Memorias de un cortesano de 1815 (19 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
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—Gracias, señor, acabo de fumar.

—Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos… Mira, puedes llevarte todo el mazo —añadió ofreciéndoselo galantemente.

—Señor…

—Nada, que te lo lleves. Tengo gusto en ello.

Cuando D. Juan Pérez, apremiado por la bondadosísima y gallarda fineza del Príncipe, tomaba los cigarros, yo sentía que un cuerpo duro tocaba mi codo. Era el codo del señor duque de Alagón.

Villamil y Ceballos se levantaron para marcharse.

—Que vengas mañana temprano —repitió el Rey—. A ver si discurres algo. Y tú Ceballos, si ves a Pepita… en fin, ya sabes: una superintendencia de provincia o la bandolera vacante… lo que ella prefiera.

—En el despacho de mañana —dijo Ceballos, que se había quedado muy taciturno—, tendré el honor de leer a Vuestra Majestad la contestación que he dado a la nota de D. Pedro Gómez Labrador.

—Sí, bueno, todo lo que quieras… mañana… adiós, ¡pero qué tarde es!… Podéis retiraros… yo también me voy a recoger —dijo Fernando con impaciencia.

Los ministros salieron y quedamos solos los camarilleros.

- XXI -

Apenas se cerró la puerta tras los dos repúblicos, Fernando se levantó, y con las manos en los bolsillos, dio algunos pasos por la habitación. Ugarte le miraba sonriendo. Ninguno de los demás nos atrevíamos a desplegar los labios, y el silencio se prolongó hasta que el mismo soberano se dignara romperlo, preguntando:

—¿Qué dices a esto, Ugarte?

—Que admiro la paciencia de Vuestra Majestad —repuso el ex-bailarín—. Según el señor Juan Pérez, ya no hay colonias, ya no hay soldados, ya no hay barcos, ya los españoles no tienen alma para vencer las dificultades. Sostendrá también el abuelillo que ya no hay aire que respirar, ni sol en el cielo.

—La verdad es —dijo Fernando deteniéndose meditabundo ante la chimenea— que no estamos en Jauja.

Y luego dando un suspiro, añadió:

—Hay que despedirse de las Américas.

—¿Por qué, señor? —dijo bruscamente Ugarte—. Se exagera mucho. Persona venida hace poco de allá, me ha dicho que toda la insurrección americana se reduce a cuatro perdidos que gritan en las plazuelas.

—Lo mismo me ha escrito a mí un amigo —añadí yo, forzando los argumentos de mi patrono—. Unos cuantos presidiarios, con algunos ingleses y norte-americanos, echados por tramposos de sus respectivos países, sostienen la alarma en aquellos lejanos reinos de Vuestra Majestad.

—Pues id vosotros a reducir a la obediencia a esas dos docenas de facciosos —dijo el Rey.

—Señor, en resumen —manifestó Ugarte—, mande Vuestra Majestad a América, un ejército, un verdadero ejército, con una escuadra, en vez de medias compañías dentro de una goleta como se ha hecho hasta aquí, y a los cuatro meses se verán los resultados.

—¿Y ese ejército, dónde está? —preguntó fríamente.

—¿Dónde están los vencedores de Napoleón? Parece mentira que Vuestra Majestad haga tales preguntas.

—Hombres valerosos no faltan; pero ¿cómo se les organiza, cómo se les viste, cómo se les mantiene?

—Muy sencillamente —repuso Ugarte, alzando los hombros—: organizándolos, vistiéndolos, manteniéndolos.

—Tú tendrás alguna mina. ¿Quieres decirme dónde está?

—Dos palabras, señor —dijo Ugarte, echando el cuerpo hacia adelante en su sillón y apoyando el codo en la rodilla, mientras el Rey se sentaba junto a él—. He dicho a Vuestra Majestad la otra noche que me atrevía a organizar un ejército expedicionario, siempre que tuviera para ello la competente autorización.

—Yo te la doy —replicó Fernando—. A ver de dónde vas a sacar ese ejército, y cómo lo vas a sostener.

—Vuestra Majestad me dijo también la otra noche que consagraría a tal objeto y pondría a mi disposición una parte mínima de las rentas reales.

—Es verdad.

—Pues el alistamiento se hará, señor —afirmó D. Antonio con resolución admirable—. No tiene que pensar más en ello Vuestra Majestad.

—Bueno, ya está el alistamiento. Ahora hazme el favor de decirme si vas a mandar a América esos soldados en cáscaras de nuez.

—No señor, que los mandaré en magníficos navíos y barcos de trasporte —repuso el arbitrista con una placentera y llana confianza que a todos nos dejó pasmados.

—Pero ya sabes que no los tenemos.

—Se compran.

—¡Se compran!… Y dice «se compran» como si costaran dos pesetas.

