Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
En el camino, los chicos pusieron canciones de Christina, Britney, Kylie y Gwen Stefani. Gritaron, cantaron y hasta bailaron imitando a sus adoradas divas del pop. Desde los otros autos, la gente nos miraba con una cara de orto que nunca supe si era de envidia o simplemente de odio. Claro, tres locas en un Porsche descapotable, vestidas como para ir a un desfile, a las once de la mañana, con la música a todo volumen y uno sentado encima del otro... En fin, como canta mi amiga Naty Oreiro: «que digan lo que quieran».
La casa de la bruja era en un barrio tan humilde que el Porsche desencajaba tanto como sus ocupantes. Javi conocía el lugar a la perfección, y enseguida supo dónde estacionar y qué puerta tocar.
—Bienvenidos —dijo la bruja, que me asombró por su juventud y su aspecto tan normal, como si fuera una chica cualquiera, con sus jeans y su remera blanca.
Luego de los saludos y presentaciones de rigor, Charly pasó al cuarto de Karin y cerró la puerta. Javi y yo nos quedamos en una especie de living, hablando de nada y ansiosos por que llegase nuestro turno. Javi dispuso que yo fuera el segundo. La hora de Charly se me hizo interminable.
Finalmente llegó mi momento. El cuarto era diminuto, con una cama de una plaza, dos sillitas y una pequeña mesa que la bruja usaba para tirar el tarot.
Sin preámbulos, me hizo mezclar las cartas y ordenarlas sobre la mesa en una gran hilera. Las miró, puso cara de concentración y comenzó con su cháchara. Yo me mantenía incrédulo, pero también nervioso.
—Tienes mal de amores —lanzó.
—Es un hombre mayor que tú, famoso, de mucho éxito —dijo, y yo asentí, sin mucho asombro, porque cualquiera le podía haber contado de lo mío con Felipe—. Has venido aquí por él —siguió, y me asustó un poco, porque era verdad, sólo quería saber de él.
—Sí —respondí.
—Yo no veo amor en esa relación —sentenció, y me heló la sangre.
—¿Cómo? —preguntré sorprendido.
—Que yo no veo amor. Se llevan bien, son muy parecidos, se quieren, pero tú no estái enamorado de él. ¿Te invitó a este viaje, no es cierto? —Sí.
—Y siempre te lleva a los mejores hoteles, te paga los pasajes de avión, ¿verdad?
—Sí —respondí asombrado.
—Tú estái con él porque te fascina su mundo, sus viajes, la gente que te presenta, sus contactos.
—¿Estoy por interés?
—No, yo no he dicho que fueras su puta. Tú no querí sacarle nada, simplemente estái embobado con su mundo.
—¿Y él? —pregunté, muerto de la curiosidad.
—El necesitaba estar con un hombre. Es algo que se ha prohibido toda su vida y que ahora no está dispuesto a resignar, por nada ni nadie.
—Entonces, él sí está enamorado...
—Te quiere a su manera, pero es un hombre que ha nacido para estar solo. Aquí me sale la libertad —dijo mostrándome una carta con una paloma blanca en pleno vuelo.
Me quedé pensando, sin saber si seguir con las preguntas, ir más allá, o cambiar de tema. Arriesgarme a que me siguiera diciendo cosas feas de mi relación con Felipe o pedirle que me hablase del trabajo o cualquier otra pavada. La bruja aprovechó mi silencio para seguir haciéndome pedazos.
—La relación va a pasar a otro plano, más de amistad —me explicó—. Nunca dejarán de verse, vai a ser grandes amigos, hermanos.
—Bueno, ¿podemos hablar del trabajo, por favor? —interrumpí, ya molesto.
