¡Dios bendito…! ¡Ocho años! —Hizo una corta pausa—. Quiero verte.
—Espera… —suplicó—. Déjame seguir siendo la misma en tu recuerdo. Siempre hay tiempo para las decepciones.
—Tú nunca podrás decepcionarme.
—No seré yo, será el tiempo. Es el único que no perdona ni siquiera a quien ama.
Cienfuegos
fue a decir algo, pero súbitamente se irguió intentando observarla más de cerca.
—Pero tú no hablabas mi idioma —exclamó confundido—. ¿Realmente eres Ingrid?
—Aprender un idioma no resulta difícil.
Guardaron silencio una vez más, quizá porque a través de la piel se comprendían aún mejor que con palabras, o tal vez porque necesitaban tiempo para aceptar la idea de que habían vuelto a reunirse pese a todas las trampas que el destino se empeñara en poner en su camino.
—¿Cómo es posible? —repitió por fin el canario, que continuaba luchando por aceptar que no se trataba de una burla de su imaginación—. ¡Tú aquí, al otro lado del mundo, cuando debías suponer que estaba muerto!
—Valió la pena —fue la dulce respuesta—. Hace tan sólo una hora que te tengo, y ya me doy por pagada… —Sonrió con ternura aun a sabiendas de que él no podía verla—. Es más de lo que esperaba, y lo esperaba todo…
Se puso en pie y encendió nuevas luces para que él pudiera contemplarla.
—¿Era yo así? —quiso saber.
La observó largamente y por último negó con un decidido ademán de cabeza:
—No. No lo eras —replicó—. Tanto amor te ha hecho infinitamente más hermosa.
Extendió la mano, tomó la de ella, la tumbó sobre la cama y sin apartar los ojos de sus ojos, le demostró con más fuerza que un millón de palabras, que seguía siendo la mujer más amada que existiera nunca sobre la superficie de la tierra.
Todo su ser se lo decía; desde sus manos fuertes pero tiernas a su pecho de Hércules, sus muslos como piedras, y aquel hierro candente que la marcara a fuego de tal forma, que tan sólo la muerte podría obligarla a olvidar que era su esclava.
La piel, los ojos y los músculos habían cambiado tal vez, pero sobre los sentimientos no había pasado un solo día, ni una hora, ni tan sólo un segundo, pues ni aquel tiempo que a nadie perdonaba conseguiría desgastar un ápice el amor de la alemana.
Como el viento que sopla vanamente sobre la arista de un diamante, así soplaron los años sobre un amor para el cual no se había inventado palabras, ni versos, ni poemas, pues Ingrid Grass, que renunciara a todo por un hombre, jamás renunciaría al placer de entregarle hasta la última uña de su alma.
De nuevo le pagaron sobradamente sus desvelos; sus noches solitarias; su rechazar a todos; sus fatigas; sus miedos y pesares; sus lágrimas calladas; sus silenciosas oraciones; su mantenerse firme frente al mundo, consciente de que el mundo era apenas un puñado de arena sin
Cienfuegos
.
Y ahora él estaba allí, y sentía su peso; sus besos y caricias; su sexo que conformaba en sí mismo un universo, y el mundo dejaba de ser súbitamente un puñado de arena para volver a tener forma, color, luz y alegría.
—¡Dios, cómo te amo!
Pasaron luego otra hora acariciándose, y el alba tardó en hacer acto de presencia, pues temía que en aquel amanecer inolvidable ni siquiera el violento sol del trópico pudiera competir con el radiante fulgor de los ojos de una mujer que había dejado de ser
Mariana Montenegro
, para transformarse como por arte de magia en aquella espléndida Ingrid Grass que un caluroso mediodía de verano decidiese bañarse desnuda en una laguna de las montañas de La Gomera.
—Cuéntame cómo ha sido. ¿Cómo es que has llegado hasta aquí…? —rogó él por último.
Ingrid lo hizo, y al gomero le asombró la sencillez de un relato en el que la mujer se esforzaba por no demostrar que el suyo había sido un continuo sacrificio desde el día en que dejaron de verse, descubriendo que mientras en él se habían ido borrando los recuerdos, éstos permanecieron inmutables para ella.
—¡No merezco tanto! —señaló al fin—. Yo lo único que he hecho ha sido sobrevivir a toda costa. —Quiso mostrarse absolutamente sincero—. Y jamás imaginé que volviera a verte.
