Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
—Me parece too much tu postura. Creo que estás exagerando, en serio, no hay por qué preocuparse.
—Ok, si vos lo decís. Pero te aviso que el chongo ése —dijo señalando a un chico alto, grandote, medio rubión, que iba y venía del sector pesas al área de glúteos, como si no encontrara su lugar en el mundo—, ese rubio papurri, no te sacó los ojos de encima en todo el rato que llevamos acá sentados.
—¿En serio? —pregunté halagado.
—Obvio, vení, vamos a hablarle, yo te engancho.
—No, dejá, andá vos, te lo cedo.
—¡No te banco más! Ok, me quedo con tus sobras, pero después no me vengas con reclamos —dijo a los gritos, y se fue corriendo tras el rubito de brazos anchos.
El fin de semana de la víspera no hubo fiestas ni boliches ni nada. Mi única diversión fue el cine de todos los sábados a la mañana en Unicenter, un libro de cuentos de Leavitt y los compacts de siempre. El domingo almorcé en el club con toda la familia. A la mesa estaban papá, mamá, Agus, Flor, Javier, Ignacio, su mujer Lucía y Cami, mi sobrinita. El clima era muy agradable; el cielo, celeste intenso; el salón, antiguo pero impecable; los mozos, viejos y todavía serviciales; y la gente que iba y venía, súper paqueta, divina, re San Isidro. Todos se acercaban a saludar, se paraban al lado de nuestra mesa y jugaban con Cami, repartían elogios a toda la familia y seguían camino hacia las canchas de tenis, la sala de bridge o el campo de golf. Yo me sentía cómodo en esa situación, aunque sabía que no era auténtica, no me pertenecía, porque en ese ambiente era impensado ver a una pareja gay comiendo en el restaurante del club o participando en alguno de los eventos sociales sanisi-drenses. En esos momentos (o cuando intentaba tener sexo con un hombre) me odiaba por ser gay, por no poder ligarme a una pendejita del entorno y casarme y jugar al tenis y simplemente pasarla bien. Ser marica tiene sus ventajas, claro, pero siempre pensé que todo hubiera sido más fácil estando del otro lado.
Como decía, ese domingo, en la mesa, no faltó nadie. Yo aproveché para preparar el terreno, y empecé a largar un speech absolutamente estudiado (lleno de mentiras, por supuesto).
—Mañana empiezo el curso —dije mirando a mamá—. ¿Te acordás que te conté?
—¿Ya te vas? —preguntó, preocupada.
—¿Curso de qué? —intervino Josefina, mi hermana mayor.
—De inglés de negocios, me estoy preparando para Miami, porque además de hacer notas voy a tener que ocuparme de la parte comercial de la revis —expliqué, asombrado por mi excelente actuación.
—¿Entonces mañana no dormís en casa? —insistió mamá.
—¿Por qué no va a dormir en casa, qué tiene que ver? —preguntó papá.
—No me trates como a una tarada —se defendió mamá—. A ver, Martín, explícale a tu padre, porque a mí siempre me hacen quedar como mentirosa.
—No, como es un curso acelerado, por un mes, tengo que ir todos los días, hasta las once de la noche, y me voy a quedar a dormir en el centro, para no volver tan tarde a San Isidro.
—Vas a domir en lo de tu abuela... —asumió papá.
—No, me quedo en el depto de Matías, mi amigo, que vive por ahí cerca, y así...
—Viste, yo siempre dije que Martín era maricón —interrumpió Ignacio—. Ahora se va a vivir con un tipo, lo único que falta —siguió, y se echó a reír.
Todos le festejaron la jodiía, incluso mamá, que hizo a un lado su Coca light para dejar escapar una leve sonrisa. Yo me puse nervioso, colorado, y no supe qué contestar. Florencia me miró fijo, como gozando de la situación, y dijo irónica:
—Pero Ignacio, no seas asqueroso, ni lo digas, sabés que Martincito jamás haría una cosa así.
—Era un chiste, che —se defendió mi hermano mayor—. Bueno, entonces mañana te vas de lo de mamá...
—Sí —respondí—. Pero vengo los fines de semana.