La naturalidad admirable con que Ugarte hacía frente a los mayores obstáculos, la frescura, digámoslo así, con que todo lo resolvía y allanaba, no podían menos de cautivar el ánimo del Soberano, agobiado por el continuo clamoreo de sus ministros. Todos los demás contertulios observábamos con verdadero asombro la prodigiosa iniciativa de Ugarte, y ante tanto ingenio, ante tan firme voluntad, callábamos, confundidos.

—Pues es claro que se compran —añadió el proyectista—. Apostaría a que Vuestra Majestad va a preguntarme que con qué dinero.

—Justo.

—Pues yo respondo que, si poseo la confianza de mi Soberano, me sobrarán fondos en que elegir.

—Quizás cuentas con la indemnización que nos va a dar Inglaterra.

—¿Por qué no?

—Pero es para resarcir a los negreros.

—Eso es, pagar a los negreros y que se pierdan las Américas. ¿No vale más dejarles sin indemnización, y conservarles los esclavos y las tierras?

—Está dicho todo —exclamó resueltamente Fernando, cediendo por completo a la seductora sugestión de aquel brujo que prometía los imposibles y teñía con frescos y brillantes colores el entenebrecido horizonte de la política—. Está dicho todo. Tienes mi autorización para hacer el alistamiento, para tomar de la real Hacienda los fondos necesarios, para tratar de la compra de buques, vestuario y demás.

De aquella conversación, brotó el poder oculto que D. Antonio Ugarte tuvo durante algún tiempo, y en virtud del cual, hasta llegó a celebrar tratados con potencias extranjeras en calidad de
secretario íntimo
de Su Majestad. Más adelante veremos cómo alistaba tropas y qué tal mano para comprar buques tenía D. Antonio. Sus proyectos forman una página curiosa en la historia del absolutismo.

—Ya se ve —dijo después de una pausa, durante la cual observaba los dibujos de la alfombra—. Con hombres como Villamil las dificultades se multiplican. Al buen alcalde se le antojan sus dedos huéspedes, y como en todas las ocasiones difíciles se asesora de Ceballos…

—El pobre Ceballos —dijo Fernando—, ha trabajado como un negro en ese fastidioso asunto del Congreso de Viena. No se le debe criticar, y si no se ha conseguido más, no ha sido por culpa suya.

—Entre Labrador y Ceballos, como si dijéramos, entre Herodes y Pilatos, España está haciendo un papel ridículo en Viena.

—¿Pero qué puede esperarse de un plenipotenciario que ya ha mostrado no tener ni dignidad ni carácter? —dijo el duque de Alagón—. ¿No fue Labrador ministro de Estado en las Cortes de Cádiz, y después realista furibundo?

—Y al presentarse en Cádiz felicitó a las Cortes por el
sabio Código
que habían hecho —añadí yo.

—En manos de estos hombres que ayer eran liberales locos y hoy absolutistas rabiosos —dijo Ugarte—, nuestra política exterior no puede menos de ser desastrosa. ¡Rutina incurable! Nuestra nación, señor, ha de vivir siempre bajo la vigilancia interesada, mejor dicho, bajo la tutela de Inglaterra o de Francia. La primera trabaja porque perdamos las Américas y porque se arruine nuestro comercio; la segunda no nos perdonará nunca el haber vencido a sus soldados, aunque fueran mandados por el general Bonaparte.

—En eso creo que tienes razón —dijo fríamente Fernando.

—Pues si tengo razón, ¿por qué no intenta Vuestra Majestad estrechar sus relaciones con un poderoso imperio, bastante fuerte para ser buen aliado, bastante remoto para no disputarnos nuestro territorio?

—Soy muy amigo de Alejandro —repuso el autócrata secamente.

—Pero esa amistad sería unión indestructible, si Vuestra Majestad, que seguramente no puede permanecer soltero más tiempo, se enlazara con una princesa rusa.

Al decir esto, Ugarte había pronunciado la última palabra del atrevimiento. Hubo una larga pausa. Observamos todos el semblante del Rey, que con las piernas estiradas, las manos en los bolsillos del pantalón y la barba sobre el pecho, indolentemente tendido más bien que sentado en el sillón, no se dignaba contestar ni con palabras, ni gesto, ni mirada ni sonrisa a las palabras de Ugarte. Por último, le vimos mover los brazos, luego alzar la cabeza, y aguardamos con ansiedad vivísima el sonido de su voz.

—¿Te parece —dijo— que debo refrenar un poco a Negrete?

—Las atrocidades del comisario secreto son tan grandes —repuso Ugarte—, que convendría ponerle a un lado y prescindir de sus servicios. Ceballos tiene razón. Están tan irritados los andaluces, que son capaces de volverse todos liberales, si ese verdugo sigue haciendo de las suyas.

