Montenegro (23 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Montenegro
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La necesidad de sobrevivir suele anular los sentimientos, y cuando se prolonga en exceso endurece de tal modo el corazón humano que llega un momento en que cuanto no esté relacionado con esa necesidad de continuar respirando carece de importancia.

Cienfuegos
necesitaba sin duda un lógico período de adaptación a su nueva existencia, e Ingrid Grass, que lo sabía, se esforzaba por conducirle por el sinuoso camino de la «civilización» como lo haría con un ciego que empieza a recuperar la vista y se aturde ante las sensaciones que le van saliendo al paso.

El solo hecho de oír hablar a varias personas en su propio idioma le confundía, como si no fuera capaz de comprender qué era lo que decían, y sentía un invencible rechazo a las cómplices sonrisas con que los tripulantes le observaban, pues le asaltaba a menudo la impresión de que le consideraban apenas poco más que un «salvaje desnudo».

—No le gusto a tu gente —se lamentaba.

—Todos son hombres —fue la sencilla respuesta de la alemana—. Y debes hacerte a la idea de que alguien como tú jamás agrada a los hombres. Eres demasiado alto, demasiado fuerte, demasiado hermoso y has triunfado allí donde la mayoría hubiera fracasado. —Sonrió levemente—. Y les consta que te adoro como ninguna mujer adoró nunca a su hombre.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué me amas de este modo? Al fin y al cabo yo no era más que un pobre pastor analfabeto y tú casi una reina.

—Sólo soy reina cuando me siento muy despacio en tu trono —musitó ella, con marcada intención—. O cuando tengo entre las manos el más valioso cetro que nadie haya tenido. O cuando me ciñes la cabeza con la corona de tus manos para que mi boca se oculte entre tus muslos. —Deslizó muy suavemente la lengua por su cuello—. En esos momentos soy la reina del mundo, pero sin ti no soy ni siquiera una esclava.

La invitó en silencio a que reinara sobre el mundo; le ciñó la corona, le entregó el cetro y dejó que se sentara en el trono, pero ni siquiera con ello consiguió que aquella extraña sensación de encontrarse fuera de su lugar en la vida siguiera atenazándole.

Cuando días atrás el
Milagro
navegaba mansamente muy cerca de la costa, y la verde selva dejaba sentir su fuerza con aquel denso olor a putrefacción y tierra húmeda, la mente del isleño se plagaba de recuerdos, y contra lo que cabía esperar, no rechazaba aquel sombrío mundo donde tanto sufriera, ni se sentía feliz por haber escapado de sus garras, sino que más bien rememoraba con monótona insistencia el grito de los monos aulladores, el canto de las aves, el color del follaje, las fantasmales figuras que los rayos del sol dibujaban en el aire, y aquella indescriptible sensación de que en el corazón de la espesura él era el único dueño de sus actos.

Vivir continuamente a solas puede llegar a hacerse muy difícil, pero cuando el ser humano descubre hasta qué punto es capaz de hacerse a sí mismo compañía sin tener que compartir los pensamientos, la tarea de volver a convertirse en ser sociable es ya imposible, a no ser que un amor capaz de comprenderlo todo comprenda esos silencios.

Por fortuna, los sentimientos de Ingrid Grass iban mucho más allá de la necesidad de creerse la reina del mundo por un rato, y era el suyo un amor que entendía los silencios por largos que éstos fueran, y entendía que en los ojos de su hombre brillase en ocasiones una luz diferente, o sombras que gritaban que en aquellos instantes el corazón de
Cienfuegos
se encontraba tal vez en las altas montañas, en los profundos ríos, o con el viejo
Virutas
,
Azabache
, Papepac o aquel extraño ser de dos cabezas que parecía haber dejado marcado a fuego en su memoria un recuerdo indeleble.

El isleño había vivido tanto y tan a solas, que había prescindido de la necesidad de hacer partícipes a los demás de sus más intensas emociones, y la alemana se iba haciendo a la idea de que sería necesario mucho tiempo y mucho tacto para conseguir que la inmensa capacidad de asombro, entusiasmo y ternura que anidaba en el corazón de aquel gigante de mirada infantil aflorasen de nuevo.

Por ello le bastaba con acurrucarse entre sus brazos y esperar con paciencia infinita a que quisiese regresar de su continuo vagar por su memoria, y en momentos como aquél, cuando veía nacer un nuevo día sobre un lago que era como un bruñido espejo que sólo reflejaba las formas de su barco, sentía una amarga tristeza al comprender que el destino no le permitía continuar con la dulce espera eternamente.

—¿Qué podemos hacer?

—Tener paciencia —replicó él, mirándole a los ojos—. Nosotros podremos navegar por el lago, pero ellos tendrán que permanecer inmóviles cortándonos el paso. Nosotros somos pocos y nos jugamos la vida, mientras ellos son muchos y saben que si pierden tan sólo pierden un salario. El tiempo corre a favor nuestro.