—Y quién es ese Matías, ¿el que vino a esquiar con nosotros el invierno pasado? —preguntó Flor.
—Sí —contesté.
—¿Y dónde vive? —siguió, como queriendo que me confesase delante de toda la familia, que terminase de una buena vez con esta farsa que, por su cara, parecía enfermarla.
—En Palermo —dije con seguridad.
—Ah, déjanos el número de teléfono, así te llamamos. Y la dirección, por si te queremos ir a visitar —propuso, bien perra.
—Obvio, después les paso todo.
—¿Todo bien en la revista? —preguntó la mujer de mi hermano.
—Sí, todo bien, mucho trabajo, pero bien —respondí, sabiendo que mi mentira tenía patas cortas, aunque la verdad, mi verdad, no cabía en ese almuerzo, en ese club, en esa familia.
* * *
El lunes a la mañana fui a recibir el departamento que había alquilado Felipe por todo el mes de abril. Mi chico llegaba a las ocho de la noche y yo quise encargarme personalmente de que estuviera todo bien dispuesto para darle la bienvenida. La representante inmobiliaria, una vieja tacaña y súper hincha pelotas, me tuvo dos horas revisando el inventario, enseñándome el funcionamiento de todos los aparatos y, sobre todo, advirtiéndome sobre la penalidad de cada pérdida, rotura o imprevisto.
—¿Tengo que cancelar algún adelanto? —pregunté, sabiendo que la respuesta era negativa, aunque sufriendo por temor a equivocarme.
—No, tu padre, el señor Brown, ya dejó todo arreglado —dijo la vieja—. Bueno, querido, te dejo, decile a tu padre que cualquier cosita me llame.
Se fue golpeando los tacos contra el piso. ¿Tu padre?, pensé. Vieja de mierda, si mi novio llega a escuchar que pensás que soy su hijo te rompe las piernas, y de paso te revienta esas varices putrefactas que me dan ganas de vomitar.
El edificio, ubicado en la zona del Botánico, era uno de esos bien modernos con pileta, gimnasio, laundry, salón de fiestas y un portero chupamedias que hacía cualquier cosa por una buena propina. El depa tenía dos cuartos, el principal en suite con hidromasaje y vestidor, un living todo vidriado (lleno de luz, demasiada luz para mi gusto), la cocina cubierta de acero (re net) y unos muebles vanguardistas más incómodos que la mierda.
Cuando se fue la vieja me quedé una hora revisando cajones, muebles y armarios; chequeando los baños, la tele, el DVD y el equipo de música. Todo funcionaba a la perfección. Después me aburrí; eran las dos de la tarde y no tenía nada que hacer. Ninguno de mis amigos o amigas estaba disponible a esa hora. Llamé a mi abuela, que vivía cerca del depa, para ver si me invitaba a almorzar a su casa. Me atendió la mucama, con un bullicio de cotorras de fondo. «La señora tiene visitas, ¿quiere que se la pase?», me dijo. Y yo: «No, está bien, gracias, chau», y me quedé pensando, inmóvil, al lado del teléfono.
Mis tribulaciones entre la nada misma se vieron interrumpidas por el furioso del timbre. Corrí a la puerta, miré a través del agujerito y abrí sin dudar. Fue un abrazo fuerte, necesario.
—¡Sorpresa!
Era Felipe, con una gran sonrisa, más lindo que nunca.
—¡Mi amor! ¿Qué hacés acá?
—Me vine en el primer vuelo de la madrugada, no podía esperar para verte.
Nos dimos un beso largo, rico. Sentí su piel suave, su cuerpo delicioso.
—Te extrañé —le dije.
—Yo también, no sabes cuánto —respondió, y siguió besándome.
Luego del reconocimiento, de las primeras caricias y algunos revolcones, hablamos del vuelo, del clima, de Buenos Aires, y nos pusimos al día mientras Felipe recorría el departamento y acomodaba sus cosas.
—¿Has visto lo grande que es la tina? —preguntó.
—¿Qué cosa? Ah, la bañadera, sí, es enorme, es un jacuzzi en realidad... y tiene hidromasaje.