Siguiendo las órdenes de Karin, tuve que repetir la operación de disposición de cartas. En la nueva ronda me salió que yo trabajaba en prensa escrita (¡bingo!), pero que eso ya se terminaría. Según los pronósticos del tarot, debía dejar la revista cuanto antes y dedicarme a la televisión. Sí, la bruja insistió en que yo era una futura estrella, que mi cara se haría famosa gracias a la tele y que mi futuro laboral era muy promisorio. Ahí me cambió la cara, y cuando salí del cuartucho no podía dejar de preguntarme si debía creerla o no. Si la creía, podría quedarme tranquilo sabiendo que me esperaba una vida de fama y fortuna, pero, ¿qué pasaría con Felipe?
Volví al hotel con más dudas que certezas.
—¿Dónde te habías metido? Ya me estaba empezando a preocupar —dijo Felipe, todavía agitado por los treinta minutos de cinta en el gimnasio.
—¿No te avisaron en recepción que salí? —pregunté, indiferente, todavía con la mente en blanco por los pronósticos de la bruja.
—Sí, pero no dijeron dónde estabas. Aunque me enteré que saliste con Javi en su Porsche, picaro...
—Con Javi y un amigo suyo, fuimos a tirarnos las cartas.
—¿Cómo? ¿A tirarse las cartas? ¡Cuéntame! ¿Estuvo divertido? —preguntó secándose el sudor con una toallita blanca.
—Todavía me siento un poco raro. Es la primera vez que voy.
—Bueno, yo no creo en esas cosas.
—Yo tampoco creo, por eso jamás me interesó ir, pero esta mina, no sabés, me adivinó un montón de cosas...
—¿Cómo así? ¿En serio? ¿Qué te dijo?
—Habló de vos, de mi familia, de la revis, todo sin que yo le dijera nada. Por ejemplo, me dijo que yo tenía una sobrina de un año, rubia, divina... ¿Cómo supo que tenía una sobrina? Eso Javi no se lo pudo haber contado.
—No, claro.
—Y de la revis, me habló de Mariana, la describió perfectamente, como si la conociera.
—¡No!
—Me dijo que ese trabajo ya me quedaba chico, que este año iba a renunciar y que mi cara se haría famosa, en la tele.
—¿En la tele?
—Sí, no sabés cómo insistió con eso: que yo iba a salir en todos lados, que sería súper conocido. Encima, yo le hablaba de ser escritor y me decía: «Yo no veo ningún libro, aquí me sale que serás una estrella de la televisión». No sé de dónde sacó eso.
—¡Qué gracioso! Yo también creo que puedes ser una estrella, mi estrella —dijo abrazándome.
—Otra cosa, supo que yo era gay desde el principio, sin preguntármelo...
—Bueno, pero si estabas con Javi es bastante obvio. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta...
—¿Tan marica te parezco?
—Yo no he dicho eso. Digo que Javi...
—Bueno, pará que termino —interrumpí—. Con lo del tema gay, me dijo que papá y mamá ya lo sospechan, y que si no se los contaba pronto se iban a enterar de todas formas.
—Ahí estoy con la bruja, tiene razón. ¿Y le preguntaste sobre nosotros? ¿Te dijo algo de mí?
Sin detenerme a pensarlo, le largué la cruda verdad.
—Que no había amor.
—¿Cómo? —se rió, incómodo.
—Eso, que entre nosotros no veía amor, que la relación no tenía futuro —le expliqué, algo triste.
—¿Estás mal? —me abrazó—. No puedes creerla a una bruja. Te dijo que vas a ser estrella de la tele para ilusionarte y que sigas yendo a verla. Y de lo nuestro... lo hizo para que parezca más real, para no decirte sólo cosas buenas.
—Sí, no sé, pero acertó en tantas cosas que me hizo dudar.
—Yo te amo, ¿eso te hace dudar? Nunca he amado a nadie como a ti, y no creo que nadie te haya amado tanto como yo.
—Yo también te amo —lo abracé y besé, con los ojos húmedos de emoción.
—No le hagas caso a esa bruja, ¿ya? —Sí.
—¿Me prometes?
—Te prometo.