—Pueden ser meses.

La besó con dulzura.

—Nadie nos espera en parte alguna —dijo—. Mantén a tu gente activa, navega de un lado a otro, y que la tripulación se entretenga pescando y cazando en la orilla… —Sonrió divertido—. La tensión del que espera sin saber cuánto tiene que esperar, acaba siempre por destrozar sus nervios.

—León puede esperar eternamente.

—El sí, pero sus hombres no. Si nos pierden de vista y pasa el tiempo, comenzarán a temer que hayamos escapado por algún lugar que ellos ignoran. —Agitó la cabeza convencido—. No creo que ninguna tripulación resista mucho semejante tormento.

—¿Papepac te enseñó todo eso?

—Me enseñó a convertirme en mi enemigo; a ser jaguar, anaconda, caimán, motilón o sombra verde; a luchar con sus armas antes que con las mías; a utilizar su esfuerzo en mi provecho, y a no atacar hasta no estar seguro del triunfo. —Le alzó la barbilla y le miró a los ojos—. ¿Sabes jugar al ajedrez? —quiso saber, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: Juguemos.

—¿Ahora?

—Cualquier momento es bueno —señaló él—. El ajedrez impidió que me comieran los caníbales.

Al finalizar la primera partida, Ingrid Grass había llegado a la conclusión de que el ajedrez era quizás el camino más idóneo para devolver a
Cienfuegos
al mundo de los «civilizados», pues era aquélla una forma única de conseguir que estuviese a solas y acompañado al propio tiempo, sumido en recuerdos que se empeñaban en no querer abandonarle, pero pendiente, pese a ello, del rival que se sentaba enfrente.

Curiosamente, aun sin practicar en tantos años, había progresado mucho con el paso del tiempo, puesto que del agresivo y alocado jugador que con más entusiasmo que técnica se enfrentara antaño al viejo
Virutas
, había pasado a transformarse en un maestro de la emboscada, que permitía siempre tomar la iniciativa al enemigo para caer furiosamente sobre él cuando menos lo esperaba.

Su forma de actuar sobre el tablero no era, al fin y al cabo, más que un reflejo de su forma de enfrentarse a la vida, pues, por suerte o por desgracia para él, la dura escuela de la supervivencia había forjado su espíritu aun en contra de su más pura esencia de hombre tierno y sin malicia.

No obstante, la alemana, enamorada del recuerdo del niño al que convirtiera en hombre una tarde de verano en una laguna de una isla muy lejana, se había hecho el firme propósito de recuperar a ese niño del mismo modo que había conseguido a base de infinitos esfuerzos recuperar al hombre.

Contaba con innumerables ayudas para ello, desde el inteligente Luis de Torres, que entendía como nadie la difícil lucha que tenía lugar en el corazón de su antiguo discípulo, al entusiasta Bonifacio Cabrera, para quien recuperar a su amigo de la infancia significaba tanto como recuperar una parte de esa infancia, o la inapreciable presencia del pequeño Haitiké, que advertía cómo se habían materializado de improviso todas las fantasías que pudiera haber imaginado en torno a la figura de su mítico padre.

Para el silencioso niño,
Cienfuegos
era aún más alto y más fuerte de cuanto nunca le dijeran, y el relato que hacía de sus viajes y aventuras por tierras que jamás conoció nadie le fascinaban, pues resultaba evidente que no había una sola palabra de exageración en unas historias que ya de por sí resultaban absolutamente maravillosas.

—Cuéntame cómo conseguiste burlar al capitán portugués.

—¿Otra vez?

—¡Por favor!

—¡Pero si lo he contado ya tres veces…! —Protestó—. Prefiero contarte cómo descubrí una cueva en la que los muertos se conservaban como si estuvieran vivos.

Lo hacía; y lo hacía con tal precisión y sin adornos, que nadie ponía nunca en duda sus palabras, por lo que al observar los embobados rostros de cuantos escuchaban, Haitiké reventaba de orgullo al comprender que aquel ser único, valiente y excepcional, era en verdad su padre.

La relación de
Cienfuegos
con el niño continuaba siendo, sin embargo, distante, como si el gomero no hubiese conseguido hacerse aún a la idea de que aquel mocoso de marcadas facciones pudiese ser su hijo, y más de una vez se sorprendió a sí mismo tratando de descubrir en él algún rasgo que le recordase a la difunta Sinalinga.

Había pasado, sin embargo, mucho tiempo desde que se separara de la atractiva princesa haitiana, su historia de amor no había sido ciertamente muy larga, y debido a ello su figura se había ido desdibujando en su memoria, por lo que no conseguía recuperar su imagen a través de su hijo, ni mucho menos situar al chiquillo a través del recuerdo de su madre.

Araya era otra cosa.