—Creo que me voy a dar un baño —dijo, y echó a correr el agua, que se empezó a acumular en el jacuzzi—. Podrías acompañarme —propuso, y comenzó a desnudarse.
—Yo feliz —contesté, y me saqué toda la ropa.
Nos acostamos en el agua tibia, él abajo y yo encima, con mi espalda delgada sobre su pecho ancho; mis piernas, lánguidas, cruzadas con las suyas, gruesas, musculosas; mi parte de atrás acoplada a su parte de adelante formando algo difícil, imperfecto. Sólo alcanzamos a tocarnos, fuerte, rico, pero en nuestras mentes uno entraba en el otro con la misma facilidad que cualquier pareja.
Los primeros días de aquella rutina porteña estuvieron marcados por los eventos sociales. Entre los amigos argentinos de Felipe y mis amigas, que morían por conocerlo, todas las noches teníamos una comida con alguien diferente. Yo me levantaba a las diez, como mucho, y me quedaba leyendo hasta las dos de la tarde. La radio, la televisión, o hasta el ruido del water eran suficientes para despertar a Felipe de su octavo sueño, por lo que mis opciones se limitaban a leer o bajar al gym. Cuando Felipe salía de la cama salíamos a tomar un jugo de naranja al bar de la esquina, leíamos el diario, almorzábamos en algún restaurante de Palermo y nos mirábamos las caras. Algunas tardes íbamos a ver una peli al Village Recoleta, y otras, Felipe hacía sus cosas de la tele mientras yo aprovechaba los últimos días con mis amigos. Todas las noches, antes de salir, llamaba a mamá desde mi celular para evitar que ella marcase el número de Matías, que por cierto estaba alertado para, en caso de emergencia, decir: «Martín salió, no sé a dónde», o: «Se está bañando, ya le digo que te llame», y enseguida darme la señal de alarma en mi celu. Cecilia, la recepcionista de la revis, también formaba parte de la conspiración que yo mismo monté para engañar a mamá. «Ceci, please, a cualquiera que llame, sólo por este mes, no le digas que renuncié. Decí que no estoy y preguntá quién es, y si atendés a mamá me llamás al celu, ¿sí?», le rogué, y aunque mi pedido le pareció un disparate, me conocía hacía tantos años que le divirtió la idea de ayudarme.
Un día cualquiera de la segunda semana de abril, el sol de otoño había inundado Buenos Aires y el cielo se mostraba limpio, eterno.
A las tres y media de la tarde, después del jugo y los diarios de todos los días, nos sentamos en la mesa más escondida de la terraza de Lomo, uno de los restaurantes más tops de Palermo Soho. Yo había estado toda la mañana pensando en el futuro, el trabajo, las mentiras a mi familia, las cuentas que Felipe pagaba una y otra vez, y el bendito viaje a Miami. Con todo esto dándome vueltas en la cabeza, mi cara de preocupación se hizo cada vez más evidente.
—¿Estás bien? —preguntó Felipe.
—Sí, claro —mentí.
Trajeron los pollos al woy que habíamos ordenado y empezamos a comer en silencio.
—¿Estás arrepentido de haber renunciado? —volvió a preguntar.
—No, para nada. Ya estaba harto de ese trabajo.
—Bueno, entonces me quedo más tranquilo.
—¿Vos qué tenés que ver? No te hagas cargo —me apuré en aclararle.
—No, porque como te dije en aquel mail, no me parecía bueno que renunciaras por mí, sólo para que tuviéramos más tiempo para estar juntos este...
—Creí que estaba clarísimo que ése no era el motivo —lo interrumpí, algo violento—. ¿Acaso yo te hice algún reclamo?
—No, yo no he dicho eso, simplemente no me gusta verte con mala cara, saber que no estás contento.
—¿Qué querés, que ande todo el día con cara de feliz cumpleaños? Sorry, no me sale —reaccioné.
—Qué graciosa esa expresión, «cara de feliz cumpleaños»... Ustedes los argentinos hablan tan gracioso.
—No estés molesto, ¿ya? Todo va a salir bien, te prometo. Ahora sólo tenemos que pasarla bien acá y después nos vamos a Miami, ¿sí?