—Eres el niño más lindo que he conocido, ¿cómo podría dejar de amarte?
—No, yo a vos, gracias.
—A ti, por estar en mi vida. No sabes cuánto te he buscado.
Después de los shows en Viña, comentados por la prensa escrita y todos los programas de chimentos de la tele, nos fuimos a descansar a Zapallar, el balneario más top de Chile. Felipe alquiló una casa increíble ubicada en la cima de un cerro, en la nada misma, y rentó un viejo Mercedes Benz, «muy literario» (según su propia definición), a uno de los choferes del Hotel del Mar. Durante dos semanas nuestra rutina consistió en levantarnos a mediodía, bajar al pueblo a comprar el diario, almorzar en algún «chiringuito» (léase bar/res-taurante), volver a casa, echarnos a tomar sol en la pileta y esperar hasta que se hiciera de noche para volver a salir a comer. La playa era otra opción, aunque el ambiente familiar high class de Zapallar nos hinchaba un poco las bolas, y todo el mundo se acercaba a saludar a Felipe y rompernos el encanto.
La casa era grande, nueva, de líneas súper modernas y llena de desniveles que se adaptaban a la loma sobre la que estaba construida. Las paredes eran blancas, los pisos de madera clara y los muebles tenían un aire campestre que me encantaba. Para acceder a la pileta había que bajar por un caminito de madera, bastante cansador al regreso, que desembocaba en un espacio rodeado de arbustos, ideales para mantener la privacidad. Se podía nadar o tomar sol desnudos sin estar pendiente de las miradas ajenas, cosa que me pareció impagable. Así, los juegos sexuales bajo el agua o al borde de la piscina se transformaron en una rutina diaria, como ir a comprar el periódico o chequear mails en el pueblo. Y digo rutina porque a esta altura el acto se repetía con dos o tres variantes que mantenían un esquema bastante monótono, pero no por eso aburrido. Felipe nadaba desnudo mientras yo tomaba sol con un traje de baño Dolce & Gabbana (que me había prestado Javi en Viña y nunca le devolví) de lycra cortito y ajustado color turquesa, que me marcaba las partes y me excitaba y me la ponía bien dura. A él también se le paraba, obvio, y cuando yo lo veía en su punto más alto me tiraba al agua y lo abrazaba por atrás, besándole la espalda. Entonces él me daba vuelta con violencia, cruzaba mis piernas entre su cintura y hacía como que me la metía, pero yo seguía con la mallita puesta, así que me la sacaba, con cierta urgencia, tratando de establecer contacto, pero nada, no se podía, abajo del agua nunca se podía. Luego, Felipe salía de la pileta, se sentaba en el borde y yo, desde adentro, se la mamaba y me tocaba hasta acabar. Pero él siempre aguantaba más, y cuando me veía terminar se acostaba boca arriba ahí mismo, en el piso, y yo salía del agua, me agachaba enfrente suyo, mirándolo a la cara, le abría las piernas y hacía como que se la metía, y él se moría de placer y se tocaba, mientras yo le lamía el pecho, la boca, el cuello, hasta verlo acabar y sentir que su orgasmo era mío, me pertenecía.
* * *
Así de románticos fueron los días en la casa de Zapallar, con un silencio perfecto, una paz única. El aire era fresco, el cielo limpio, el sol intenso. No hubo peleas, discusiones ni malos entendidos. Ni siquiera nos permitimos hablar del futuro, de que cuando todo terminase vendría la separación, una distancia llena de incertidumbres.
El 25 de febrero cerramos la casa con llave y el dueño del viejo Mercedes vino a buscarnos. Manejó dos horas hasta el aeropuerto de Santiago y nos dejó en el counter de LanChile, donde se me cayeron unas lágrimas que traté de disimular frente a las chicas de uniforme azul.