—La cuestión es delicada. Negrete tiene órdenes mías, y si intentamos sujetarle por la vía de las autoridades legítimas, no es fácil que ceda.

—Para eso se manda un nuevo comisionado a Andalucía, un hombre hábil, enérgico, ingenioso y muy discreto, Pipaón, por ejemplo —dijo D. Antonio mirándome.

—No —replicó vivamente Fernando, mirándome también—. Yo no quiero que Pipaón salga de Madrid por ahora. Ya se buscará otro comisionado. Después de todo, nada se pierde con que Negrete continúe sentando la mano algunos días más. Andalucía está infestada de jacobismo.

—Y Madrid también —afirmó el duque.

—Las sociedades secretas rebullen por todos lados.

—No será porque dejamos de tener ministerio de Seguridad pública —dijo con ironía el Rey.

—Echevarri encarcela a los mentecatos y deja en libertad a los pillos. Los calabozos están repletos de tontos. Pero ¿qué ha de suceder si los principales personajes del gobierno están inficionados de liberalismo? Ceballos es masón, Villamil y Moyano no ocultan sus ideas favorables a un sistema templado como el de Macanaz; Escóiquiz augura desastres; Ballesteros quiere que se dé una especie de amnistía; en toda España se conspira. Ábrase un poco la mano y las revoluciones brotarán por todas partes como pinos en almáciga.

—Pues se cerrará la mano, se cerrará la mano —dijo Fernando incorporándose en su asiento—. Duque, pon algunas líneas mandando a Negrete que siga aplastando el jacobinismo; pero con la condición de que no sea bárbaro… No se puede confiar a nadie una comisión delicada…

Artieda acercó un velador con recado de escribir, y bien pronto la tertulia se trocó en oficina. El duque tomó una pluma.

—Ugarte —añadió el Rey—, puedes redactar las bases de la autorización que te doy para alistar el ejército expedicionario y demás. Me quedaré con tu borrador para meditarlo, y después te daré la copia firmada.

D. Antonio tomó otra pluma. Acariciándose la boca con las barbas de esta, miró al Rey.

—Permítame Vuestra Majestad —dijo— que decline el grande, el insigne honor que quiere hacerme, depositando en mí toda su confianza.

Fernando le miró con asombro, y los demás también.

—De nada serviría mi abnegación, mi trabajo, mis grandes cavilaciones y proyectos —continuó el arbitrista—, si desde el principio tropezara con obstáculos insuperables. Yo he prometido a Vuestra Majestad reunir tropas y equiparlas, y comprar los buques necesarios para que vayan a América…

—Pero una cosa es prometer, y otra…

—Es que no puedo pensar en el desarrollo de mis proyectos, mientras sea ministro de Hacienda el Sr. Villamil.

—¡Bah, bah! —exclamó Fernando con tono de indolencia y fastidio.

Hubo una pausa. Todos contemplábamos al Rey, el cual, arqueando las cejas se pasaba la mano por la cabeza, cual si se cepillara el pelo hacia adelante.

—Pipaón —dijo al fin—, extiende la destitución de Villamil… Que se le lleve esta misma noche.

Yo tomé otra pluma.

Así cayó D. Juan Pérez Villamil; así cayeron también Echevarri, Ballesteros, Macanaz, Escóiquiz, el mismo Vallejo, nombrado aquella noche, Moyano, León Pizarro, Lozano de Torres, y otros muchos.

—Ahora extiende el nombramiento de don Felipe González Vallejo, ministro de Hacienda.

Así subió Vallejo.

—¿Qué más hay? —preguntó Fernando con cierta somnolencia.

—Vuestra Majestad me concedió una bandolera —dijo tímidamente Artieda—, para el sobrino del señor Arcipreste de Alcaraz…

—Es que hay una sola vacante —añadió Collado avariciosamente—, y Su Majestad me la tiene prometida.

—Es verdad —dijo el Rey.

Artieda miró a Chamorro con enojo.

—Esa vacante me la había reservado yo para mí —objetó con sequedad Paquito Córdoba—. Es mucha la ambición del Sr. Collado. Después que me ha disputado esa miserable canonjía de Murcia como si fuese un imperio…

—Tienes razón —murmuró Fernando.

El aguador clavó sus ojos en el duque con expresión de envidia.

—Señor —dijo con suavidad sonriente don Antonio Ugarte—. Pocas veces pido mercedes de esta clase a Vuestra Majestad. Ya dije el otro día que deseaba una bandolera para un joven pariente mío.

—Nada más justo —repuso el Rey cerrando los ojos perezosamente—. Ugarte, todo lo que quieras.

El duque dirigió a Antonio I una mirada rencorosa.

—Señor —dije yo, sin encomendarme a Dios ni al diablo—, no olvide Vuestra Majestad que prometió una bandolera al señor conde de Rumblar, mi querido amigo.

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