Cada vez viene menos gente a cenar los viernes —prefieren quedarse embozados delante de la chimenea y la televisión a recorrer diez metros bajo el frío vigorizante para venir al Centrale—, pero nosotros persistimos en el ritual hasta una noche en la que no hay absolutamente nadie en el bar, salvo Tonino, absorto en la preparación de su clase del sábado en el instituto. Como estamos decididos a cenar fuera aquella noche, volvemos a llevar la cesta al coche, conducimos hasta la vista panorámica que hay en la carretera a Celle, nos permitimos el lujo de dejar encendida la calefacción, abrimos un poquito una de las ventanillas y nos disponemos a comer. El viejo BMW se convierte al instante en comedor. En el maletero siempre llevamos una cesta con copas de vino, dos de las más bonitas que tenemos, además de dos copitas de cristal tallado de Bohemia, servilletas hechas con las partes no manchadas de un mantel favorito, una caja llena de cubiertos desparejados, un sacacorchos, una botella de un buen vino tinto que reponemos inmediatamente después de consumirla, una petaca de grapa, una navaja española con mango de hueso, una bolsita de sal marina, un pequeño molinillo de pimienta de cerámica azul y blanca, platos de distintos tamaños, una botellita de plástico minúscula de líquido lavavajillas, dos paños de cocina de hilo y servilletas de papel. Cuando hace bastante calor, apagamos la calefacción, cerramos la ventanilla y abrimos la botella de vino. La nieve que cae hace remolinos gruesos contra las ventanillas, como cortinas. Destapamos un pote de salchichas estofadas con alubias blancas, salvia y tomates y decidimos usar la tapa como plato compartido. Comemos con apetito: pinchamos los trocitos de salchicha y nos los ponemos en la boca el uno al otro. Tenemos la mitad de un bizcocho, partido al medio, relleno de mermelada de albaricoque y bañado con crema de avellanas. Lo cortamos con la navaja, repartimos un poco y volvemos a repartir otro poco, hasta que solo queda una cuña de forma extraña. Como es demasiado fea para guardarla, nos la comemos también y bebemos unos tragos de grapa en nuestras copitas de Bohemia.
Una noche convencemos a Pupa para que cierre las puertas y venga a cenar con Barlozzo a nuestra casa. Mientras tomamos la sopa de
ceci
y
farro
, el duque se pone a hablar de la
veglia
. En otro tiempo, la
veglia
era una manera de que los campesinos y sus familias se reunieran por las noches en lo peor del invierno. Solía ocurrir que había kilómetros de distancia entre una granja y otra y, en invierno, los vecinos ni se veían, a menos que se pusieran de acuerdo. Aparte de prometer una cena de relativa abundancia, la
veglia
se esperaba con ansia para satisfacer el apetito social.
—De modo que la gente marchaba penosamente sobre la nieve con lo que tuviera en la despensa —dice—. Alguien llevaba el último trozo de un
prosciutto
; otro, una liebre silvestre que había atrapado en la media luz de aquella madrugada; otro, cordero; otro, alguna parte de cualquier animal que hubiese podido cazar y cada uno echaba su ofrenda en un caldero dispuesto sobre el fuego encendido. Coles, patatas, plantas aromáticas, culines de vino y gotas de aceite aportaban sabor al gran guiso, que ellos llamaban
scottiglia
, y, mientras todo se estofaba armoniosamente, la gente se calentaba junto al fuego y hacía circular botellas de vino de fondo redondo en las se habían puesto alubias a estofar en las brasas del fuego del día anterior, con plantas aromáticas, aceite y vino. Cada uno se servía unas cuantas alubias sobre una rebanada gruesa de pan, paladeaba el vino y, cuando le tocaba el turno, recitaba a Dante o contaba historias de fantasmas mientras esperaba la cena. En esas ocasiones, los viejos transmitían sus relatos a los jóvenes, para conservar la historia como los ancianos la habían conservado para ellos. Cuando se acababa el último trozo de la
scottiglia
y las jarras de vino quedaban vacías como tambores, si al anfitrión le sobraban patatas, sacaba algunas de las brasas y entregaba una a cada niño, para que se la pusiera en el bolsillo de la chaqueta y así se calentara las manos durante el largo camino a pie hasta su casa, a través de las colinas heladas. Se suponía que la patata se guardaba y, chafada con agua caliente o un poquito de leche, se comía para desayunar.