«Tranquilo mi niño, te prometo que nos veremos pronto», me repetía Felipe al oído. En el salón Vip me limpié la cara y recuperé la compostura. Tomamos un jugo de naranja, comimos nueces y pasas, y Felipe chequeó sus mails mientras yo leía una revista. «Ultimo llamado para el vuelo 601 de Lan con destino a Buenos Aires», anunciaron, y Felipe vino corriendo a buscarme. «Es el tuyo», me dijo con los ojos colorados. Entonces me llevó a una esquina para evitar las miradas de los ejecutivos en traje y corbata, me abrazó fuerte, largo, y empezó a llorar como un chiquito. «Te voy a extrañar», dijo entre lágrimas. «Yo más, mi amor, yo más», le dije, muriéndome de la tristeza y escapándome para no perder el vuelo. Esa imagen de Felipe, tan blando, tan vulnerable, me partió el corazón. Supe que debía volver a verlo, pronto, con urgencia.
mi amor.
acabas de irte no puedo dejar de llorar
ahora sé cuánto te amo
te prometo que iré pronto
te quiero para siempre
Yo también te amo, pensé frente a la pantalla, sin poder escribir todavía de la emoción. ¿¡Por qué estás tan lejos!?
—Che, ¿te sentís bien? —preguntó Javier, mi hermano menor.
—Sí, todo bien —contesté, tratando de que no me viera los ojos rojos, aguados.
—¿Estás llorando?
—No, nene, tengo una alergia. ¿Por qué no te ocupás de tus asuntos y me dejás de joder?
—Bueno, pero salí de mi cuarto —me ordenó.
—Salgo cuando quiero.
—Necesito la computadora —insistió.
—No es tuya.
—Pero está en mi cuarto, y si quiero que te vayas, te vas.
—Cuando termine de mandar este mail me voy, ¿ok?
—¡¡Mamááááü ¡Martín me está molestando! —gritó.
—¡Calíate, pendejo!
—¡¡Mamáááü —siguió.
—¿Qué pasa, por qué gritan? —interrumpió mamá.
—Tengo que estudiar y Martín no me deja estar en mi cuarto.
—¡No mientas, pendejo! Querés chatear.
—Martín, por favor —intervino mamá—. Tenés casi veinticinco años, ¿no te da vergüenza pelearte con un chico de quince?
—¡Pero tengo que mandar un mail! ¿Ahora ni eso se puede hacer en esta casa? —pregunté molesto mientras cerraba mi cuenta de mails para que nadie viera el mensaje de Felipe.
—Ya te lo dije mil veces, si tanto te molestamos, ahí tenés la puerta —dijo mamá señalando la salida con un ademán de policía que dirige el tránsito—. ¿Qué te pasó en los ojos? —preguntó, preocupada.
—Nada.
—Los tenés todos colorados, no habrás estado con ese Gonzalo, que ya me enteré de sus vicios, lo comenta todo el club... —hizo una pausa—. Fuma marihuana —dijo en voz baja.
—No digas boludeces, si hubiera fumado ahora estaría cagándome de risa en tu cara, creéme.
—¡Qué! ¿Probaste? —preguntó indignada.
—Dejame tranquilo, querés.
—No seas insolente, che. Y mejor basta de peleas, que me sube la presión.
—¡Señora, está la comida! —gritó Nancy desde la cocina.
—Por el amor de Dios, cuántas veces le habré dicho a esta chiquita que hable más bajo... Vengan chicos, vamos a comer.
Fuimos los tres hasta el comedor diario, en la cocina, donde el olor a comida me mataba porque después quedaba todo impregnado a la ropa, un asco. A la mesa estaba sentada Florencia, mi hermana (la que me descubrió las fotos con Felipe), sola frente a su desabrida mila-nesa de soja de todos los días. Papá seguía en los entrenamientos de rugby y Josefina esa noche dormía en casa de su novio.
—Nancy, el tomate cortalo más chiquito la próxima vez, ¿te acordás como te expliqué? —empezó mamá.
—Sí, señora.
—Porque así de grande es muy ordinario —siguió.