—Lo entiendo, y no me extraña —admitió ella con naturalidad—. Ni me ofende. Trato de imaginar lo que habrá sido tu vida entre salvajes, y lo que me maravilla es que no te hayas vuelto loco. Tan sólo eres más hombre, más maduro… Y más hermoso.
Lo dijo convencida porque con la primera claridad del día él daba nuevas muestras de su prodigiosa capacidad de recuperación, y por tercera vez sometieron la estructura del navío a la más dura prueba que hubiera tenido que soportar desde los embates de la última tormenta del otoño.
Ya satisfecha, la alemana le miró a los ojos y señaló sonriente:
—Prepárate para una sorpresa.
—¿Qué más existe que pueda sorprenderme?
—Muchas cosas. Fuera te esperan amigos que no has visto en años, pero también te espera alguien a quien jamás supondrías aquí: tu hijo Haitiké.
—¿Mi hijo Haitiké? —repitió incrédulo el canario—. ¿Quieres decir que tuvimos un hijo?
—No —replicó ella con un leve deje de tristeza en la voz—. Por desgracia no es hijo mío. Es hijo de la difunta princesa Sinalinga.
Eran demasiadas cosas demasiado agolpadas como para que alguien —aunque se tratara del cabrero
Cienfuegos
— pudiera asimilarlas en tan corto espacio de tiempo y, podría creerse que luchaba por escapar de cuanto debía seguir pareciéndole un sueño.
Permaneció por tanto largo rato sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, observado por quien comprendía mejor que nadie lo confuso que estaba, hasta que al fin señaló en voz muy baja:
—¡Hazle pasar!
Fue un día inolvidable para el canario; el día que reencontró de improviso su pasado, pues ante él desfiló su amigo de la infancia, el renco Bonifacio; su maestro de la
Santa María
, el converso Luis de Torres; el casi desconocido hijo que tuviera con la hermosa Sinalinga, e incluso Yakaré, aquel enigmático guerrero con quien compartiera tantas mujeres en el caliente poblado cuprigueri.
A pocos seres de este mundo se les concedió nunca la oportunidad de recuperar en cuestión de horas los años perdidos, al tiempo que se veía en la obligación de relatar a grandes rasgos algunas de sus innumerables desventuras a través de mares, ríos, selvas y montañas de las que ningún «civilizado» había oído hablar hasta el momento.
—¡Dios bendito! —exclamó al escucharle la alemana—. Es más terrible aún de lo que pude imaginar en los peores momentos.
A la caída de la tarde el canario bajó a tierra en busca de la impaciente Araya, quien, desde el primer instante, pareció sentirse a gusto en el barco, comportándose con el desparpajo y naturalidad de que eternamente hacía gala, convencida sin duda de que penetrar de pronto en el mundo de los «civilizados» era tan sólo un paso más hacia el fastuoso futuro que le predijeran los dioses de su pueblo.
Esa noche, reunidos en torno a una gran mesa dispuesta en la cubierta principal para que la tripulación celebrara también el inesperado éxito de la larga singladura, el Capitán Moisés Salado alzó su copa brindando por
Cienfuegos
, para volverse luego a
Doña Mariana Montenegro
expresando el temor que anidaba en su ánimo:
—¿Y ahora qué será de nosotros, señora?
Ella apretó con fuerza la mano del canario y replicó convencida:
—Lo que mi dueño diga.
—¿Yo…? —se sorprendió
Cienfuegos
—. ¿Qué puedo decir yo, que no sé nada de nada?
—Ahora eres otra vez mi dueño, y por lo tanto del barco y todo lo que contiene —fue la dulce respuesta—. Puedes hacer con él lo que desees.
—¡Escucha! —señaló él, sin inmutarse—. Ayer no poseía más que un mugriento taparrabos, ni otra compañía que una mocosa impertinente y respondona. —Sonrió con ternura—. Ahora te tengo a ti, un hijo, y un montón de amigos. ¡Ya es bastante! No me pidas que tome decisiones que serán siempre erradas, porque por desgracia lo único que he aprendido en estos años es a impedir que me maten. —Se encogió de hombros—. Yo voy donde tú digas —concluyó.
Todos los ojos se clavaron de nuevo en
Doña Mariana Montenegro
; haciendo que se sintiera abrumada por la responsabilidad.