»Yo siempre me comía la patata cuando me metía en la cama; la pelaba y me la comía como si fuera una manzana. Me gustaban tanto las patatas que no podía esperar hasta la mañana siguiente, aunque sabía que, para desayunar, mi madre me serviría miradas de enfado con el café con leche.
—Debíais vivir bastante bien para la época —dice Pupa—. Nosotros apenas comíamos carne. Donde yo vivía, la
veglia
adoptaba una forma distinta. Todo el mundo se reurúa en torno al fuego, después de hacer sus abluciones, bien peinados, con camisas y vestidos limpios. La masa de pan fermentada esperaba en la
madia
, la masera, y se colgaba una vasija sobre el fuego para hervir agua. La dueña de casa traía la masa de la
madia
, la ponía en el bol más grande de la casa y la colocaba en una mesa delante del fuego. Cada persona cogía un trocito y empezaba a hacerlo rodar entre las palmas hasta obtener un rollo corto y delgado, como una especie de pasta tosca. Cada trocito de pasta se pasaba con suavidad por una fuente de harina de trigo duro y a continuación se ponía sobre una bandeja. El proceso continuaba hasta que toda la masa se había convertido en pasta. El contenido de las bandejas se echaba entonces en el agua hirviendo y, a medida que los trocitos subían a la superficie, se retiraban con una espumadera y se volvían a echar en el mismo bol, que ya se había calentado y en el cual aguardaban una pequeña cantidad de aceite de buena calidad y unos cuantos puñados generosos de pecorino rallado. Una taza de líquido de la cocción, más queso, unas cuantas gotas más de aceite, más líquido de la cocción y pimienta recién molida con una mano eufórica: todo se revolvía bien y se servía con una pequeña pala de madera. Los llamábamos
pizzicotti
, pellizcos, y era una cena preparada casi sin nada.
—¿Era así durante la guerra? —pregunto.
—¿Si era así el qué? —pregunta el duque.
—Quiero decir, si comíais pellizcos hervidos y guardabais la carne que sobraba para añadirla a las sobras de carne de los vecinos para preparar una cena.
—No, aquello no era la guerra: era la vida. Aun cuando las cosas iban bien, nunca iban tan bien —dice Barlozzo—. La verdad es que la mayor parte del tiempo lo pasamos bien, pero en gran medida se debió más a nuestra astucia que a nuestra buena suerte. Cuando la tierra no estaba helada y dura, comíamos todo lo que podíamos encontrar: hierba, plantas aromáticas, cebollas silvestres, castañas, higos, setas, frutas del bosque… Siempre reservábamos una parte de todo y, en épocas de abundancia, poníamos a secar o hacíamos conservas para el invierno. En los huertos, cuando la fruta caída no era suficiente, saqueábamos los árboles a la luz de la luna para conseguir peras y manzanas, cerezas, melocotones, ciruelas y a veces membrillos, caquis y granadas. También nos dábamos banquetes con aquella fruta estupenda, bebíamos con ansia su madurez, chupábamos la abundancia de sus jugos dulces, pero guardábamos un poco. Conservábamos una parte para los otros tiempos, menos agradables, que siempre venían después. Hacíamos lo mismo con lo que cultivábamos nosotros. Teníamos vides y mi padre y mis tíos elaboraban el vino tinto sobrio y escueto sin el cual la vida era
impensabile
, impensable. Para nosotros era un alimento, como el pan y como el café, que la mayoría de las veces fabricábamos a partir de hierbajos y raíces. Secábamos tomates, alubias blancas y maíz y los molíamos para obtener una harina amarilla. Como ninguno de nosotros tenía nada de dinero para comprar lo que necesitaba ni lo que quería, vivíamos de la reciprocidad: uno le cambiaba a otro lo que no tenía y lo que cada uno podía cultivar, recoger, matar o robar iba de aquí para allá. Sin embargo, en aquel comercio nada quedaba librado al azar.