—Sí... gracias.
—De nada —dijo acariciándome la pierna—. Por cierto, tenemos que organizar tu cumple. Ya hablé con la gente de Olsen, están dispuestos a cerrar el lugar para nosotros.
Ahí me cambió la cara. La idea de cerrar el lugar más in de Buenos Aires para mí solito, para invitar a toda la gente que yo quisiera, me parecía un sueño.
—No, es una locura, te va a salir una fortuna —dije, sabiendo que no me haría caso.
—No, no, no. Te prohibo que me discutas —dijo, ahora acariciándome más abajo—. Son tus veinticinco, un cuarto de siglo, una edad preciosa, y los vamos a festejar como corresponde.
—¿No te parece too much ese lugar?
—Vos —me dijo, porque a esta altura ya se le escapaba la tonadita argentina, que mezclaba con el acento peruano— no tenés que hacer nada. Sólo me pasas la lista de invitados y yo me encargo del resto. ¿Cuánta gente has calculado?
—Unos sesenta, menos que eso imposible. Pero lo hacemos después de comer, con muchos tragos y algo para picar...
—¿Estás loco? Ni hablar, vamos a poner mesas, con dos o tres opciones de platos, y vos te vas a pasear por el salón como si fueras la novia, ¿de acuerdo? —propuso entre risas.
—Bueno, si insistís... —me hice el resignado.
El día de la fiesta nos dedicamos pura y exclusivamente a mi producción personal. A Felipe le aburría el tema de la ropa, de las peluquerías y todas esas cosas de marica que a mí siempre me gustaron. Pero el martes 15 de abril era mi día, y en honor a eso no sólo me organizó una fiesta re top, sino que también me llevó a recorrer las mejores tiendas de Buenos Aires para encontrar el vestuario adecuado. Después de varios taxis y muchas horas de shopping —y una increíble voluntad por parte de Felipe para seguirme el ritmo y tolerar mis caprichos de fashion victim—, me decidí por un pantalón de pana colorado, hecho a mi medida, de la tienda palermiana Antique Denim; una camisa de manga larga y cuello ancho, de Félix, estampada con florcitas en varios tonos de marrón y algunas también coloradas que hacían juego con el pantalón; y zapatillas de cuero color camel de Airborn. El conjunto quedó perfecto. Después fuimos a El Club Creativo, una peluquería modernosa donde me cortaron las puntas y me hicieron un peinado extraño con el secador. Felipe quedó exhausto, su cara de cansancio lo decía todo. Parecía harto de mis caprichitos frivolones, aunque en vez de quejarse siempre me ofrecía más. Cómo resistirse...
A las nueve y media llegamos a Olsen, el lugar de la fiesta. En el jardín de entrada se habían dispuesto varios sillones blancos para que los fumadores se envenenasen al aire libre y no me llenasen la fiesta de humo. Ese había sido el único pedido de Felipe, que se moría de sólo ver un cigarrillo prendido. Adentro sonaba un chill out suavecito, agradable. Las mesas estaban listas para recibir a mis amigos, y la barra para emborracharlos. Pronto empezaron a llegar los primeros invitados, todos súper arreglados (el flyer decía: «Venir producidos»), y a la media hora no faltaba nadie. Ya estaba toda la gente de la revis (bueno, lo más selecto, porque obviamente no invité a tooodos mis ex compañeros de laburo), los chicos del centro, Gonza y Maru (su chica), María (mi primera novia, a quien le conté por mail que estaba saliendo con un hombre y, para mi sorpresa, el asunto pareció no inquietarla demasiado), Victoria, algunas amigas de la universidad, mi prima (la única que sabía de Felipe), Gabi y su novio de turno y otros amigos y amigas de la vida. María Paz y unos escritores chilenos amigos de Felipe viajaron especialmente para la ocasión-Más tops, imposible. Todo me parecía un sueño, no podía creer que tanta gente estuviera ahí reunida por mí. Antes de sentarnos a comer hubo un bandejeo que incluyó ocho clases de shots de vodka (la especialidad del lugar) y unos canapés nórdicos exquisitos.