Araya no era hija ni aun pariente del gomero y pertenecía a una tribu cuyos miembros ya no estaban considerados siquiera como un pueblo, pero constituía el principal vínculo a bordo del
Milagro
que ligaba a
Cienfuegos
a su más próximo pasado.

Cuando hablaban, solían hacerlo en un idioma que nadie más comprendía; se referían a lugares que de igual modo tampoco nadie más conocía, y se diría que compartían secretos y misterios que provocaban los celos o la envidia de quienes les observaban sumidos en sus personalísimos recuerdos de cómplices sin serlo.

Y es que Araya era sin duda la única criatura a la que el isleño no tenía que explicar cómo era el mundo más allá de la estrecha línea de la costa, ni qué animales, qué plantas o qué tribus podían ser consideradas buenas o malas. El suyo no era tan sólo un idioma diferente; era más bien un código privado, propio de un universo vedado hasta el presente a unos civilizados que aborrecían la selva.

Aparte de eso, la avispada chiquilla aprendía el castellano con una velocidad que anonadaba, y desde el primer momento pareció comprender que la elegante dama de cuidados vestidos, blanca sombrilla y delicados gestos que comandaba la nave, era su ejemplo si pretendía que su manifiesto destino se cumpliera.

De igual modo estudiaba el funcionamiento del barco y de cuantos objetos pudieran existir a bordo por complejos que fueran, observando durante largas horas el comportamiento de la tripulación y demostrando una asombrosa capacidad de imitación, pues lo mismo podía repetir los bruscos gestos del cocinero que hablar tal como lo hacía —o más bien no lo hacía— el Capitán Moisés Salado.

Era como una gran esponja que todo lo asimila, y su memoria alcanzaba tal grado de desarrollo, que a la semana sabía los nombres de cada uno de los tripulantes, y en cuanto aprendió a jugar al ajedrez, podía repetir todos los movimientos de la más complicada partida.

—¿De dónde la has sacado? —quiso saber el converso Luis de Torres, que a menudo no acababa de creer lo que veía.

—La encontré.

—Pues hiciste un buen hallazgo. Jamás conocí una criatura semejante. El otro día me oyó hablar en alemán con Ingrid y ya quiere aprenderlo.

—Lo aprenderá… —admitió el gomero, convencido—. Y algún día habitará en un palacio de piedra y será muy importante. Sus dioses lo dijeron.

—Pues esos dioses sí que saben.

Las buenas intenciones de Fermina Constante se estrellaron contra la amarga evidencia de que la vida a bordo del
Dragón
se había convertido en un infierno.

Inmóvil en mitad de un estrecho canal por el que no corría un soplo de viento, y soportando temperaturas que superaban los cuarenta y cinco grados centígrados, de lo más profundo del putrefacto y recalentado casco del vetusto navío comenzó pronto a ascender un insoportable hedor a sudor de esclavo, orines y vómitos, que se entremezclaba con la pestilencia de unas aguas circundantes que emitían a su vez picantes vapores que irritaban los ojos.

El simple hecho de respirar, fatigaba, abanicarse obligaba a transpirar a chorros, y arriesgarse a atravesar la cubierta bajo aquel sol implacable significaba jugarse la vida tontamente.

—¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos aquí?

—Hasta que decidan salir.

—No lo harán nunca.

—En ese caso, nunca nos iremos.

La barragana se mordió la lengua para no revelar lo que sentía, y a la pálida luz de las estrellas observó el aguileño rostro de su amante, pues el amanecer estaba próximo y aquélla era la «hora fresca» de la jornada; la única durante la cual osaba moverse e incluso hablar; pese a lo cual el simple hecho de hilvanar ideas exigía un esfuerzo sobrehumano.

—No necesitaremos marcharnos —replicó al fin calmosamente—. Nos deshidrataremos lentamente, y cualquier día alguien vendrá y recogerá lo que quede de nosotros con un trapo.

El vizconde de Teguise hizo un amplio ademán con la mano, señalando a su alrededor:

—Nadie te retiene —dijo—. Puedes irte cuando quieras.

—¿Cómo?

—Ni lo sé, ni me importa. —No se molestó en girar la cabeza para mirarla—. Lo único que sé es que este barco se quedará aquí hasta que se pudra si es necesario, pero ésos no saldrán nunca del lago.

—Eres como el hombre del cuento que estaba dispuesto a perder un ojo con tal de que su enemigo se quedase ciego, ¿no es cierto?

—Tal vez —la voz del Capitán De Luna era lo único frío en mil millas a la redonda—. Soy un hombre que juró que se vengaría, aunque le fuese en ello la vida, y cumple su juramento.

—Pero es que ahora arriesgas la vida de otros.

—Les pago por ello.

—¿Incluso a tu hijo?

—Hasta que no nazca no será mi hijo.

—Si nos quedamos aquí, nunca nacerá.

—Pues seguiré como hasta ahora.

—Eres un cerdo y un canalla.

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