»Había normas estrictas y permanentes que todos tenían que cumplir. Hacíamos un trueque con el pastor: una jarra de dos litros de vino a cambio de un queso fresco de dos kilos. Cuando podíamos, le llevábamos la cena al redil y a la mañana siguiente él venía a devolverle a mi madre la olla, llena de una buena porción del requesón blando y cremoso que acababa de hacer, cociendo parte del ordeño de la noche en su fuego de leña y añadiendo a continuación un poco de la leche de la mañana y cociéndola otra vez hasta que cuajase. Para mí, no había entretenimiento mayor que la llegada del pastor con la olla llena de queso y los botes para hacer conservas y los recipientes para hervidos eran como joyas familiares.
»Mi padre salia decir que los botes de conserva iban mejor vestidos que yo, bien lavados y envueltos en trapos limpios y guardados en previsión de tiempos peores, pero, de todos modos, a veces no teníamos nada, porque se nos acababan las reservas antes de que pudiéramos empezar a plantar y a cosechar los alimentos de la nueva temporada y pasábamos hambre, a veces mucha, la suficiente para que el sufrimiento fuera lo único que sentíamos. Mi madre solía cortar el pan sujetando la gran hogaza redonda, que ya no era tan grande, encima de su pecho. Cortaba rebanadas con la mano izquierda, a lo largo, de derecha a izquierda, y yo me sentaba y alzaba la mirada para verla. Una noche me sentí mal y se lo dije. Recuerdo que no era solo el hambre lo que me debilitaba, sino también el temor a aquella insuficiencia. No era tan mayor como para darme cuenta del ritmo de aquella vida nuestra y no recordaba que no sería siempre de aquella manera. Mi madre fue a verme a donde yo deseansaba, en una habitación oscura, tranquila y fría. Llevaba algo envuelto en un paño y lo sujetaba como si fuese el Santísimo Sacramento.
»"
Tesoro
, tengo una sorpresa para ti. Siéntate y coge esto, ábrelo, anda —me dijo, como si fuera verdad. Yo me daba cuenta de que lo único que aguardaba debajo del paño era pan y me quedé triste—. No, no, no es solo pan: es pan con queso. Mira. —Abrió la tela—. ¿Lo ves? Aquí está el pan y aquí está el queso. Ahora cierta los ojos y pruébalo y verás lo bien que saben juntos. Es una cena especial para ti solo. Dale un mordisco. ¿Lo ves? Es una tajada gruesa y blanda de marzolino. Es como mantequilla, como te gusta a ti."
»Cerré los ojos, le cogí las manos que tenía levantadas y mordí el pan que me llevaba a la boca. No había queso, desde luego, sino solo dos rebanadas de pan, una encima de la otra, pero, no sé cómo, su hechizo surtió efecto y sentí el sabor del queso; realmente lo sentí. Comí lentamente al principio y después cada vez más rápido hasta que acabé, pero · mantuve los ojos cerrados todo el tiempo. Cuando los abrí, me di cuenta de que ella había estado llorando, sonriendo y sollozando. Creo que lo más difícil para una madre debe de ser tener un hijo hambriento y nada en los bolsillos.
El duque no debería haberse puesto a hablar de la
veglia
, porque ahora lo interrogo acerca de ella todos los días.
—¿Quién tiene una casa lo bastante grande como para celebrar una
veglia
? —le pregunto.
—¿De qué tipo de
veglia
me hablas? Si son solo veinte o treinta personas, podemos usar la casa de Pupa, pero, si quieres invitar a todo el pueblo, tendremos que celebrarla en la
piazza
, hacer una fogata y usar el bar como sala de emergencia contra el frío —dice, como si realmente pudiéramos celebrar una fiesta semejante.
A sabiendas de que la mera idea despierta mi entusiasmo, se echa a reír a carcajadas, antes de que yo empiece a hablar.
—Eso es —digo—, así lo haremos. Pondremos un cartel en el bar y…
—Solo diremos que es para celebrar el regreso de Florì —interrumpe.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Te lo estoy diciendo treinta minutos después de que ella me lo dijera a mí. Dice que se siente preparada y que echa de menos su casita y supongo que a la mayoría de nosotros, aunque ella jamás lo reconocería. Voy a ir a recogerla el miércoles por la mañana. Dejemos que descanse unos días y fijemos el domingo por la noche para la
veglia
.
Me lo quedo mirando un buen rato; no cuesta nada imaginar que él le dará la bienvenida por su cuenta, que ha accedido a volver a vivir en paz y a sacudirse el mal tiempo que lo ha acompañado, en mayor o menor medida, todas estas semanas. Nos quedamos sonriéndonos abiertamente el uno al otro, arrojándonos dagas de punta redondeada, y los dos hacemos esfuerzos para no ser el primero en echarse a llorar.
Hay cartas y notas pegadas en cada centímetro de la pequeña puerta de caoba maciza con la aldaba de cabeza de león de la casa de Floriana. Los tres escalones altos de cemento que hay a la entrada están cubiertos de flores: la mayoría son ramilletes de flores silvestres con los tallos cortos envueltos en papel de aluminio o en un pañuelo húmedo. Una de las mujeres del pueblo ha organizado un equipo de cocineras, cada una de las cuales llevará a Floriana la comida o la cena un día determinado de la semana. La estratega me ha pedido que le lleve algún postre o un pan
ogni tanto
, de vez en cuando, porque ya conoce mi propensión a dar de comer de más. Amas de llaves, chóferes, alguien para hacer arreglos, leñadores, doncellas para ocuparse de arreglarla: todo ha sido previsto y delegado con muchísimo cariño. Evidentemente, Florl, con la misma dosis de cariño, pone reparos y después se opone con más decisión y asegura a los portavoces del pueblo que será la primera en pedir ayuda… si la necesita.
Sus mejillas son rosas encendidas sobre su cutis apergaminado. Un pañuelo de un extraño color rojizo —el color que tenía su cabello— le envuelve la cabeza y lleva un nudo desenfadado con un lazo que le cae en medio de la frente. Aunque hace mucho frío, solo lleva una rebeca y un chal marrón grueso sobre el vestido de lana gris. Tiene zapatos nuevos: unas manoletinas de cabritilla negra con muy poco tacón.
—Me las compré en una tienda de Perugia —dice con una risita nerviosa.
Para ella y para las mujeres que se las comen con los ojos, Perugia es más o menos lo mismo que París.
No ha cambiado demasiado; no está menos guapa ni mucho más delgada y, sin embargo, hay menos de ella, como si le faltara alguna dimensión, como si fuese una aparición de sí misma. Barlozzo la dosifica en los pocos pasos que van desde la
piazza
hasta su puerta, asiente con la cabeza y, con suavidad, lanza solicitudes e instrucciones a una persona y a otra. Los dos sonríen y saludan con la mano y entran y pienso en lo mucho que se parecen a unos novios que tratan de huir a la intimidad de su luna de miel. Lo único que falta es un puñado de arroz, aunque hasta eso aparece, cocido en una sopa, caliente todavía, en una preciosa sopera azul y blanca envuelta en un paño de cocina que Vera les entrega a la fuerza cuando están cerrando la puerta.